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Schwanzerberg sigue ahí

El último minuto es propiedad del Madrid, está en su ADN, Un testarazo agónico de Sergio Ramos desde su casa, la fe de un equipo que nunca se rinde, resucitó una final que estaba decidida. Y abrió el camino para la décima, que le llegó en la prórroga como una autopista.

Luis Aragonés se murió a tiempo de no ver que el fútbol no iba a devolverle lo que le debía. Que otra vez iba a jugar con crueldad con su escudo, que iba a recrearse de nuevo con su fatalidad crónica. La corona, como hace cuarenta años, se le escapó cuando ya la tenía agarrada de las orejas. Y acabó contada en forma de goleada en contra, como en Bruselas en 1974.

El Madrid tuvo el mérito de la insistencia. En puridad, fue el que más buscó la victoria, aunque condicionado por el resultado No fue el dueño del partido, pero sï de la pelota. Y fue corrigiendo su alineación para hacerla cada vez más y más ofensiva. Encontró el empate por fe no por juego.

El Atlético se encontró con el marcador casi sin querer. Su gol no tuvo nada de lírica. Fue simple épica, lo que es el Atlético. Un cabezazo, cómo no. Una segunda jugada tras una acción a balón parado, cómo no. Una pifia de Iker Casillas, para alimentar con saña la discusión del curso. Un golpe que no obedecía a los méritos, que era demasiado castigo para el Madrid.

Pero le puso la final donde quería, sin más misión que defender. El Atlético volvió a desempeñarse con orden y efectividad ahí, pero el Madrid nunca se dio por vencido. Lo intentó sin mucho éxito, pero al final, con sólo dos minutos en el cronómetro, encontró la salvación. A balón parado y de cabeza, las armas de su rival.

Y luego ya fue un paseo. Una carrera para la goleada en la prórroga. El Madrid, doce años después, levantó la décima. Su obsesión, y casi, casi, su rutina. Para el Atlético era mucho más, una vez en la vida. Ya le pasó hace 40 años y no lo superó, le sumergió en la tristeza. La derrota condecora al Madrid y examina al Atlético: lo duro no es perder sino levantarse.

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