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La Copa que se ganó en las trincheras

Sergio Llull, con el trofeo.

Con el Real Madrid de Laso nos ha ocurrido lo que con las películas de Wes Anderson: nos empezó entrando por los ojos y se nos ha terminado agarrando al pecho. Su gen competitivo le cala tanto al público que ha camelado a los imparciales de la pelota naranja y ha provocado que los que llegaron enamorados del 'Chacho' hayan terminado viendo simpáticas hasta las afonías de su entrenador.

Contradiciendo ese lugar común tan corto de miras que dice que la grandeza en Concha Espina se mide por el odio de sus rivales, somos testigos de un plantel ante el que el enemigo da la mano. Una tropa que ejemplifica que el arraigo puede más que el dinero y que el espíritu ganador es más valioso que el talento estético. Antes que uno que juegue bien, dame uno que no se arrugue.

Florentino Pérez, que sigue preguntándole a su espejito cómo enderezar al único equipo que le importa, no parece haberse dado cuenta de que la respuesta está bajo su púlpito, en el sótano al que sólo se agacha cuando merece la pena salir en la foto. Esa sección que años atrás quiso desahuciar es ahora, con diferencia, la mejor propaganda de su legado. Y resulta inevitable pensar que es precisamente por su poca injerencia.

Al otrora Real Madrid de los fantasistas, hoy más de prosa y menos de verso, lo representan Llull y Nocioni mejor que nadie. Dos legionarios sin miedo y sin dolor, ejemplos impolutos de artificieros capaces de desactivar los partidos cuando a su equipo están a punto de explotarle en las manos. Con ellos, con su hambre imposible de saciar, se identifica ese aficionado blanco que cambia de deporte y sólo encuentra caras lánguidas.

No es casualidad que se hayan llevado la Copa más igualada del último cuarto de siglo justo cuando parecían menos favoritos. Ya en el precipicio de la Euroliga despertaron a Gustavo Ayón, otro de sus soldados universales, y volvieron a competir con mayúsculas cuando la situación así lo requería. Este Madrid no es tan brillante. No quiere volver a ser el Bolshói. Le ha cogido el gusto a la percusión y prefiere seguir tocando rock and roll.

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