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Antonio Lobato ya es leyenda

Antonio Lobato.

Para opinar sobre el desempeño profesional de alguien conviene no quedarse en la fachada. Fijarse únicamente en lo que todo el mundo ve desde fuera conduce a un análisis frívolo y, sobre todo, injusto porque casi siempre se dibuja con el lápiz del gusto personal. Y el lienzo resulta o suma amabilidad o crítica despiadada. De Antonio Lobato está dicho casi todo, a menudo desde el apasionamiento inherente al deporte. Por encima de fobias y filias, lo que han hecho durante doce años el periodista asturiano y todos los miembros de su equipo es historia de la Comunicación en España.

El trabajo de Lobato y compañía debería ser asignatura obligatoria o, como mínimo, una lección específica, en las facultades de periodismo. Porque en el escenario de la comunicación española quedará para siempre como el hombre que puso en el escaparate y popularizó un deporte, la Fórmula 1, hasta el extremo de tutear al todopoderoso fútbol.

Un ejercicio de portentosa comunicación masiva fruto de los millones de espectadores que, enganchados al olor a gasolina y goma quemada, han comido –o desayunado cuando tocaba carrera asiática- incontables domingos alrededor de una televisión con el sonido de fondo del inconfundible verbo de Lobato

Y lo hicieron partiendo de cero. De la nada. Como relata Lobato en su reciente libro, Volando sobre el asfalto, cuando Telecinco compró en 2004 los derechos de emisión en abierto de la F1 para España, él no tenía ni idea de F1 ni intención alguna de ser el rostro visible de ese nuevo producto. Pero así se lo ordenaron, se puso manos a la obra y el resultado es incuestionable.

Guste más o menos su forma de narrar las carreras, Antonio Lobato ha introducido en el idioma castellano vocablos específicos de la F1, la mayoría de origen inglés y desconocidos. Jamás usados antes, ahora están presentes en cualquier conversación coloquial de niños y mayores.

Un ejercicio de portentosa comunicación masiva fruto de los millones de espectadores que, enganchados al olor a gasolina y goma quemada, han comido –o desayunado cuando tocaba carrera asiática- incontables domingos alrededor de una televisión con el sonido de fondo del inconfundible verbo de Lobato. Cuatro, cinco, seis, hasta siete millones de españoles viendo a la vez un espectáculo deportivo donde lo único redondo son las ruedas de los monoplazas, y donde los galácticos que compiten ganan más que cualquier futbolista.

Por supuesto, ese éxito de las cadenas que han emitido la F1 en abierto desde 2004 -Telecinco, La Sexta y Antena 3- hubiera sido imposible sin la presencia en la parrilla de Fernando Alonso, paisano y alter ego de Lobato. Periodista y piloto, ovetenses ambos, acumulan tantos méritos profesionales como detractores. Quizás porque nunca han negado que son amigos, quizás porque en universos tan competitivos como el automovilismo y el periodismo es difícil caer bien a todo el mundo y muy fácil ser juzgado más por tu presunto grado simpático que por tus méritos profesionales. Cosas de España.

Puede que sea un pecado confesar tan abierta y reiteradamente tu amistad con uno de los pilotos sobre los que debes informar, pero que las críticas más duras provengan del cada día más descarado periodismo futboleros de bufanda no deja de tener su gracia. Lobato nunca ha sido objetivo con Alonso y, por ende, con los rivales de Alonso. Por eso ha cometido muchos errores, algunos de grueso calibre.

Le ha podido la pasión demasiadas veces, pero eso es lo que le exigieron los jefes desde el primer día, y eso es lo que ha enganchado a millones de españoles. Como suele suceder, la magnitud de lo conseguido solo se vislumbrará con claridad cuando muchos de esos espectadores se olviden de la F1. De hecho, involuntariamente, ya han empezado a hacerlo desde este domingo. Porque se acabaron los grandes premios en abierto, porque no se sabe cuándo volverá a ganar un Mundial un piloto español y porque, para bien o para mal, Antonio Lobato es irrepetible.

https://youtube.com/watch?v=lJWp97YipAU

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