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Cultura

Vuelve el mejor Coetzee: brindemos con vinagre, para no olvidar la sed que produce el olvido

El premio Nobel de Literatura J.M Coetzee.

Vuelve el mejor Coetzee. El más árido, áspero y brillante. El que nos arrancó la piel en Desgracia y nos dejó rotos en Esperado a los bárbaros. Un autor que regresa con la fuerza de los vinagres: para hacer que escuezan las heridas, incluso aquellas de las que no teníamos conciencia. Vuelve el mejor Coetzee. El último y verdadero Premio Nobel junto con su compatriota Doris Lessing. Él lo recibió en 2003, ella en 2007. Este jueves 16 de marzo llega a las librerías Los días de Jesús en la escuela (Literatura Random House), la más reciente novela del sudafricano traducida al castellano por Javier Calvo. Galardonada con el Man Book Prize 2016, esta entrega arranca en el mismo lugar donde terminó la anterior. Es la secuela de La infancia de Jesús. Una historia que acelera aquel lento primer volumen y que continúa lo que promete ser una serie alegórica donde Coetzee se supera a sí mismo y se muestra capaz de levantar -una vez más, ¡una vez más!- un desierto. Sí, lector, una duna en la que sembrará las preguntas fundamentales o, mejor dicho, las sombras de esas preguntas. Las ideas lavadas de un mundo que hemos olvidado.

Vuelve el mejor Coetzee. El más árido, áspero y brillante. El que nos arrancó la piel en Desgracia y nos dejó rotos en Esperado a los bárbaros. ¡Vuelve Coetzee!

Este libro retoma la estampa de aquella extraña familia que surge por la fuerza de las circunstancias y a la que sólo la une la huída: Simón, un noble estibador de mediana edad; David, un niño que no es nada suyo, que él ha conseguido en el puerto y a quien ayuda a buscar a su supuesta madre biológica, Inés, una borrosa y en ocasiones mujer. Son seres desarraigados. Ninguno de los tres tiene nada: ni siquiera recuerdos. Ellos, como todos cuantos habitan esa tierra nueva llamada Novilla –que no sabemos dónde está y a la que han llegado miles de personas en barco, tras una larga travesía en el océano- han dejado atrás todo: su idioma, sus recuerdos y sentimientos. El nombre y la edad que los identifica la han recibido en el puerto. De resto, son seres en blanco, criaturas que se orientan en un mundo fantasmagórico: un lugar en el que sólo se habla español y en el que todo ocurre con una rara y adormecida calma, porque unas leyes así lo ordenan. ¿Contemporáneo o acaso universal? ¿Jesús, María y José en la huida a Egipto o los desplazados que han perdido su historia y su hogar en Zarajevo, Siria o la Polonia de finales de los años 1930? Aquí hay guerra. La que usted y yo llevamos impresas, a veces, sin noción.

Si en La infancia de Jesús, la misión consistía en conseguir una madre, ahora David enfrenta una segunda empresa: escolarizarse.

En Los días de Jesús en la escuela, esta trinidad disfuncional en la que ni Simón es un padre o un marido ni Inés una esposa o un madre, ambos tendrán que acompañar la educación de David: un niño que conocimos de cinco años –ahora cumplirá siete-, que sólo sabe leer un libro, El Quijote, y que no para de hacer preguntas. Si en La infancia de Jesús, la misión consistía en conseguir una madre, ahora David enfrenta una segunda empresa: escolarizarse. Sí, ese ser diminuto y autoritario; arrogante y tirano, que avanza a golpe de berrinches, jalonado sólo en dos emociones -el amor y el odio-, tendrá que someterse a las reglas de una institución. Tendrá que hacer cosas que no entran en su lógica: restar, sumar, escribir. De David no sabemos si es un genio o un necio, él sólo repite una frase: ¿Y por qué? ¿Y por qué? ¿Y por qué? Ese es el soniquete de este niño al que han de matricular en una rara Academia de Baile en la que un hombre, el profesor Arroyo y su mujer Ana Magdalena, enseñan una rara coreografía matemática que habla el lenguaje de las estrellas, y en la que ocurrirá un extraño crimen. Es justo ese hecho –no desprovisto de violencia manifiesta y latente- el que aclara al lector quién es realmente David. Ese crío infame, lector, somos usted y yo. O peor: lo que pudimos haber sido.

David, ese crío infame, lector, somos usted y yo. O peor: lo que pudimos haber sido.

En un mundo en el que no se puede recordar, en el que nadie posee memoria, David quiere saber si es huérfano, si el mar borra los recuerdos, si él puede volver a la vida que tuvo, si Inés es su madre. Insoportable, a veces detestable, leyendo estas páginas, el lector llega a entender que, a diferencia de los adultos, al pequeño David lo abrasa la sed. Él no posee recuerdos, pero sí las intuiciones que los adultos apenas reconocen en su mundo mecánico. David atesora nociones, fantasmagorías de aquello que perdió en su viaje a Novilla, una travesía que no tiene motivo, ni contexto, que actúa como los diluvios y las desgracias. Y ahí está el conflicto-. Tanto Simón como Inés, así como los personajes que aparecen en esta entrega, actúan como los muertos que en La República de Platón llegan a la llanura del Leteo, aquel río del Hades del que beben los muertos para olvidar su vida terrestre. Ellos, Simón, David e Inés, también han atravesado un mar, ellos también han muerto. Sin embargo, y acaso por su juventud, porque tenía mucho menos qué borrar, sólo David conserva la sed que produce olvidar. Por eso este niño pregunta, pregunta y pregunta. Su infancia es el motor de esa sed que produce en los otros el olvido. Una sed que usted y yo, lector, hemos olvidado.

Si J.M Coetzee es un escritor mayúsculo es por una sola razón. Una sola. Porque el cemento de su obra se sostiene en aquello que no dice, en todo cuanto no explica

Si J.M Coetzee es un escritor mayúsculo es por una sola razón. Una sola. Porque el cemento de su obra se sostiene en aquello que no dice, en todo cuanto no explica. Lo demostró hace ya más de treinta años en su novela Esperando a los bárbaros. En ella, un imperio decide defenderse de unos invasores que están por llegar. Nadie sabe exactamente a quiénes se refiere la autoridad, pero están ahí: son una amenaza; y por tanto hay que obrar en consecuencia. Una decisión de Estado dispone cordones de militares y policiales. Aislado, sometido a su una violencia espectral y que siempre está por atacar, aquel pueblo consigue su ruina, descubre es el enemigo. EL verdadero. Sin explicar en qué tiempo o dónde exactamente ocurre la acción, Esperando a los bárbaros construía una parábola: la de la locura del apartheid y el racismo, una ruina que Coetzee vivió en carne propia en Sudáfrica, lugar en el que nació y del que se marchó definitivamente. Las del Premio Nobel no son novelas artificiales, no se recrean en su propia belleza. No buscan ser hermosas, aun siéndolo. Nos sobrecogen porque son terribles, porque son universales, porque hablan a gritos con la calma de los escarmentados. A las novelas de Coetzee las empuja una idea fuerza que todo lo arrastra, que todo lo orquesta. En esta ocasión ha vuelto a ocurrir lo mismo. Pero no con una intención moral, sino filosófica.

La portada de Los días de Jesús en la escuela (Literatura Random House).

En la víspera de su cumpleaños número siete, en su última noche de niño, el pequeño David, confiesa a Simón que él conoce una forma de volver de aquella vida que ha olvidado. Es sencillo: atar una cuerda a un árbol y, una vez allí, en la otra vida, atar el otro extremo de la cuerda a otro leño y nadar de vuelta. Así, cuando quiera reconocer el camino, sólo tendrá que hacer como Teseo: seguir el hilo. La conversación, ramplona y simple, resulta devastadora. Simón, con su inagotable paciencia, dice al niño:

-Es un plan muy ingenioso, pero le veo un defecto. Mientras estás nadando de vuelta a esa vida, las olas se elevan y te llevan los recuerdos. Así, pues, cuando llegas a este lado no recuerdas nada de lo que viste en el otro. Es como si hubiesen dormido sin soñar.

-¿Por qué?

-Porque, como ya te he dicho, has estado sumergido en las aguas del olvido.

-Pero, ¿por qué? ¿por qué tengo que olvidar?

-Porque esa es la regla. No puedes volver de la otra vida a informar lo que has visto ahí.

Este diálogo ocurre apenas 20 páginas antes del final del libro. Cuando niño y lector han visto florecer las atrocidades y contradicciones jamás imaginadas para ese mundo de muertos y autómatas donde todo ocurre porque alguien así lo ordena. Si en la primera entrega, La infancia de Jesús, el conflicto entre el mundo privado del individuo y el mundo como elemento colectivo,  era impersonal y aplastante, en éste entran en juego las pasiones, los accidentes de la humanidad. Esas pulsiones que empujan a los hombres y mujeres a desear, a sentir placer: desde el niño que mata a un pato a pedradas –en Coetzee la violencia animal siempre importa, siempre dice algo más- hasta un hombre, Dimitri, que estrangula a una hermosa mujer, empujado por el deseo insatisfecho de no poseerla del todo.

No nos dará papilla, sino vinagre. Y hay un dato que lo confirma, que promete que habrá más y mejor Coetzee... ¿Quién es Jesús?

Para popes como la siempre candidata al Nobel Joyce Carol Oates y también para críticos como Patrick Flanery, de The Washington Post, esta serie de Coetzee evocaba el poder simbólico de Esperando a los bárbaros, sin embargo, aseguraban que la imprecisión y el poco orden narrativo desdibujaban todo rastro del verdadero Coetzee. Sin embargo, en la ferocidad de su crítica está la ceguera de quienes esperaban el gran tapiz en una sola entrega. A juzgar por este libro, es obvio que el asunto irá para largo. Coetzee no lo contará todo masticado. No nos dará papilla, sino vinagre. Y hay un dato que lo confirma, que promete que habrá más y mejor Coetzee. Los dos títulos de la saga evocan un nombre Jesús, una identidad que a nadie pertenece todavía. Ese personaje con nombre de mecías aun no nos ha sido revelado por ese narrador en tercera persona que todo lo sabe y que narra desde un lugar indeterminado. La infancia de jesús (2013) y Los días de Jesús en la escuela (2016)… ¿Quién es Jesús? ¿Cuándo aparecerá? ¿Dónde está? Algo nos empuja a saber quién es ese ser, al mismo tiempo que nos sujetamos a un hecho: el mundo que dibuja Coetzee se come a sus personajes, los desdibuja, como decía el crítico literario José María Guelbenzu. Y si Coetzee así lo procura no es por falta de técnica, es porque ese mundo inconexo se está creando ante nuestros ojos. Un antiguo testamento o una primera parte del Quijote. Algo que llama a las puertas de nuestro corazón con los nudillos rotos.

Coetzee es una catedral contemporánea. Una concesión que hacen los siglos con quienes lo habitan. Ocurrió con Cervantes, con Flaubert, con Montaigne...

Coetzee es una catedral contemporánea. Una concesión que hacen los siglos con quienes lo habitan. Ocurrió con Cervantes, con Flaubert, con Montaigne. Coetzee es el nuestro. Divorciado, padre de una hija, vegetariano abstemio, y alguien escarmentado por Sudáfrica, Coetzee ha atravesado una larga y dura travesía. Por eso el Nobel capaz de salpicarnos con la sangre de un pastor alemán que muere de un balazo que le descerrajan unos asaltantes que queman la cabeza de un individuo mientras violan a su hija o de mostrarnos a un hombre arrodillado, con el brazo lleno de mierda, ante un retrete atascado. Nadie sabe escribir lo horrible como él. Coetzee nos ha dado paladas de tierra fresca y agusanada; tierra que se hace cal al contacto con la piel lectora. Lo hizo en Desgracia (1999) con el profesor David Lurie, expulsado de la Universidad por forzar a una alumna a tener relaciones sexuales. En una Ciudad del Cabo castigada por el apartheid, Lurie dejará su entorno de clase media educada y se marchará a casa de su hija. Será un largo viaje de penitencia y extrañamiento, una travesía con postales en las que el lector verá a Lurie aplicando eutanasia a los animales que sufren o sorprendiéndose ante una mujer que decide vivir en un lugar hostil y amenazante, un sitio en el que la gente se detesta porque las separa algo más fuerte.

Con este libro ha hecho lo mismo. Y mientras viva, lo hará. Volverá Coetzee, para quitarnos la sed del olvido que nos mata, para darnos de beber sus potentes tragos de vinagre.

Este matemático y sin duda el mejor novelista contemporáneo vivo –junto con Roth, claro-, creció en el África del Apartheid. Esa larga sombra de segregación y violencia, de ultraje simbólico y real, se extiende sobre su obra como una tormenta. En sus historias, Coetzee opone al individuo ante un mundo hostil, uno que envilece y en el que el instinto mueve a quienes lo habitan. A veces, Coetzee concede a sus personajes el dolor de otros para llegar al suyo. Por eso sus libros incendian. Alérgico a los medios de comunicación, Coetzee poquísimas entrevistas y casi nunca entra al trapo. Con este libro ha hecho lo mismo. Y mientras viva, lo hará. Volverá Coetzee. Volverá, como este jueves 16 de marzo, para quitarnos la sed del olvido que nos mata, para darnos de beber sus potentes tragos de vinagre.

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