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Bienestar

La increíble historia de una empanada gigante que viajó en aeroplano

Ultraligero

Desde que empezó la pandemia del coronavirus, hemos tuneado esta sección de viajes, no hablando de destinos pero dándoles información útil sobre reclamaciones, seguros... Pero no todo va a ser información práctica: también hay que viajar, aunque sea con la mente. Y por supuesto, también hay que reírse... Y de viajar y de humor va el siguiente relato.

Si ustedes han visto alguna vez una película de Paco Martínez Soria, a buen seguro recordarán aquella en la que en su viaje en tren, el sabio Paco se trae viandas diversas del pueblo. Lógico, esto es algo que se ha venido haciendo en este país desde que el hombre es hombre: estudiantes que se van fuera de España y se llevan el Cola-Cao, el aceite de oliva y los chorizos. Tú, que cuando vas al norte, te bajas unos licores café o unos sobaos pasiegos; ese fuet que trajiste de Cataluña en tu último viaje a Barcelona o esas perrunillas del panadero de tu pueblo hurdano cuando vuelves de Extremadura…

¿Nos suena todo esto, verdad? Por supuesto: porque aunque el comercio online ha facilitado recibir en tu propia casa esa cecina de León, no hay como meterla en el maletero del coche o en tu bolso del tren. Lo que pasa, convendrán conmigo, en que hay cosas que por volumen son más difíciles de transportar que otras. Y aquí es cuando entra en juego la empanada gallega, protagonista de esta particular historia.

La empanada gigante que viajó en aeroplano

Todo ocurrió hace más o menos 15 años. El protagonista, Alfredo, vivía en Madrid y era aficionado al vuelo en aviones ultraligeros y propietario de uno de estos artefactos. El aparato era en realidad un ala delta con motor, asiento y un depósito de gasolina. Un modelo arcaico, muy al uso en aquella época.

Alfredo, su mujer y su niño solían pasar los veranos en La Guardia, en Pontevedra, y habían hecho amistad con un grupo de amigos de la localidad Tui, entre los que estaba Moisés, propietario de una panadería. Todos ellos eran grandes comedores (ya se sabe que Galicia es una tierra donde se come muy bien), y hacían casi todas las tardes asados al aire libre en las distintas casas.

Un buen día Alfredo, que dicho sea de paso, era un tipo grandullón que sobrepasaba fácilmente los cien kilos, aprovechó un puente de varios días para acercarse a Galicia y hacer una visita a sus amigos. Preparó el ultraligero y allá se fue, recorriendo los 650 km desde Madrid, volando sobre la carretera Nacional 1. No sabemos si repostó durante el viaje, parece ser que los motores de esos artilugios consumen muy poco.

Alfredo aterrizó en un aeródromo en Portugal, en el pueblo de Cerdal, a unos 15 km de Tui. Allá fueron a buscarlo sus amigos, y Alfredo pasó unos días de cuchipandas, que en la jerga local viene a ser “una reunión con mucha comida y bebida”.

Empanada

¿Cómo llevarse una empanada cuando viajas en un ultraligero?

Moisés, recordemos, el panadero, preparó para la vuelta a Madrid de Alfredo una enorme empanada. Y claro, todo es muy bonito y divertido hasta que te das cuenta de que esa maravillosa empanada (desconocemos si era de zamburiñas, chocos o de atún) no cabía en el ultraligero.

Pero evidentemente, a nadie que le guste el buen comer, y Alfredo era de esas personas, quiere renunciar a semejante regalo. Entre los amigos se abrió un debate sesudo sobre cómo llevarla a Madrid sin tener que acudir a una empresa de transportes y dejarse unos generosos portes en ello. La solución tenía que estar, necesariamente, en el aeroplano.

Y se encendió la bombilla, tampoco sabemos si tras unos cuantos vasos de licor café: los amigos se hicieron con un rollo de cinta americana y la colocaron debajo del asiento, sujeta por una maraña de precinto. Así, la empanada emprendió el vuelo instalada de forma poco ortodoxa debajo del asiento, proporcionando una imagen extraña del artefacto levantando vuelo con el extraño equipaje envuelto en papel y cartones, debajo del piloto corpulento.

Y por cierto, aterrizaron intactos en Madrid, piloto y empanada.

(Historia generosamente donada por el mejor contador de historias de La Guardia, Leopoldo Álvarez).

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