Los inicios de Mario Vargas Llosa fueron los canónicos para los clásicos del siglo XX: emigrar a París, pasar mucha hambre, hacerse una foto en la tumba de Gustave Flaubert y sudar sangre ante una máquina de escribir para forjar su estilo inconfundible. Desde entonces, nada ha sido realmente lo mismo, pero es que antes no había vocaciones literarias tan firmes. "Yo voy a ser un escritor. Yo no voy a ser periodista, no voy a ser abogado, no voy a ser profesor. Aunque tenga que dedicar mi tiempo, para ganarme la vida, a esas actividades. Pero yo voy a ser un escritor. Y qué va a querer decir en mi vida 'ser un escritor'. Va querer decir lo siguiente: que yo voy a dedicar lo mejor de mi tiempo y lo mejor de mi energía a escribir. Y voy a buscar trabajos alimenticios que no sustituyan, que no estorben, que no perturben, esa dedicación fundamental a lo que es mi vocación. Si eso significa que voy a vivir con enormes dificultades materiales, pues que signifique eso. Pero yo sé que voy a ser infinitamente más infeliz en la vida si renuncio por razones prácticas a la literatura", explicaba en sus inicios.
El maestro peruano triunfó a lo grande en todo el planeta, incluyendo el Premio Nobel en 2010, pero él ya sabía que algo estaba mutando en el mundo, un cambio que no era precisamente a mejor. Lo analizó con detalle décadas más tarde, el un ensayo de gran lucidez titulado La civilización del espectáculo (2013), donde escribía cosas como esta: “El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento, promovidas por la publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático y a la vez insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios, de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba ‘el espíritu de nuestro tiempo’, el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más", lamentaba sin excluirse.
Sometidos a ese marco cultural, la novela clásica cada vez tenía menos espacio, no solamente para la plebe sino también para las élites entre las que Vargas Llosa pasó gran parte de su vida. Seguramente la etapa final de la trayectoria de Vargas Llosa produjo la mejor metáfora para ilustrarlo: cuando abandonó a su esposa de toda la vida para iniciar un sonado romance con Isabel Preysler, la estrella de la pareja fue ella en vez de él, confirmando que la fama del papel couché era mucho más potente que la del Parnaso literario. En el día de su muerte, alguna frívola publicación digital todavía le describía como ex de la Preysler. “Hoy reina la primacía de las imágenes sobre las ideas. Por eso los medios audiovisuales, el cine, la televisión y ahora internet han ido dejando rezagados a los libros, los que, si las predicciones pesimistas de un George Steiner se confirman, pasarán dentro de no mucho tiempo a las catacumbas”, constataba.
Literatura contra pornografía
En otro párrafo inspirado, comparte la intuición de que la gran literatura ha desaparecido por los mismo motivos por los que el viejo erotismo fue estrangulado a manos de la pornografía. “El erotismo ha desaparecido, al mismo tiempo que la crítica y la alta cultura. ¿Por qué? Porque el erotismo, que convierte el acto sexual en obra de arte, en un ritual al que la literatura, las artes plásticas, la música y una refinada sensibilidad impregnan de imágenes de elevado virtuosismo estético, es incompatible, la negación misma de ese sexo fácil, expeditivo y promiscuo en el que paradójicamente ha desembocado la libertad conquistada por las nuevas generaciones”, subraya. Existen también, por supuesto, razones materiales para el fin de la era dorada de la novela. El declive de las clases medias occidentales, cada vez más endeudadas, no permite dedicar una habitación de la casa a la biblioteca ni diez horas semanales a la lectura. La red de librerías ha ido despareciendo y la obligación de leer a los clásicos se ha esfumado en las escuelas, imcluso en las más perestigiosas.
Vargas Llosa lamentaba que hoy el público esté cada vez más indefenso frente a las extorsiones y contrabandos de la publicidad
El autor de La ciudad y los perros (1963), así como su archienemigo García Márquez, representan también la época en la que la literatura podía llevarte desde la pobreza y el anonimato hasta la fama mundial y a firmar tribunas en los principales periódicos del planeta, con la superagente Carmen Balcells ejerciendo de astuta negociante tras los focos. Hoy escribir novelas ha dejado de ser un ascensor social, ya que quienes los practican suelen ser firmas de clase media y alta. Los beneficios ya no están en las novelas sino en los cheques por derechos audiovisuales que pueden ofrecer Netflix, Amazon y lo que queda el viejo Hollywood. Tanto en el caso de García Márquez como en el de Vargas Llosa, sería complicado que sus obras fueran eclipsadas por una versión audiovisual, como ha demostrado la fría recepción de la versión para pantallas de Cien años de soledad (1967).
El veredicto de Vargas Llosa era tirando a desolador: “El vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad, convirtiéndose esta en nuestros días no sólo en parte constitutiva de la vida cultural sino en su vector determinante. La publicidad ejerce una influencia decisiva en los gustos, la sensibilidad, la imaginación y las costumbres y de este modo la función que antes tenían, en este campo, los sistemas filosóficos, las creencias religiosas, las ideologías y doctrinas y aquellos mentores que en Francia se conocía como los mandarines de una época, hoy la cumplen los anónimos ‘creativos’ de las agencias publicitarias. Era en cierta forma obligatorio que así ocurriera a partir del momento en que la obra literaria y artística pasó a ser considerada un producto comercial que jugaba su supervivencia o su extinción nada más y nada menos que en los vaivenes del mercado. Cuando una cultura ha relegado al desván de las cosas pasadas de moda el ejercicio de pensar y sustituido las ideas por las imágenes, los productos literarios y artísticos pasan a ser promovidos, y aceptados o rechazados, por las técnicas publicitarias y los reflejos condicionados en un público que carece de defensas intelectuales y sensibles para detectar los contrabandos y las extorsiones de que es víctima”, lamentaba.