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Cultura

Memorias

Las últimas fiestas del negocio del disco (contadas por un precario)

Bruno Galindo publica ‘Toma de tierra’, donde confiesa crisis vitales y profesionales

En muchos sentidos, Bruno Galindo (Buenos Aires, 1968) era la persona perfecta para escribir este libro. Primero, porque ha experimentado la industria discográfica desde diversos ángulos: promocionero, ejecutivo, periodista musical y artista, esto último casi siempre en proyectos ‘underground’, que sufren más que ninguno las miserias del negocio. Además, su trayectoria viene marcada la curiosidad, no en su variante de coleccionista sino en la de viajero que se patea el globo en busca de escenas musicales excitantes. Nuestro protagonista (viene spoiler) termina completamente carbonizado, como tantos profesionales de la industria discográfica, hoy una sombra del gigante que fue. La buena noticia es que Galindo sabe escribir con estilo sobre el derrumbe, como queda claro en cada página de Toma de tierra (Libros del K.O., 2021).

El florecimiento de la industria cultural global, en los años cincuenta y sesenta, pilló a España en dictadura y con el pie cambiado. Galindo entra en al mundillo discográfico muy joven, en los años ochenta, y se desespera por la falta de sofisticación. En gran parte su ansiedad es correcta, ya que encuentra con disqueras donde casi nadie habla inglés y con departamentos de mercadotecnia que venden a los pioneros del hip-hop Beastie Boys como hijos de los Beach Boys y a departamentos de marketing que llaman Nostradamus a los superventas Madredeus. También tiene que aguantar a jefes infernales, que menosprecian a los artistas emergentes y regañan a la plantilla por gastar demasiado papel higiénico. Todo esto en un ambiente de abundancia: el negocio de los álbumes, y su posterior paso a cedés, es una máquina de hacer billetes y los beneficios crecen en cada ejercicio. Con el cambio de milenio, el sector era una fiesta, donde pocos se preocupaban por algo más que ganar dinero.

No hay muchas crónicas de sexo, droga y rock'n'roll: los excesos se intuyen más de lo que se detallan. Galindo viaja por todo el mundo con gastos pagados con solo convencer a un directivo discográfico o a un jefe de redacción. En México, ofrece un espectáculo de spoken word junto a Nacho Vegas y abandona triunfalmente la sala, "con una botella de tequila Cazadores y dos fajos de billetes del tamaño de papel higiénico, uno en cada bolsillo (...) Me piden fotos y autógrafos, me invitan y me hacen regalos, me dejo envolver por toda esa adoración sin hacer preguntas", recuerda. También confiesa que en España las galas de las televisones autonómicas solían terminar en fiestones memorables, donde mandaban la promiscuidad y el surrealismo, por ejemplo encontrarse bailando en la pista d euna discoteca de provinicas rodeado por los legendarios Boney M. El sexo entre artistas y personal de promoción era frecuente, una situación mucho más complicada en nuestros días, ya que la cosa podría terminar en Me Too, Instagram o Sálvame.

Nuestro protagonista asciende como la espuma y se toma los despidos sin dramas, ya que siempre hay nuevas ofertas esperando a la vuelta de la esquina. Además, Galindo tiene un don para hacerse amigo de las estrellas. No le cuesta intimar con Manu Chao, ni con Enrique Bunbury, ni con Andrés Calamaro, superventas internacionales conocidos por su carácter espinoso. Ellos ven a Bruno como uno de los suyos, aunque la situación social de un creador precario sea muy distinta de la de un superventas. Bunbury le acompaña en un homenaje a Leopoldo María Panero, Chao le confiesa su plan de inspirarse en la música de las clases más humildes (“todos somos estrellas”) y comparte limusina con Calamaro mientras los fans rugen pegados a la ventana y Andrés se dedica a ligotear con el móvil, cantando a distintas chicas estrofas de Sabina (“De sobra sabes que eres la primera/que no miento si juro que daría / por ti la vida entera”). A veces, descuelga un novio y El Salmón pasa a la siguiente de la agenda.

Disonancias anglófilas

Uno de los mayores méritos del texto es la honestidad del autor, por ejemplo cuando escribe sobre Luis Miguel, un artista comparable a Frank Sinatra. “La mezcla de prejuicios e ignorancia hace que a Luis Miguel algunos le veamos como a un ‘sudaca’ -aún no ha llegado el upgrade a 'lo latino'- y por extensión, un horterilla. Incluso yo, que soy también ‘sudaca’, ¿cómo me atrevo? En la discográfica algunos nos reímos de él sin considerar del todo el estatus de superestrella de ese muchacho”, recuerda. En realidad, estamos ante un prejuicio anglófilo que todavía no hemos resuelto, ya que solo hemos empezado a tomarle en serio cuando la empresa estadounidense Netflix le ha dedicado una serie, tal y como hemos explicado en anteriores artículos de Vozpópuli.

Hay bandas que montan toda su carrera acreedor de un par de años de un artista, digamos el Bowie del 73 al 75", advertía Bono de U2 en 1997

No es un prejuicio aislado, Galindo lo confirma durante todo el libro, por ejemplo cuando afirma -sin sentir la necesidad de demostrarlo- que “Los Planetas son legendarios, Estopa no”. La realidad es justo la contraria: los segundos son clásicos de nuestra música popular, renovadores de un género tan central como la rumba, mientras los primeros son simples imitadores de las modas anglosajonas, seguidos por un reducido-pero-influyente grupo de hípsters con tribuna mediática (Rockdelux, Primavera Sound y la División Brunete ‘indie’ de Radio 3). Hasta que no comprendamos esto, seguiremos vendidos al imperio cultural gringo, hoy más decadente que nunca.

Galindo tiene criterio de sobra como para denunciar que no se reconozca a gigantes musicales como Roberto Carlos, pero con quienes tiembla de emoción es con Iggy Pop, Nick Cave, David Byrne, Elvis Costello y Michael Stipe de REM (de quien se confiesa tan devoto que le “limpiaría el sudor”, una fantasía arquetípica de las beliebers). Este es un sesgo trágico de una generación de periodistas -la mía-, que siempre ha valorado más cualquier cosa que se hiciera Londres y Nueva York que el mayor talento surgido en el ámbito hispanohablante, desde Rocío Jurado a Juan Gabriel, pasando por el citado Luis Miguel. El mérito del libro es exponer crudamente este barranco cultural.

Retromanía contra genios de los guetos

En otro pasaje espectacular, Bono de U2 le explica la retromanía, el fenómeno que marca el declive de la música popular anglosajona: “La gente ya sabe demasiado del rock. Nos gustan las canciones no porque sean buenas, sino porque nos recuerdan a otras que lo eran. Nunca ha sido tan fácil como ahora diseñar un grupo. Todo es nostalgia: karaoke de los Rolling Stones, de los Kinks…Incluso hay bandas que montan toda su carrera alrededor de un par de años de un artista, digamos el Bowie del 73 al 75”, explica en 1997. En la última frase, probablemente, estaba hablando de Suede, pero los ejemplos son infinitos, desde Oasis a The Strokes. Bono también le anuncia el fin de los buenos tiempos: “La industria va a perder, Bruno”, pronostica, con más razón que un santo. Luego vendrían Napster, el 11-S, las hipotecas subprime y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en España.

Galindo es periodista musical que más puede presumir de haber estado en el sitio correcto en el momento justo. Los ejemplos abundan en el libro. Viaja a Jamaica, donde consigue colarse en el gueto para presenciar una batalla musical entre las estrellas Capleton y Bounty Killer. Solo esto ya es mucho, pero aparte de comprobar el voltaje de ambos, asiste a exhibiciones pioneras de perreo, la fiebre que arrasará años después vía reguetón puertorriqueño. También es testigo de una fiesta de las favelas brasileñas, antes de que esos ritmos volviesen locos a los pijos occidentales, vía Diplo, MIA, Major Lazer y sus imitadores. Material de primera contado in situ.

En las crónicas de viaje el autor despliega la curiosidad y entusiasmo del mejor periodismo musical.

En sus viajes a Brasil, comprueba como los carnavales son una mezcla explosiva, donde el hedonismo se mezcla con el crimen, anunciando un futuro social inquietante (como de novela de J.G Ballard, otro de los referentes culturales del autor). A finales de los noventa, la temporada de carnaval podía cerrase con 217 asesinados en todo el país, una factura humana disparatada. Lo mejor del libro son las crónicas de viaje, donde el autor despliega toda la curiosidad y entusiasmo que caracterizan el mejor periodismo musical. Lo que no parece atraerle -como a la inmensa mayoría de periodistas musicales españoles- son las escenas musicales populares de España, cien por cien efervescentes desde el bakalao a la tecnorumba, pasando por el flamenquito o la fiebre del techno en los polígonos de provincia. Esta alergía a nuestros ritmos plebeyos es una de las grandes carencias de el oficio en España, que explica la desconexión con grandes capas de musiqueros, potenciales lectores perdidos.

El viaje de Galindo termina de manera angustiosa (o catártica). La llamada inesperada vía Facebook de una mujer tibetana, a la que entrevistó veinticinco años antes, le hace más consciente de su desamparo material y emocional. Se derrumba escuchando una historia que ella le recita en directo, a través del ordenador. La industria discográfica ofrece mucha excitación estética pero muy pocos vínculos humanos sólidos. La situación recuerda al mejor capítulo de Yoga para los que pasan yoga (2003), donde el periodista supercool Geoff Dyer se pone a llorar sobre su desayuno porque se siente incapaz de disfrutar de una situación ideal: cubrir el festival techno Movement de Detroit, con hotelazo, gastos pagados y buena remuneración. La industria cultural está llena de espejismos y cuando tienes más de cuarenta las resacas pueden ser terribles. Al final lo único que queda es contarlas bien, como ocurre en este libro.

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