Cultura

'The brutalist': monumental epopeya del emigrante y del sueño americano

Llega a los cines el 24 de enero tras su estreno en el Festival de Venecia, donde compitió por el León de Oro que finalmente ganó Pedro Almodóvar

  • 'The Brutalist'.

Uno puede prepararse para ir a ver The brutalist como quien se viste para asistir a la ópera. La función exige tener en cuenta que aquello que se va a ver es colosal, grandioso y exquisito, como el montaje más caro y magno que sube a escena en cualquiera de los grandes teatros del mundo. Así, tras una primera hora y media, un descanso de 15 minutos y dos horas más de metraje, el espectador terminará boquiabierto, extasiado, agradecido y con la sensación de haber visto una obra monumental y sobrecogedora. 

Durante la pasada edición del Festival de Venecia, donde The brutalist compitió por el León de Oro que finalmente ganó Pedro Almodóvar por La habitación de al lado, la prensa especializada se deshizo en elogios ante el gran proyecto de Brady Corbet, una película de 215 minutos rodada en 70 mm en formato VistaVision (que no se usa desde los años 60) y que, según contó entonces, ha sido el gran proyecto de su vida, que ha estado preparando durante más de siete años.

La historia que llega el próximo viernes 24 de enero a los cines es, en esencia, la de un refugiado europeo que huye de su país natal, Hungría, para escapar de los nazis y sobrevivir al Holocausto. Al llegar a Estados Unidos, trata de reconstruir su vida y medrar en la tierra de las oportunidades y, al tiempo que espera la llegada de su esposa, saborea poco a poco el éxito. Si bien esta película no ganó incomprensiblemente el máximo galardón, sí fue premiada con el León de Plata a la mejor dirección.

Adrien Brody se mete en la piel del judeohúngaro László Tóth, un arquitecto visionario, formado en la Bauhaus, que pronto deja boquiabierto al magnate Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), admirador de la buena arquitectura e interesado también en causar buena impresión en sociedad. En Pensilvania, donde vive este hombre de negocios, el arquitecto encuentra un lugar en el que establecerse y retomar su profesión mientras aguarda la llegada de su esposa, Erzsébet (Felicity Jones), una periodista de quien está perdidamente enamorado y a quien no ha olvidado en ningún momento. 

Dignidad humana

Con estos mimbres, Corbet, que solo había dirigido dos películas hasta el momento (La infancia de un líder, estrenada en 2015y Vox Lux: El precio de la fama, en 2018), tras una larga carrera como actor en películas como la adaptación estadounidense de Funny Games, compone en esta ocasión una historia dramática, contundente, sin amagos melodramáticos y con un trasfondo en el que se descubren los miedos y las debilidades humanas en un artefacto de varias capas perfectamente diseñadas que el espectador irá retirando una a una a medida que avanza la acción.

Las miserias que acompañan la emigración y los espejismos que seducen a quien busca cumplir el sueño americano se funden en una tragedia colosal en la que la persecución nazi casi aparece como una anécdota -al menos en parte del metraje, no tanto en su episodio final- en una narración que, ante todo, busca evocar la dignidad humana. Y así lo consigue, en un desarrollo estudiado al milímetro en el que nada falta y nada sobra, ni un minuto de metraje que con tanto cuidado y detalle ha ideado su director. 

Tóth (cuya vida es una auténtica ficción en esta película) es un arquitecto famoso en su país natal, responsable de algunas de las obras públicas de Budapest más importantes previas a la invasión nazi, que ha de lidiar con las excentricidades y los caprichos de un empresario excéntrico, al tiempo que se enfrenta al choque cultural entre Europa y Estados Unidos, donde todo se mide en billetes, o vive la intolerancia religiosa y esa sensación perenne que tiene en ocasiones el inmigrante de ser siempre el invitado a quien, antes o después, nadie quiere en casa. En un cruce brillante y como metáfora apabullante, este protagonista no se deja pisar y se mantiene firme al no ceder ni un ápice ante cualquier gesto que atente contra sus creaciones artísticas, lo que lleva casi hasta sus últimas consecuencias. 

Corbet es ambicioso en su propuesta, tanto en la duración como en los grandes temas que aborda, o la minuciosidad y el simbolismo con el que se aferra a la arquitectura como marco referencial y metafórico de lo que sucede en la pantalla, pero es que la experiencia que propone está a la altura de sus deseos y sus aspiraciones, y su compromiso con el cine en mayúsculas dejará satisfecho al espectador más exigente.

Si hay una película que hay que vivir en la sala de cine es esta, y no solo porque el formato en el que ha sido rodada es en sí mismo un espectáculo, tan importante para mostrar los detalles, la profundidad de campo, la nitidez y el retrato de cada gesto, lo que se suma al resto de elementos narrativos de la película, sino porque todo, incluso la música, busca y consigue ser colosal y grandioso. Todo crece y solo queda aplaudir desde la butaca, gritar bravo y pedir un bis. Corbet se convierte en artesano y orfebre de un buen cine que tanto se echaba de menos, en una industria tan herida de efectos especiales o tan desprovista de humanidad, de gestos y de corazón. La grandeza aquí está en la búsqueda de la mejor película que, para suerte de todos, Corbet ha conseguido filmar. 

 

 

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