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Cultura

DEMOCRACIA TABERNARIA

Sobre Richard Dawkins: por qué se necesita formación filosófica para enfrentarse a Dios

El autor británico demuestra la inexistencia de Dios de un modo muy peculiar, que consiste en no demostrarla en absoluto

Dawkins, el ethos ateo y la valla de Chesterton
El biólogo Richard Dawkins luciendo una camiseta atea

Comprendo la fama del biólogo Richard Dawkins. Sí, de veras. Defiende ideas maximalistas ―la inexistencia de Dios, la consecuente falsedad de todas las religiones― con una rotundidad que atrae, cautiva, incluso fascina. Quizá el lector más sagaz tenga la sensación de que su firmeza es inversamente proporcional a su conocimiento del asunto, la sensación de que, ante la gravedad de sus afirmaciones, cabría exigirle algo más de rigor, pero lo que hoy persuade no son ni el rigor ni el conocimiento, sino la contundencia. No importa tanto lo que uno diga como el modo en que lo diga, su actitud. Si uno esgrime argumentos coherentes para defender una tesis cualquiera, pero lo hace entre balbuceos y pausas dubitativas, lo más probable es que no termine de convencer a nadie. Si, en cambio, sus argumentos son endebles, pero demuestra seguridad en sí mismo, expresándose con rotundidad y con algo así que podríamos llamar desparpajo o soltura, lo más probable es que logre adhesiones por doquier.

Es esto último lo que le ocurre Dawkins, que cree ciegamente en sí mismo, pontifica y, además, escribe con gracia. Uno de sus últimos libros, Ateísmo para principiantes (Espasa, 2022), está audazmente subtitulado: Por qué no necesitamos a Dios en nuestra vida. Ardo en deseos de comentar la ironía de que alguien que lleva toda su vida negando a Dios, alguien que le debe toda su riqueza, fama, reputación a Dios, ose decir después que no lo necesitamos para nada, pero no soy como Dawkins y prefiero razonar sin servirme de falacias ad hominem. En la primera parte del libro, nuestro biólogo evolutivo se consagra a la tarea de desacreditar las religiones. Así, ¿en general? Bueno, no exactamente. Sería más preciso escribir que se consagra a la tarea de desacreditar una religión concreta, el cristianismo.

Aunque no podría detenerme en los argumentos de Dawkins sin abusar de la paciencia de ese lector a quien el personaje le importa lo justo o sin destriparle el libro a ese otro que está, ay, dispuesto a leerlo, sí pienso que merece la pena mencionarlos, siquiera fugazmente. Dawkins arguye que el cristianismo es una de entre muchísimas religiones, a lo que nosotros deberíamos responder que eso no prueba que el cristianismo sea falso, sino tan sólo que hay muchísimas religiones; arguye que los mitos de la Biblia no cuentan verdades históricas, a lo que nosotros deberíamos responder que ningún mito pretende contar verdades históricas; arguye que los milagros atribuidos a Jesús de Nazaret son fantasías, a lo que nosotros deberíamos responder que nada tan fantástico como esa idea incondicionalmente defendida por él y sus colegas de que el hombre proviene del mono; arguye que hay sectas en Estados Unidos que creen a pies juntillas, literalmente, palabra por palabra, lo que reza la Biblia, a lo que nosotros deberíamos responder que es intelectualmente deshonesto condenar un fenómeno humano por sus degeneraciones (¡imaginen que de la existencia de científicos tan, digamos, osados como Dawkins nosotros dedujéramos la invalidez de la ciencia…!).

Las trampas de Dawkins

También niega la condición divina de Jesús de Nazaret, quien no habría sido más que un hombre adelantado a su tiempo, uno con agudas intuiciones morales: "Su sabiduría, aunque era impresionante en muchos aspectos, era la sabiduría de un buen hombre de su tiempo, no la de un dios" Aunque sólo sea por su popularidad, merece la pena detenerse en esta tesis. Cuántas veces habremos oído que Jesús de Nazaret fue un guía moral, el primer comunista, algo así como un ancestro lejano de Mandela y Gandhi. Cuántas veces lo habremos oído y, sin embargo, ¡qué despropósito! Tal y como advierte C.S. Lewis en Mero cristianismo, no cabe la opción de que Jesús no fuese Dios y sí un filántropo:

"Intento con esto impedir que alguien diga la estupidez que algunos dicen acerca de Él: 'Estoy dispuesto a aceptar a Jesús como un gran maestro moral, pero no acepto su afirmación de que era Dios'. Un hombre que fue meramente un hombre y que dijo las cosas que Jesús dijo no sería un gran maestro moral. Sería un lunático ―en el mismo nivel del hombre que dice ser un huevo escalfado― o, si no, sería el mismísimo demonio. Tenéis que escoger. O ese hombre era, y es, el Hijo de Dios, o era un loco o algo mucho peor. Podéis hacerle callar por necio, podéis escupirle y matarle como si fuese un demonio, o podéis caer a sus pies y llamarle Dios y Señor. Pero no salgamos ahora con insensateces paternalistas acerca de que fue un gran maestro moral. Él no nos dejó abierta esa posibilidad. No quiso hacerlo".

Si Jesús conminaba a sus discípulos a dejarlo todo y a seguirlo siendo él sólo un hombre, ¿cómo considerarlo un maestro moral y no un farsante? Si Jesús se declaraba Dios sin serlo, ¿cómo considerarlo un profeta y no el padre de la mentira?

La selección natural

En la segunda parte de Ateísmo para principiantes Dawkins procura demostrarles a los lectores la inexistencia de Dios. Lo hace de un modo peculiar que consiste en no demostrar la inexistencia de Dios en absoluto. Nos dice que la idea de una causa incausada, de una inteligencia creadora, es absurda, pero no tiene la gentileza de explicarnos por qué. Nada, ni una palabra. También parlotea sobre Darwin y la selección natural, obviando el nimio, insignificante detalle de que Darwin jamás concibió su teoría de la selección natural como una prueba de la inexistencia de Dios. Lean, si no me creen, este extracto de una carta que le escribió a Mr. J. Fordyce:

"En mis fluctuaciones más extremas, jamás he sido ateo en el sentido de negar la existencia de Dios. Creo que en términos generales (y cada vez más, a medida que me voy haciendo más viejo), aunque no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi actitud espiritual (…) La imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origine por azar me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios".

Alguien podría, qué sé yo, demostrar la falsedad de todas las creencias religiosas sin poder deducir de eso la inexistencia de Dios

Lo más parecido a un argumento contra la existencia de Dios que el lector puede encontrar entre las páginas de Ateísmo para principiantes está sintetizado en la siguiente frase: "La tendencia que conduce a una creencia religiosa tiene una explicación evolutiva". Suponemos, sin embargo, que Dawkins es lo bastante inteligente como para saber que esto no desmiente la existencia de Dios. Que la creencia religiosa tenga una explicación evolutiva ―afirmación tan vaga y brumosa que difícilmente puede refutarse― no dice nada sobre la existencia de Dios; tan sólo sobre el origen de la creencia religiosa. Aunque Dawkins, acaso condicionado por su precaria formación filosófica, acaso cegado por su ideología, los confunda, lo cierto es que las religiones y Dios son dos objetos de estudio vinculados pero distintos: alguien podría, qué sé yo, demostrar la falsedad de todas las creencias religiosas sin poder deducir de eso la inexistencia de Dios.

Pero, entonces, ¿Dios es necesario? Para concluir esta reseña en Vozpópuli, invertiré el subtítulo de Dawkins y explicaré por qué sí necesitamos a Dios en nuestra vida. Podría recurrir a las vías tomistas y señalar, con el Aquinate, la imposibilidad de una sucesión infinita de seres contingentes, de seres que existen pero podrían no existir, de seres que no son por sí mismos, sino causados por otros. Sin embargo, y aun siendo tentadora esta opción, me decantaré por otro argumento que también han explorado los teólogos y que está ligado con el deseo.

Es un axioma filosófico que el hombre desea una plenitud que la realidad, traviesa, le niega. Anhelamos una felicidad plena, imperecedera, pero el mundo sólo nos ofrece una parcial, caduca, como condenada a la descomposición. A un prodigio ―un atardecer invernal, un pájaro suspendido en el cielo, un beso― que nos desvela de improviso el sentido de nuestra vida le sigue una calamidad ―un despido, una ruptura, la muerte― que, de pronto, con idéntica facilidad, lo oculta. Ese instante en el que la existencia desprende un aroma embriagador es sólo eso, un instante, efímero como la bocanada de humo que ahora, mientras escribo, serpentea en el aire viciado de Madrid.

Si Dawkins tuviera razón y Dios, ese ser perfecto que puede colmar nuestras ansias de plenitud, no existiera, habríamos de aceptar una idea tan trágica como desesperanzadora: que estamos mal hechos, desgarrados por un deseo que, ay, nunca terminará de saciarse…

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