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Cultura

Lo sagrado es lo que no cabe en la aplicación del Ministerio de Igualdad

El ministerio mira los hogares como lo haría una start up: individuos con necesidades insatisfechas a los que se les ofrece una tecnología donde se encuentran la oferta y la demanda

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Una mujer usa un teléfono móvil. Pexels

Mi mujer y yo recordamos a menudo aquella ocasión en que tuvimos que cambiar de ropa a nuestro hijo de seis meses en la mesa de una terraza y en presencia de un conocido que nos miraba con aprensión: la naturaleza se abrió paso sin que pañal, body y vestimenta pudieran detenerla. El niño estaba, literalmente, hasta el cuello. Todos los padres han pasado por el trance y saben que agradable no es, pero sospecho que la mayoría lo evocan como nosotros: con risas y ternura. Con amor.

Me pregunto cómo valorará esta tarea la nueva aplicación del ministerio de Igualdad para la fiscalización de las labores domésticas. Si Antonio ha ido a la compra (45 minutos) y Carmen ha cambiado tres pañales (10 minutos), ¿queda ella en posición deudora? Pero si Carmen se ha levantado a las 4 de la mañana para dar el pecho (20 minutos), ¿no se le debería aplicar un plus de nocturnidad? Quizás la aplicación debería ir acompañada de una instancia de arbitraje.

Porque unas reglas claras son exigibles a toda solución de mercado, y ésta lo es, aunque provenga de la iniciativa estatal. El ministerio mira los hogares como lo haría una start up: individuos con necesidades insatisfechas a los que se les ofrece una tecnología donde se encuentran la oferta y la demanda: un marketplace de horas trabajadas en el hogar. Para justificar la inversión, mencionan la diferencia en el esfuerzo doméstico entre mujeres y hombres, medido en horas dedicadas según un estudio de la OCDE.

En lugar de contar horas, hay otra forma de aproximarse al problema: preguntar a las familias cómo se dividen las distintas labores: más el hombre, más la mujer o aproximadamente igual. Esto es lo que hizo el Ayuntamiento de Madrid en su Diagnóstico Social de 2022. Una muestra de 8.000 hogares confirmó lo que cabía esperar: las mujeres hacen más que los hombres, pero bastante menos de lo que dice el ministerio y no en todas las tareas: los arreglos y gestiones son masculinos; la limpieza, la compra y el cuidado de los hijos son femeninos. Además, las diferencias se dan, sobre todo, en los hogares de mayor edad, mientras que los más jóvenes informan de un reparto casi igualitario.

El verdadero sentido se encuentra en lo sagrado, que siempre ha sido aquello que está a salvo de medidas, tabulaciones y comercio, es decir protegido del estado y del mercado

Se podría argumentar que es más objetivo cronometrar los esfuerzos que pedir a las familias una declaración sin cuantificar. Yo afirmo que lo relevante es, precisamente, lo declarado. Porque cuando en un hogar aseguran que se dividen las tareas por igual no nos están diciendo que lleven la cuenta, sino que no la llevan. Nos están diciendo que no tienen ninguna necesidad insatisfecha que precise de una solución de mercado. Nos están diciendo que están bien, muchas gracias, buenas noches.

Un mundo en el que el sexo masculino se incorpora a lo doméstico es un mundo mejor. Para las mujeres, sí, pero también para los hombres, y en especial para los padres que encontramos en la crianza de nuestros hijos más sentido que en cualquier dudoso logro público o profesional. Es éste un privilegio del que no disfrutaron en la misma medida nuestros abuelos y padres. Si estamos de acuerdo en esto, lo estaremos también en que es absurdo contemplar a las familias como entornos competitivos y a los hogares como mercados en busca de equilibrios. El verdadero sentido se encuentra en lo sagrado, que siempre ha sido aquello que está a salvo de medidas, tabulaciones y comercio, es decir protegido del estado y del mercado.

La cultura dominante hace muy difícil que hoy se pueda hablar de lo sagrado. Quizás la única manera sea compartir vivencias como la de mi familia en aquella terraza, como las de tantas familias en tantas terrazas. Porque ahí está la vida verdadera, la que no cabe en ninguna aplicación. Seguiremos discutiendo cada vez que nos abrumen las obligaciones y sintamos que todas recaen sobre cada uno de nosotros. ¿Somos imperfectos? Claro, pero no tanto como para ajustarnos las cuentas de lo que debe ser, literalmente, inconmensurable.

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