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Cultura

La princesa Leia y su urna de Prozac

Polvo eres y en él te convertirás. La frase, estropeada por el exceso de uso, recrudece con todo su peso cuando aparecen imágenes como ésta. Si bien en verano vimos cómo las cenizas de Truman Capote alcanzaron los 40.000 dólares en una subasta, la instantánea difundida este sábado de los restos de la actriz Carrie Fisher dentro de una pequeña urna en forma de Prozac –la cápsula con la que se comercializa el antidepresivo- alborota por igual lo trágico y lo irónico. Ni siquiera lo macabro, sino la paradoja que ese comprimido encierra junto con las cenizas de Fisher. Hay cierta y socarrona poesía en ese gesto –sí, la grajea del punto y final-, y sin embargo algo oscuro y triste se esparce a su alrededor. El último baile de un siglo anímicamente descompuesto del que tanto Fisher como su madre son herederas. Y nosotros también. Porque, aunque hayamos sofisticado la farmacopea, el asunto es el mismo: algo nos enferma y abate.

Hay cierta y socarrona poesía en ese gesto –sí, la grajea del punto y final-, y sin embargo algo oscuro y triste se esparce a su alrededor

A su salida del cementerio Hollywood Hills, en Los Ángeles, Todd Fisher, el hermano de la mujer que interpretó a la fuerte e independiente Princesa Leia en la saga de Star Wars,  aseguró que ese pequeño recipiente era una de "las posesiones favoritas" de la actriz. Carrie, muy dada a la ironía- aseguró Todd-, acostumbraba a echar mano del humor negro para referirse a la lucha que sostuvo frente a su adicción a las drogas y el alcohol, así como a los medicamento  que comenzó a tomar tras ser diagnosticada de trastorno bipolar a comienzos de 1990. El Prozac fue el gran invento que sostuvo el sueño americano. Acunó a varias generaciones: madres e hijas; padres e hijos. A aquellos que marcharon a la guerra y a quienes tuvieron que recomponerse al recibir la versión desmejorada de sus familiares que la guerra devolvió a casa.

Basado en el principio de la Fluoxetina, el Prozac fue uno de los medicamentos más prescritos a las mujeres estadounidenses tras la guerra de Vietnam

Basado en el principio de la Fluoxetina, el Prozac fue uno de los medicamentos más prescritos a las mujeres estadounidenses tras la guerra de Vietnam –permanecieron solas, sosteniendo sus hogares durante meses y a la vuelta se toparon, si no con un telegrama de defunción, probablemente sí con una versión machacada de sus padres, hermanos o hijos-. El Prozac compitió, codo a codo, con el Valium, un tranquilizante que hizo las veces de potente predecesor. No en vano Liz Taylor aseguró que su dieta consistía en una mezcla estricta de Valium y Jack Daniels y en 1966 los Rolling Stones dedicaron a la gragea la canción Mother's Little Helper (La pequeña ayuda de mamá), grabada en 1966. El efecto fue tal, que el sencillo se trepó a la lista de Billboards de las diez más escuchadas de ese año.

El Prozac desbancó el reinado del Valium, la droga legal que produjo una de las revoluciones culturales más profundas de la contemporaneidad: la que vendió felicidad a cambio de tecnología

 Veinte años después de finalizar la carnicería más grande del siglo XX, la Segunda Guerra Mundial, una generación entera se enganchó al Valium. En la década de los setenta, el Prozac desbancó el reinado de la droga legal que produjo una de las revoluciones culturales más profundas de la contemporaneidad: la que vendió felicidad a cambio de tecnología.  Aunque, todo sea dicho, el asunto venía de lejos. Sylvia Plath sufría de trastorno bipolar. Durante años consumió Fenelzina, el mismo antidepresivo que usó David Foster Wallace. Plath se mató metiendo la cabeza en el horno y Foster Wallace colgándose de una viga. Virginia Woolf, con trastorno maniacodepresivo, llenó sus bolsillos de piedras y se lanzó al río Ouse.  Tras las pastillas y los electrochoques, Ernest Hemingway no tuvo más fuerzas para sostener el espectáculo de su ruda masculinidad y se mató de un disparo. "Vendrá la muerte y tendrá tus ojos", escribiría Cesare Pavese. A él la muerte no le llegó, la buscó un 26 de agosto. La consiguió en dieciséis envases de somníferos. Y ya ni hablar de Marilyn y su Nembutal o de Alejandra Pizarnik.

Si el mal del siglo XIX, la melancolía, se impuso en escritores, artistas y poetas como manto con el que se mal diagnosticaba la bipolaridad, el siguiente, el XX, echó mano del botiquín. La felicidad en botes. Largo rosario de pastillas para adormecer una insatisfacción que se ensaña, muy democrática ella, con quienes empujan, como pueden, los tiempos modernos. No en vano el Prozac es el antidepresivo más usado en la historia. 54 millones de personas lo consumen en todo el mundo y desde 2005 el fármaco más usado en los Estados Unidos.

Que la mujer que encarnó a Leia, una princesa capaz de salvarse a sí misma, haya decidido hacerse enterrar en un envase en forma de antidepresivo encierra algo amargo… trágico, paradójico

La relación entre fármacos y cualquier forma creativa –la literatura, el cine, el teatro, la música- es tan antigua como la propia reflexión sobre el suicidio, en el que Sócrates nos lleva una ventaja de más de dos mil años. El fastidio universal, ese spleen que atormentaba a los malditos, ha mutado en expresiones más sofisticadas. Del opio y el hachís de los fumaderos bohemios al Tranxilium y la Velafaxina, también el  Spiron, Zyprexa o Quetiapina, los últimos tres potentes antisicóticos…

Que la mujer que encarnó para -al menos- dos generaciones la versión más futurista de la fortaleza, la autosuficiencia y la determinación –Leia, una princesa capaz de salvarse a sí misma- haya decidido hacerse enterrar en un envase en forma de antidepresivo encierra, insisto, algo amargo… trágico, paradójico. Un no sé qué, algo que usted, lector, ni yo, somos todavía capaces de desentrañar, pero que hace que el café matutino sepa algo más ferroso que de costumbre. Acaso porque esa certeza de que polvo somos y en él nos convertiremos, golpea con fuerza, tanto como lo haría un tubo de metal en un corazón desdentado. Sí… Que la princesa Leia haya decidido volver  a la tierra encerrada en la cápsula de un antidepresivo, hace germinar en quien lee, la rara semilla del desaliento.

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