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Cultura

La pasión china del siglo XVIII

'Audiencia del Emperador de China', tapicería francesa de Aubusson sobre cartón de François Boucher, época Luís XV.

“¿Dónde vas con vestido chiné?” le canta Julián, el enamorado celoso, a su novia Susana en La Verbena de la Paloma, la más célebre de las zarzuelas, estrenada en 1894. El “chiné” es el estampado propio del vestido típico de las madrileñas del XIX, y el lenguaje castizo lo llama así por su evidente origen chino, ya que los tejidos de algodón estampado constituían una de las principales importaciones desde que China se puso de rabiosa moda en el siglo XVIII.

La pasión del llamado Siglo de las Luces por lo chino estalló a raíz de la publicación de la Descripción de China en 1735. Se trataba de una recopilación de las cartas de los misioneros jesuitas, en realidad auténticos informes científicos sobre todos los aspectos de la naturaleza, la sociedad y la cultura de China. Siguiendo el camino marcado por Francisco Javier, el santo español cofundador de la Compañía de Jesús, que murió en la costa china cuando se disponía a iniciar su misión, los jesuitas rompieron el secular aislamiento de China y lograron ser admitidos en ese imperio a partir de 1582.

Los jesuitas no eran unos misioneros como los demás, no predicaban al pueblo, no buscaban conversiones en masa. Les interesaban sólo las élites y dedicaron sus esfuerzos a mantener relaciones con las altas esferas del poder y la cultura. Ellos mismos formaban una élite dentro de la Iglesia católica, eran todos universitarios brillantes. No solamente estudiaron el idioma, sino también la filosofía y la literatura chinas, hasta ser expertos en ellas, con lo que obtuvieron el derecho a vestir el “traje de sabio”, estrictamente regulado en China.

El emperador apreciaba sobre todo a los matemáticos, astrónomos y geógrafos jesuitas, que hicieron para él la reforma del calendario, las tablas de eclipses y los mapas de China. Los ingenieros jesuitas fabricaron los cañones con los que el ejército chino se pudo enfrentar por primera vez a uno europeo, el ruso, y tras la guerra entre los dos imperios, sería un jesuita, el padre Gerbillon, quien negoció el Tratado de Nertchinsk, porque no existía ningún diplomático chino capaz de entender a los rusos, ni ruso capaz de entender a los chinos. 

Descripción de China

La Descripción de China se convirtió inmediatamente en un best-seller, siendo traducido enseguida a otras lenguas europeas. Se desató un furor por todo lo chino, o supuestamente chino, que tuvo un estruendoso reflejo en la arquitectura y el arte. Un palacio era indigno de ese nombre si no tenía salón chinesco y “chinoiseries” en su decoración, o mejor aún, pabellón chino. El duque de Choiseul, primer ministro de Luís XV, levantó en su Chateau de Chanteloup ¡una pagoda de seis pisos! y el gran rey de Prusia Federico el Grande, influido por su amigo Voltaire, que era un auténtico fan de China, construyó en el jardín de su palacio favorito, Sanssouci, un pabellón chino para tomar el té. Por desgracia el rey y el filósofo no pudieron disfrutar allí de la bebida de moda, porque se pelearon antes de que estuviese terminado el Chinesisches Haus.

Había que beber té, por supuesto, pero había que hacerlo en tazas de porcelana de China, algo más accesible que construir pabellones chinos, por lo que no había casa burguesa sin vajilla de china (esta palabra ha quedado en la lengua inglesa para designar a la porcelana y la loza en general). Y si las clases pudientes se vestían con seda de china, hasta las populares se permitían lucir los algodones estampados, el “chiné” de la Verbena de la Paloma, donde también cantan “una mantón de la China te voy a regalar”. Los pintores de moda en Versalles (el centro del mundo en el XVIII) como François Boucher, pintaban escenas chinescas.

Pero no solamente había una moda frívola, para los filósofos franceses, Voltaire, Diderot y los enciclopedistas, lo chino se convirtió en un arma política con la que combatir al absolutismo y a la Iglesia. Interpretando a su interés las informaciones de los jesuitas, decían que el emperador de China era un “rey filósofo”, el perfecto ejemplo de déspota ilustrado, y que la administración pública de los mandarines era una meritocracia, basada en un sistema de oposiciones donde no servía ser de una gran familia para ocupar un alto puesto, como en Francia. Pero lo más importante para hacer de China un ejemplo, es que era un país ateo, sin religión, ni Iglesia, ni sacerdotes, lo que no le impedía ser una sociedad funcional y próspera.

Otros científicos quedaron fascinados por China, y específicamente por lo que se contaba de sus cultivos. Eran los fisiócratas, una escuela económica que sostenía que la tierra era la fuente de la riqueza. Su jefe de fila, Quesnay, incluso se hacía llamar “el Confucio europeo”.

Madame Pompadour, la todopoderosa favorita del rey, que estaba loca por lo chino, lograría algo insólito de Luís XV, el peor ejemplo de monarca absoluto, que jamás se ocupó de gobernar. Invocando el ejemplo del emperador de China, que todos los años araba un campo de cultivo, llevó a Luís XV a labrar con sus manos unos surcos en las cercanías de Versalles.

¡Todo lo podía la moda chinesca!

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