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Cultura

Más allá de Okuda: el arte de no decir nada (con dinero público)

Pocas obras de arte han cosechado tanta repulsa en nuestro país como la redecoración del faro de Ajo. Se trata de una obra del artista urbano Okuda, que transformó esta construcción de 1930 en una explosión de colorines que absorbe la atención del horizonte y resulta ideal para la práctica de ‘selfie’. El prestigioso crítico de arte contemporáneo Fernando Castro fue el primero en abrir fuego con un contundente vídeo el pasado diez de junio. Resumimos: "Okuda ha hecho unas declaraciones que son el colmo de la lucidez: tiene razón cuando dice que esto es una cuestión de política y de ignorancia, pero no de los que le critican, sino de quienes le promocionan. El proyecto está financiado por políticos y él posa junto a ellos como una especie de versión masculina de Agatha Ruiz de la Prada. Es un 'coloquetas' de la vida absoluto, que de repente trepa y medra, gracias al analfabetismo de los políticos en cuestiones de arte. Los orígenes del propio proyecto carecen de legitimación, aunque él pretenda ir de democrático diciendo que presentó tres propuestas, cuando esto pertenece claramente a la dinámica de la dedocracia", denunciaba.

Entre los defensores del cántabro destaca celebridades como el político Miguel Ángel Revilla -responsable del encargo de 40.000 euros- y el presentador Fernando Broncano, pero la mayoría de las opiniones no han sido muy entusiastas. "Okuda es como Siri, solo tiene respuestas previsibles y esto le hace muy atractivo a los políticos", aportó recientemente el ensayista Alberto Santamaría, profesor de Teoría del Arte en la Universidad de Salamanca. No es más que un decorador de exteriores".

En realidad, Okuda no es un innovador, ni un transgresor, ni siquiera un creador realmente polémico. Más bien es otro nombre en una larga lista de triunfadores que hacen caja con propuestas entre la publicidad y la decoración. Quien mejor ha explicado este fenómeno es el artista y teórico malagueño Rogelio López Cuenca, que escribió en 2014 un afilado texto a propósito del mural que el ayuntamiento de Málaga encargó al exitoso artista global Obey, nombre de guerra de Frank Shepard Fairey. “Tres días le bastaron para ejecutar un gigantesco mural en la parte trasera de un edifico a espaldas del Centro de Arte Contemporáneo de Málaga (CAC). ¡Tres días! Esto es lo que se llama una operación comando, y un ejercicio propio de lo que en el milieu se conoce como un ‘artista paracaidista’: que aterriza, da lo mismo en un lugar u otro, ajeno por completo al contexto social, histórico o político del sitio, al que se enfrenta como a una página en blanco. Solamente precisa conocer las dimensiones exactas de su trozo de pared. Al paracaidista, lo demás le da igual, se mueve en un universo muy similar vaya adonde vaya: tiene un encargo, unos jefes, unas fechas, un fee”.

En las escuelas de publicidad se estudia la capacidad de Obey para convertir a los consumidores en propagandistas no remunerados

La palabra inglesa “fee” significa “tarifa” y está claro que la forma de trabajar de Obey resulta indistinguible de la de un publicista. “El proyecto de Fairey sobrepasa los estrechos límites del trabajo artístico: se trata de un triunfante emprendedor. En 1999 crea, con otros dos socios, una empresa, Blk/Mrkt (obviamente, Black Market), desde la que realizará campañas publicitarias de éxito, llegando a recibir encargos de empresas del calibre de Virgin, Sony o Pepsi. En 2001 lanza la marca de ropa Obey Clothing. Y en 2008 su póster de la campaña presidencial de Obama le granjeará la portada de la revista Time y, definitivamente, la fama mundial. En las escuelas de publicidad, no sin razón, se estudia como modelo de explotación de marketing viral: en el desarrollo de su plan, los consumidores son al tiempo propagandistas no remunerados”, lamenta. Resumiendo: el arte reducido a homogeneización tipo McDonald's o a simple atrezzo de photocall cuya medida de éxito es el turismo y el impacto en redes sociales.

Mural Obey en Málaga

Intereses encubiertos

Otro nombre emblemático de esta tendencia son Boa Mistura, colectivo madrileño que integra arquitectos, publicistas y artistas centrados en espacios públicos. Son autores del célebre mural de Lavapiés con la frase “Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”, frase de Eduardo Galeano a quien -misteriosamente- no acreditan con la firma. Suya es también la idea, recogida por el ayuntamiento de Manuela Carmena, de decorar los pasos cebras de la ciudad con ripios poéticos. Su intervención en el centro cultural La Térmica de Málaga fue denunciada por Rogelio López Cuenca como un descarado truco publicitario en favor de una marca comercial. “Esta vez se les habrá pasado: el diseño ejecutado reproduce fielmente el logotipo de Cervezas Alhambra, añadiendo al color rojo, ‘tan presente en la identidad de La Térmica’, y a la alusión ‘en azul al mar Mediterráneo’, los verdes y amarillos, el rojo oscuro y el anaranjado del vidrio de las distintas gamas de botellas de la marca”, explicaba. Boa Mistura ha trabajado para marcas de coches, alcohol y ropa deportiva, encarnando como pocos la exitosa colonización de la cultura por parte de los publicistas ‘progres’.

Okuda es el síntoma de un arte público indistinguible de la publicidad, que sirve de autobombo a los políticos que lo financian

La estética dominante de nuestro mundo es colorista, chispeante y buenrrollera. Solo así puede comprenderse de personajes como Mario Vaquerizo ocupen infinitas horas de televisión sin hacer ninguna aportación significativa. “El sistema prefiere a los que no tienen nada que decir”, apuntaba el rapero francés Komma. “La élites adoran las revoluciones que se limitan a cambios estéticos”, añadía el periodista estadounidense Thomas Frank. Artistas como Obey, Okuda y Boa Mistura los hay a patadas: pensemos en las vaquitas multicolor de la 'Cow Parade' que triunfó en 2009, en las imitaciones baratas de Keith Haring con las que arrasa Mr. Doodle o las decenas de artistas que viven de copiar al Andy Warhol más decadente (entre ellos, el propio Mario Vaquerizo).

Mientras terminaba este texto, el subdirector del Diario Montañés denunciaba trato de favor: "La finca del faro de Ajo ha estado cerrada a las visitas todo el verano debido al Covid. Ahora, tras la intervención de Okuda y con casi mil casos activos en Cantabria, parece que el riesgo ha desaparecido y se permite el acceso. ¿Alguien me lo puede explicar?", tuiteaba.

En realidad, Okuda no es el problema, sino el síntoma de un arte público cada vez más indistinguible de la publicidad, alimentado por el autobombo de los políticos que lo financian. Parecen deseosos de domesticar la potencia contradictoria del arte hasta convertirla en el perrito de flores de la entrada del Guggenheim Bilbao. Cada vez están más cerca de su objetivo.

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