Las adaptaciones literarias siempre conllevan un riesgo, pero cuando se trata de trasladar una novela al teatro, este riesgo aumenta exponencialmente. La razón radica en la necesidad de transformar la riqueza narrativa, los matices psicológicos y la profundidad de los personajes en acción dramática, lenguaje visual y diálogos concretos. Si, además, se trata de una de las novelas contemporáneas más importantes del siglo XX, el desafío puede llegar a ser extremo. No solo se pone en juego la fidelidad a la obra original, sino también la capacidad de captar su esencia y transmitirla de forma efectiva al público, que a menudo acude con expectativas previas. En este contexto, lograr una adaptación exitosa no es solo una cuestión de técnica teatral, sino de sensibilidad artística, respeto por la obra original y una profunda comprensión de su simbolismo y su relevancia histórica.
Este es el reto artístico y narrativo al que se enfrentaban Joan Yago y Beatriz Jaén al querer trasladar por primera vez a los escenarios ‘Nada’, la novela de Carmen Laforet. Publicada en 1944, este libro se caracteriza por su introspección psicológica, su tono intimista y la densidad de sus atmósferas. Esta obra, considerada una de las más importantes de la posguerra española, presenta la historia de Andrea, una joven que se muda a Barcelona para estudiar en la universidad y se encuentra con un ambiente opresivo en la casa de su abuela, donde convive con sus excéntricos familiares.
Con tan solo 23 años, Carmen Laforet logró captar con una delicadeza y astucia extraordinarias el sentimiento de toda una generación. Su capacidad para retratar la angustia existencial, el desarraigo y la búsqueda de libertad le valió el honor de convertirse en la primera ganadora del Premio Nadal en 1944, un reconocimiento que consagró a ‘Nada’ como una de las novelas más emblemáticas de la literatura contemporánea española.
Los personajes: sombras de una casa en ruinas
La obra comienza en un punto de máxima intensidad. Antes de que el público tenga oportunidad de conocer a Andrea o a los habitantes de la casa de la calle Aribau, se sumerge de lleno en una escena de violencia machista que irrumpe con fuerza en el escenario. Los gritos desgarradores, los golpes secos y la desesperación latente no dejan espacio para la calma. Esta escena inicial, cargada de tensión y brutalidad, marca el tono opresivo que impregnará toda la obra. No es solo una introducción impactante, sino una declaración de intenciones: en esta casa, la violencia no se esconde, se respira en cada rincón. Desde este momento, el espectador comprende que el conflicto no será solo externo, sino también interno, y que la convivencia en esta casa está regida por el miedo, la manipulación y la lucha constante por la dignidad.
Tras esta escena, conocemos a la protagonista y el núcleo familiar se despliega con la llegada de los demás habitantes de la casa. La tía Angustias (Carmen Barrantes), la dictadora moral de la familia, se mueve con rigidez y gestos autoritarios. El tío Juan (Manuel Minaya) y su esposa Gloria (Laura Ferrer). Juan, el marido violento, es una bomba de relojería que explota en los momentos menos esperados, mientras Gloria, interpretada con gran ternura, transmite una tristeza callada que contrasta con los estallidos de violencia. Por su parte, el tío Román (Peter Vives) entra en escena con aire de misterio. Su presencia es magnética, a la vez fascinante y, en cierto modo, aterradora. Entre ellos, Andrea observa, escucha y calla. Pero su mirada, llena de asombro y miedo, dice todo lo que el guión no necesita explicar.
El personaje de Andrea encarna el grito generacional de dolor y esperanza, de angustia y deseo, propio de quienes nacieron a principios de los años veinte. Esta generación, que alcanzó la juventud en plena posguerra, se enfrentó a la ardua tarea de reconstruirse en un país que, tras 1939, lo había perdido todo: la libertad, la estabilidad e incluso las ganas de seguir viviendo. En ese contexto de desolación, la voz de Andrea se convierte en símbolo de resistencia y búsqueda de sentido. Su proceso de emancipación no se libra en soledad, sino que encuentra apoyo en sus amigos de la universidad, especialmente en Ena, cuya amistad se convierte en una tabla de salvación. A través de esos vínculos, Andrea no solo alza su propia voz, sino también la de toda una generación silenciada.
Una adaptación poco arriesgada
La obra cumple con creces su propósito de transmitir la vitalidad y el anhelo de descubrir el mundo propio de la joven Andrea, un ímpetu que choca frontalmente con el entorno familiar que la rodea. Este ambiente, marcado por la precariedad económica y la miseria moral, se convierte en una auténtica prisión emocional para la protagonista. La tensión entre estos dos mundos está bien lograda, pero se ve empañada por ciertos excesos narrativos. La obra recurre de forma abusiva a la descripción verbal de elementos que ya están presentes en escena, lo que resulta redundante y ralentiza el ritmo de la representación. Esta sobreexplicación, lejos de enriquecer la experiencia, hace que algunas escenas se sientan tediosas y poco dinámicas.
Otro de los puntos críticos es la duración. Con una extensión de tres horas, incluyendo un intermedio, el montaje se percibe excesivamente largo. Esta prolongación parece responder a la intención de ser exhaustivos con el texto original, pero esta fidelidad extrema juega en contra de la agilidad dramática. La adaptación se muestra prudente, arriesgando poco en cuanto a nuevas lecturas o propuestas escénicas, lo que podría haber dado mayor frescura al conjunto.
Sin embargo, a pesar de estas limitaciones, la obra ofrece más aciertos que errores. La puesta en escena destaca por su capacidad de inmersión sensorial. Los recursos visuales, auditivos e incluso olfativos permiten al espectador adentrarse por completo en la atmósfera opresiva de la casa de la calle Aribau. El diseño de luces juega con los claroscuros para simbolizar la dualidad entre la libertad y la opresión, mientras que las proyecciones audiovisuales aportan una dimensión onírica que refuerza la perspectiva subjetiva de Andrea.
Otro de los grandes aciertos de la obra es, sin duda, el reparto. Se trata de una obra coral en la que cada actor tiene su momento para brillar. Los personajes, cada uno con sus sombras y claros, logran transmitir la complejidad psicológica que Carmen Laforet plasmó en su novela. Pero, sin duda, la interpretación más destacada es la de Júlia Roch, quien da vida a Andrea con una naturalidad y fuerza conmovedoras. Su presencia escénica es magnética, y su capacidad para recitar largas parrafadas con una emoción contenida demuestra una gran maestría actoral.
A pesar de los excesos narrativos y la extensión de la obra, la intensidad emocional y la fuerza visual logran atrapar al espectador en la historia de una joven que lucha por salir de la oscuridad hacia la luz. La obra se puede ver hasta el 22 de diciembre en el teatro María Guerrero.