Cultura

El mercado de la aflicción: santificar al oprimido y demonizar al enemigo

Nos podemos encontrar con luchas de poder cuya pretensión es determinar quién es la víctima más pura: mujer, mujer racializada, mujer racializada inmigrante, mujer con discapacidad...

Plano general del hemiciclo del Congreso.
Plano general del hemiciclo del Congreso. EUROPA PRESS / CONGRESO

Si uno reflexiona acerca de la relación entre el teatro y la política el tiempo suficiente, más tarde o más temprano se dará cuenta de que estos comparten elementos que las hacen artes muy similares: en ambas nos encontramos actores interpretando un papel dentro de una escenografía, con el objetivo de trasmitir una idea a un público. El filósofo y dramaturgo francés Alain Badiou, en su obra Elogio del teatro, definía a este como “un arte que agrupa a las personas y tal vez las divide o las unifica: es un arte de lo colectivo” y es que, en el teatro, al igual que la política, de lo que se trata es de articular ideas y cuerpos a través de la representación. Ahora bien, un elemento fundamental de toda representación sea teatral o política, es la verosimilitud. Sin ella, no hay comunión entre actores y público ni entre representante y representado. Por decirlo con palabras de Platón: “La gente no se inquieta lo más mínimo por decir la verdad, sino por persuadir y la persuasión depende de la verosimilitud”. Y quizá sea en este punto donde deberíamos detenernos y analizar por qué, de un tiempo a esta parte, esta cualidad está ausente en el discurso político de nuestro país. Para ello, pretendo a lo largo de este artículo, intentar esbozar cuales son los motivos y estrategias que hay detrás de esta falta de verosimilitud y por qué esta no se traduce en un mayor desencanto o desapego político.

La necesidad de escribir estas líneas surge de la perplejidad que producen ciertas declaraciones de distinguidos cargos políticos de este país a raíz de sucesos que, a mi juicio, no deberían ocupar la actualidad política y que, sin embargo, lo hacen. Y es que últimamente es difícil no tener la sensación de que la política patria habita continuamente en la hipérbole. Cualquier evento, por nimio que sea, se reinterpreta y provoca una reacción airada y sobreactuada por parte de políticos y medios de comunicación afines y, al instante, deja fuera del debate a cualquiera que intente acercarse al problema de una manera desapasionada y racional. Por supuesto, todo aquel que no muestre compromiso con la causa será acusado de equidistante, para pasar a ser considerado un colaborador necesario en esta lucha contra el mal que para algunos es la política actual. Como ya comenté en un artículo anterior, esto tiene que ver con aquellos “fuegos de campamento” que el poder necesita para mantener viva la sensación de que un peligro inminente nos acecha, reforzando así la percepción (por no decir delirio) que atraviesa a gran parte de la izquierda española, según el cual España se encuentra en un frágil equilibrio que en cualquier momento puede romperse para hacernos retroceder 80 años (si no más) en derechos y libertades. Cometeríamos un error si subestimáramos esta idea y sus consecuencias, ya que es una de las fuentes de legitimidad del gobierno actual, y ha permeado a buena parte de los espacios de poder. Quizá esto sea lo más preocupante del panorama político actual, ya que, a pesar de la falta de verosimilitud, este discurso cala. 

Últimamente es difícil no tener la sensación de que la política patria habita continuamente en la hipérbole


La santidad del oprimido

Pero esto no es todo, porque esta sobreactuación tiene un efecto bidireccional: por un lado, el de demonizar al enemigo (en un panorama político como el actual no tiene sentido hablar de adversario. Con el adversario se puede dialogar, al enemigo sólo se le combate) calificándolo como aquella alteridad que, frente a un nosotros, hay que destruir. Pero por otro, produce una victimización en aquel que señala, revistiendo a este y a todo aquel que se sume a su causa, del estigma milagroso del sufrimiento. Pascal Bruckner en su indispensable ensayo La tentación de la inocencia dice de la victimización que “es esa tendencia del ciudadano mimado del “paraíso capitalista” a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema” y que además “usurpa el lugar de los auténticos desheredados”. Para Bruckner esta actitud brota en el individuo moderno de un “cansancio de ser uno mismo”, una especie de angustia existencial, ante una libertad otorgada y no conquistada, que “cae sobre nuestras cabezas como una ducha helada” y que lleva al individuo a “olvidar sus deberes y esgrimir sus derechos”. Y puesto que “la clase redentora por antonomasia, la clase obrera, ha perdido su papel mesiánico y ya no representa a los oprimidos, cada cual está en disposición de reivindicar sólo para sí esta cualidad” cualquiera puede ser ya víctima de la opresión.

Ahora bien, ¿Qué hay detrás de todo esto? ¿Qué finalidad tiene? La de la necesidad de diferenciarse, la de ascensión a un estatus ontológico superior: el de la santidad del oprimido. En palabras de Bruckner: “Si basta con que a uno le traten de víctima para tener razón, todo el mundo se esforzará por ocupar esa posición gratificante”. Aporta, además, “una especie de renta de inmoralidad perpetua” mediante un proceso de apropiación que se vuelve “una llave mágica que autoriza todos los abusos, absuelve de los peores extravíos”. Esta especie de estigma invertido de la victimización impregna, además, a los virtuosos defensores de la causa, los cuales, mediante una ostentación de supuesta virtuosidad, participan de este festín miserabilista. 

Nos podemos encontrar con luchas de poder cuya pretensión es determinar quién es la víctima más pura: mujer, mujer racializada, mujer racializada inmigrante, mujer con discapacidad...

Espiral de demanda de víctimas

Esto, por supuesto, no quiere decir que no haya víctimas, desde luego que las hay. Pero si se convierte la actualidad en un “mercado de la aflicción” con barreras de entrada cada vez más laxas que permitan el acceso al estatus de víctima con facilidad, es muy probable que nos encontremos con incentivos perversos que acarreen consecuencias no deseadas. Por un lado, se pueden generar dinámicas de competición internas con el objetivo de establecer una “jerarquía interseccional de la opresión”, en otras palabras, nos podemos encontrar con luchas de poder cuya pretensión es determinar quién es la víctima más pura: mujer, mujer racializada, mujer racializada inmigrante, mujer con discapacidad, mujer racializada con discapacidad, y así un largo etcétera que acaba generando una espiral de demanda de víctimas y victimarios que se antoja difícil de parar.  Por otro lado, si nos enfrentamos a una multiplicidad poco definida y cada vez más amplia de sujetos oprimidos, llegará un momento (si es que no ha llegado ya) en que no podremos diferenciar quien realmente lo es, haciendo cada vez más difícil la implementación de medidas de reparación y prevención.

Pero volviendo al tema que nos ocupa, y por ir concluyendo, considero que son estas dinámicas de demonización-victimización, junto a un proceso de apropiación por parte del progreso político-social de las características del progreso técnico-científico (basado en conjeturas uno, neutral, objetivo y verificable el otro), la que está detrás de la tendencia de la izquierda progresista a mantener una postura mesiánica completamente impermeable a la crítica, que le impide, además, cuestionarse a sí misma. Evidentemente, esta actitud no puede resultar en otra cosa que no sea una radicalización del escenario político, la cual derivará, a su vez, en un estado de crispación propio de ámbitos donde todo debate público se torna una cruzada y toda ideología es asumida como religión de sustitución.

Como acertadamente nos advirtió Muray, cuando estas ideas logran llegar al poder, dan lugar a una especie de síndrome maniaco-legislativo al que siempre acompaña una “erótica de lo penal”, esto es, una pulsión descontrolada por parte del poder a la intromisión vía legislación en la vida privada de los ciudadanos y un aparato de punición, delación y señalamiento público que tienen como objetivo corregir las conductas o pensamientos considerados inapropiados.

Tengo la impresión de que es precisamente en este punto en el que nos encontramos y, a pesar de que hay quien dice que las ideas progresistas están en decadencia, no creo que ese sea nuestro caso. Con una legislatura recién estrenada, y con un gobierno que entiende la guerra cultural como una guerra santa, no deberíamos confiar demasiado en que estas dinámicas cambien y consigan cerrar la evidente fractura social en España.