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Democracia tabernaria

San Agustín y la neurofilosofía: dos concepciones opuestas de la libertad

El concepto 'libertad', tan alegremente usado en política y publicidad, tiene matices filosóficos que debemos atender para no perdernos

Estatua de la libertad, Nueva York, Estados Unidos

En el Occidente contemporáneo prosperan dos concepciones opuestas de la libertad, una que parece pecar por exceso y otra que parece hacerlo por defecto. Son el indeterminismo, que absolutiza la libertad y nos la presenta como un fin en sí mismo, y el determinismo, que la concibe como una ficción que será superada en el futuro, cuando la ciencia haya avanzado lo suficiente para desvelarnos la verdad de las cosas. El primero pretende explicar toda la realidad a través de la libertad; el segundo pretende hacerlo renunciando a ella.

Tras el indeterminismo, cuyos orígenes pueden ser rastreados en los inicios de la modernidad filosófica, subyace la idea de que la libertad es, primero, una simple ausencia de obstáculos para que cada hombre piense o actúe como le plazca. "Se entiende por libertad, según el más propio significado de la palabra, la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que, a menudo, pueden quitarle a un hombre parte de su poder para hacer lo que quisiera", afirma Hobbes en su Leviatán . Pero no sólo. Una vez degradada la libertad a esa condición, la de simple ausencia de óbices externos, el indeterminismo presenta su afirmación, la de la libertad, como un fin en sí mismo. La cuestión radicaría en zafarse de todo aquello que condiciona nuestro modo de estar en el mundo para, así, ser plenamente libres. Huir de lo que influye en nosotros para poder decirnos estrictamente libres.

Es la libertad negativa de la que habla Isaiah Berlin, y la libertad de los modernos que entusiasma, por oposición a la de los antiguos, a Benjamin Constant: "Para cada uno es el derecho a no estar sometido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos. Es para cada uno el derecho de dar su opinión, de escoger su industria y de ejercerla; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, sin requerir permiso y sin dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones. Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren, sea simplemente para colmar sus días y sus horas de un modo más conforme a sus inclinaciones, a sus fantasías".

Libertad de abusar

Si bien las palabras de Constant pueden tener sentido en el contexto en el que se pronunciaron ―a inicios del siglo XIX, tras la experiencia revolucionaria en Francia―, se nos antojan más que insuficientes: ¿libertad para abusar de nuestra propiedad? ¿Libertad para ir y venir sin requerir permiso y sin dar cuenta de nuestros motivos o gestiones? Para que la libertad no degenere precisamente en eso, en una mera facultad de abusar y perpetrar desmanes, exige un telos que la ordene y que la mida. No cabe considerar la libertad como un fin, sino como un medio al servicio de fines distintos de sí misma.

El determinismo que más ha prosperado hoy, tal vez por esa aura científica que lo envuelve, es el de la neurofilosofía

Milenio y medio antes de que Constant pronunciase su archiconocida alocución, San Agustín entrevía en esta concepción negativa de la libertad, esta concepción de la libertad como ausencia de impedimentos para hacer el propio capricho siempre y cuando no afecte a la facultad de otros para hacer lo mismo ―aquella irritante consigna de "tu libertad acaba donde empieza la de los demás"―, un síntoma de delicuescencia:

"(Es un mal) que las leyes pongan en guardia más bien para no causar daño a la vida ajena que a la vida propia; que nadie sea llevado a los tribunales más que cuando cause molestias o daño a la hacienda ajena, a su casa, a su salud, o a su vida contra su voluntad; por lo demás, que cada cual haga lo que le plazca de los suyos, o con los suyos, o con quien se prestare a ello".

¿Libertad? ¡Déjate de metafísicas!

En el extremo opuesto del error, como tratando de compensar los excesos de la "libertad de los modernos", nos topamos con el determinismo, que presenta la libertad como una ilusión. En realidad, sostienen los deterministas, el hombre no es libre; sus actos están determinados por ingentes causas: por el contexto en el que han nacido, por el clima del lugar en el que viven, por el transcurso de la historia, etcétera. El determinismo que más ha prosperado hoy, tal vez por esa aura científica que lo envuelve, es el de la neurofilosofía. La idea que lo vertebra es, no obstante, la misma que vertebra los demás: los actos del hombre no son libres, sino que resultan de una sucesión de causas y efectos (en este caso, relacionadas con la genética). A juicio de los neurofilósofos, el hombre está instintivamente predeterminado, como el resto de los animales, a actuar del modo más beneficioso para su evolución biológica.

William Cavanaugh concibe la inexistencia de un 'telos' como el principal problema del capitalismo liberal

En realidad, si fuésemos consecuentes con las premisas neurofilosóficas, si dejásemos de concebir los actos humanos como condicionados pero libres para concebirlos como sobredeterminados por un instinto, zarandearíamos los cimientos de nuestro mundo al modo de un terremoto. Socavaríamos todas esas instituciones que presuponen la sencilla idea de un ser humano libre y responsable. ¿Cómo condenar a un hombre por un acto que, en rigor, no ha perpetrado él, sino su instinto? ¿Y alabarlo por otro que ni siquiera él mismo puede reclamar como suyo porque resulta de una infinita cadena de causas y efectos?
Aunque podamos aceptar intelectualmente la neurofilosofía, no podemos vivirla, y he ahí el origen de su mayor mal: que es tan sólo una pose teórica, que los propios neurofilósofos, esos mismos que afirman la sobredeterminación del hombre, no dudarán en atribuir un acto cualquiera a quien aparentemente lo ha cometido, que no dudarán en exigir responsabilidades a quien les hiere y en bendecir a quien les ayuda. ¿Cómo considerar verdadera una teoría que ni sus propios precursores pueden vivir? ¿Cómo considerar verdadera una teoría que nos impide rendir cuentas y pedirlas? ¿Cómo considerar verdadera una teoría que, reduciéndolo todo a estímulos y respuestas biológicos, suprime el heroísmo y la santidad.

Libertad para hacer el bien

Expuestos el exceso y el defecto, nuestro cometido radica ahora en enunciar un justo medio, uno que, asumiendo la evidencia de la libertad, no la degrade hasta convertirla en una ausencia de limitaciones para hacer lo que nos apetezca. En un libro titulado Ser consumidos, William Cavanaugh, que concibe la inexistencia de un telos como el principal problema del capitalismo liberal, esboza lúcidamente los contornos de esta visión alternativa:

"La libertad, desde el punto de vista de San Agustín, no consiste simplemente en la falta de interferencia externa. La visión de la libertad que tiene San Agustín es más compleja: la libertad no es simplemente una libertad negativa de, sino una libertad para, una capacidad para lograr ciertas metas que valen la pena. Todas esas metas se integran en el telos que rige la totalidad de la vida humana, el retorno a Dios".

Frente a la libertad ufana, satisfecha de sí misma, de los modernos, quizá convenga sugerir una libertad humilde que se somete a fines que la dignifican. A la pregunta moderna de cuán libres somos, de cuán incondicionada es nuestra libertad, nosotros añadimos otra que se nos antoja infinitamente más importante: ¿cómo ejercemos la libertad? ¿La ordenamos al bien o, por el contrario, la entregamos al mal? Son estos interrogantes y no tanto aquéllos los que habrían de conturbarnos.

En una alocución pronunciada en Nueva York con motivo del quincuagésimo aniversario de las Naciones Unidas y versada sobre la realidad global tras la caída de la Unión Soviética, Juan Pablo II enfatiza la necesidad de que a los pueblos recién librados de la opresión comunista se les ofrezca una libertad más profunda que la negativa, una que esté indisociablemente ligada al bien, a la verdad y a la belleza:
"La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una lógica interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad".

La pretensión determinista de anular la libertad atenta contra la naturaleza humana, por supuesto, pero también lo hace esa pretensión tan común hoy ―veinticinco años después de que Juan Pablo II se dirigiera a los representantes de los países― de reducirla a una mera ausencia de límites para obrar a capricho. En lo individual, dice el Santo Padre, esta concepción de la libertad degenera en 'libertinaje'; en lo político, en 'arbitrariedad de los más fuertes' y en 'arrogancia del poder'. Así pues, quizá la libertad tenga más que ver con una adhesión consciente y voluntaria al bien y a la verdad que con una vacía capacidad operativa.

No nos realizamos como personas actuando libremente, sino rindiendo nuestra libertad a causas que merecen la pena

En este sentido, las reivindicaciones de la libertad deben asentarse sobre el reconocimiento de la naturaleza humana, que no es tanto el impedimento que entrevén en ella los liberales como una condición de posibilidad. Ésta, la naturaleza, es a aquélla, la libertad, lo que el mármol es al escultor o las plantas son al jardinero: primero, el material sobre el que debe operar y, segundo, un elocuente síntoma de su condición limitada. El hombre no es libre de hacer lo que le venga en gana; es libre para obrar conforme a las exigencias de su naturaleza. San Juan Pablo II aplica esta intuición no sólo al individuo concreto, sino también a las comunidades:

"Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de 'formas de libertad', y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza humana".

No se trata de reivindicar nuestra libertad en abstracto, sino de orientarla, en concreto, hacia un telos digno. El drama de nuestra época estriba en la confusión de medios y fines. No nos realizamos como personas actuando libremente, sino rindiendo nuestra libertad a causas que merecen la pena. Bastaría que el hombre contemporáneo recordara esto, que está llamado a entregarse en libertad a un Bien que lo perfecciona, para que la tierra volviera a ser un lugar habitable.

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