Quantcast

Cultura

TRIBUNA

Sobre Javier Clemente, monigotes apaleados y la visión cultural estrecha de nuestras élites

En la España que aún sufría en sus carnes la violencia política nadie hubiera puesto el grito en el cielo por una algarada carnavalesca

La piñata de Pedro Sánchez junto a Javier Clemente, exseleccionador nacional de fútbol

¿Hace 30 años habríamos reaccionado como ahora ante el apaleamiento de un muñeco que simboliza ser el presidente del Gobierno? ¿Se habría montado entonces tanto revuelo? ¿Se le habría ocurrido en aquel momento al partido que ostentaba el poder victimizarse como lo ha hecho el PSOE en esta ocasión? ¿Habríamos hablado de delitos de odio para calificar lo que no es sino un ejemplo más de la más ancestral cultura de la protesta popular? ¿Habríamos visto tantos dedos en alto y tanto histerismo?

Acabo de terminar de ver el Informe Plus sobre La España de Clemente y, cuestiones futbolísticas al margen, tengo claro que aquel era un país mucho más libre y desprejuiciado que el nuestro. En la España del rubio de Baracaldo se hablaba de todo y los desacuerdos se expresaban de forma impúdica, sin protocolos ni pies de plomo. En esa España que había conocido de cerca y aún sufría en sus carnes la violencia política nadie habría puesto el grito en el cielo por una algarada carnavalesca ni se habría tratado de hacer una causa general contra unos chavales por un impulsar una charlotada situacionista.

Los españoles de entonces estaban hechos de otra pasta. Eran como una calabaza: duros por fuera y blandos por dentro. Cubrían sus sentimientos con una costra recia y rocosa que les permitía hacer frente a la adversidad y lidiar con los contratiempos sin revelar sus flaquezas, que solo mostraban de puertas adentro. Así eran muchos de nuestros padres y abuelos. Y de los suyos. Tipos duros, honrados y deslenguados, pero nobles de corazón.

Aquellos eran hombres de otra época. No necesitaban ver la cuenta corriente o las credenciales políticas de alguien para juntarse a él o para estimar juicioso o desafortunado su comportamiento. Miraban a la gente a los ojos. Tenían claro lo que estaba bien y sabían separarlo de lo que estaba mal, sin necesidad de que un trovador del poder se lo indicara. Hablaban desde la experiencia y no necesitaban usar un lenguaje pedante para analizar las situaciones más banales de la vida cotidiana. Decían qué les parecía el mundo con palabras sencillas y debatían con naturalidad con quien pensara lo contrario. Tenían sentido del humor y sabían que la parodia y la burla eran medios elocuentes y válidos para expresar sus opiniones. Rara vez necesitaban exhibir ante los demás sus virtudes: su mejor aval era su práctica.

Esa España pasó a mejor vida. Nuestra piel ya no es dura. Es tan fina que apenas podemos soportar una frase malsonante o una escena desagradable. Nos hemos vuelto tan correctitos, tan audiovisuales, tan civilizados, tan de consenso, que nos impacta y escandaliza una palabra más alta que otra, el dolor explícito sin edulcorantes o que nos digan que el emperador va desnudo. No podíamos ver fotografías de los ataúdes en pandemia. Nos sacan de quicio los chistes de humor negro. Nos damos muchos golpes en el pecho si un famoso o un cargo público lanza un exabrupto o si no contesta a un periodista con la debida pleitesía. Apagamos el televisor si la serie que estamos viendo no satisface nuestros prejuicios. Nos escama un uso arcaico de los pronombres y no digamos ya que el tipo que hace de Baltasar en la cabalgata se llame Pedro o Miguel Ángel. Pero si nos soliviantamos es porque hemos evolucionado. Ya no somos la España de Clemente. Al fin nos hemos liberado de la losa de brutalidad y sinrazón que nos habían legado nuestros mayores y ya podemos decir con orgullo que somos modernos, europeos y corteses.

Para serlo no solo hemos perdido nuestra industria, nuestro campo o nuestra soberanía. También el sentido del humor, la mirada limpia sobre las costumbres populares e incluso la capacidad de leer entre líneas. Nos duele cualquier agresión a nuestros ídolos de barro. No toleramos ningún rasguño en el manto de cursilería impostada de nuestro tiempo. Tenemos una visión estrecha del espacio público y creemos que la libertad de expresión es el derecho a escuchar lo que nos gusta una y otra vez. Como el que pone los mismos cuatro discos en su coche. Lo del pluralismo lo vemos un poco como Tinder. Si deslizo a la izquierda, condena. Solo si el de enfrente usa las palabras adecuadas y los tiempos correctos, deslizo a la derecha, doy el plácet. Es sencillo. Pero en ese ejercicio hemos perdido humanidad.

Hay cosas que pasan ante nosotros sin pena ni gloria, como el hecho de que le hayan metido dos tiros en la cara en plena calle al fundador de un partido político

Se ha extraviado de tal forma nuestra brújula moral, nos hemos obsesionado de tal forma con las violencias simbólicas y los quebrantamientos de nuestros fetiches que hemos dejado de prestar atención a los conflictos reales, a las situaciones de violencia más descarnadas. Hay cosas intolerables, como un muñeco apaleado que semeja ser el presidente del Gobierno o como unas declaraciones en las que se habla de colgarle por los pies. Y hay cosas que pasan ante nosotros sin pena ni gloria, como el hecho de que le hayan metido dos tiros en la cara en plena calle al fundador de un partido político o que a miembros de esa misma formación se les reciba a pedrada limpia día sí día también en sus mítines. La izquierda abertzale celebra más de 400 actos de exaltación del terrorismo al año y en Cataluña espían y persiguen a los niños en los patios, pero al menos no hacen blackface y usan correctamente los pronombres.

El empacho de ideología ha anestesiado nuestra brújula moral, por eso ahora somos blandos, blandísimos por fuera, pues lo más superficial nos genera desasosiego y ansiedad, y duros, durísimos, por dentro, pues somos impermeables a lo verdaderamente importante. No es que lo desconozcamos, es que nos resbala. Si hay una muestra de polarización y de deformación del adversario, al que se deshumaniza hasta el punto de considerar legítima su exclusión de la vida pública, esa no es el linchamiento de un muñeco, lo haga quien lo haga, y simbolice a quien simbolice, tampoco los insultos o las palabras gruesas, sino la ligereza con la que se aborda la violencia real que sufre una parte de la población por pensar diferente.

Clemente y la España sin pelos en la lengua

Y no es casualidad: si muchos españoles miran para otro lado ante lapidaciones como las de Sestao, Vic, Valls o Vallecas es porque en su vida cotidiana contribuyen de alguna forma a normalizarlas. Seamos honestos: para que se lance una piedra contra un manifestante, para que se reviente a puñetazos una mesa informativa o para que periodistas pidan en prime time que te metan una hostia antes ha tenido que haber muchos ciudadanos anónimos arrinconando a otros en sus trabajos por sus ideas, rompiendo amistades al descubrir lo que otros votaban o poniendo mordazas y condenando a la muerte civil a familiares o vecinos. Nadie practica violencia si no hay una infraestructura sociocultural que la sostenga.

Pero volvamos al monigote apaleado. Para hacernos europeos y formales, esto es, para que periodistas, políticos y profesores universitarios dejaran de avergonzarse de su pueblo, nos desprendimos de los viejos ropajes de esa España de Clemente, la España despreocupada y sin pelos en la lengua. Entre ellos estaban la sátira y la parodia política, que habían gozado en nuestro país de una trayectoria de siglos que ahora tocaba clausurar.

Mucho antes de que el Estado se inmiscuyera hasta el último rincón de la vida de los ciudadanos y mucho antes de que entendiéramos que las únicas formas de participación política posibles eran las del partido, la urna y el parlamento, existieron otras prácticas, de hondo arraigo popular, que servían para que la gente del montón, sin intermediarios ni corsés, manifestara a los poderosos de cada momento su descontento o sus demandas: motines, algaradas, charivaris, bullas, escándalos, asaltos, entierros simulados, comparsas y pasacalles…

El poderoso merecedor de una reprimenda de los de abajo podía ser el rico hacendado de la zona que faltaba a sus obligaciones con los más humildes, un prestamista usurero, un comerciante especulador, un alcalde que traicionaba sus promesas, un policía que se extralimitaba en sus funciones o el ministro vendido a intereses extranjeros.

El blanco de las iras siempre era una figura descollante que faltaba a un pacto no escrito con la comunidad. Aquel que transgredía lo que Edward Palmer Thompson denominó la economía moral de la multitud. Alguien que no acudía a su cita con el honor, la caridad, el deber, el bien común o la palabra.

Ante la ruptura unilateral por arriba del pacto tácito con los de abajo, estos se defendían de manera tumultuosa y carnavalesca para exigir que se restituyera la situación de partida. Es decir, para que el orden previo volviera a operar. Y lo hacían de forma tumultuosa y carnavalesca porque en aquel momento élites y pueblo tenían contacto físico, compartían espacio de vida. Estaban cerca y, en consecuencia, el sentido de la protesta era escenificar la traición ante el conjunto de la comunidad. Se trataba de meter presión en el pueblo y ante el pueblo para que el mal gobernante, el tirano o el avaro se desdijera de sus actos, bajara los precios o volviera al redil.

Por eso la turbamulta asaltaba la tienda de quien almacenaba grano esperando lucrarse con ello y, en lugar de robarlo en beneficio propio, lo quemaba a las puertas del negocio. No eran saqueadores, solo justicieros que querían reparar la afrenta infligida y disciplinar a los de arriba con las mejores herramientas a su alcance. Por eso las cuadrillas acudían a la puerta de la casa del párroco licencioso o del nuevo recaudador de impuestos ataviados con latas, ollas, cacerolas, instrumentos musicales y mucho alcohol con el único objeto de arruinar el capital simbólico de la víctima a ojos de los demás. Por eso se hacían muñecos de paja en los que se exageraban los rasgos físicos más destacados del cacique odiado y se sacaban en procesión nocturna y jocosa, iluminados por hachones de viento, para después ser golpeados, quemados o enterrados en efigie. Por eso se pegaban en las paredes de las calles principales de una localidad poemas hirientes contra el ministro inútil o vendido por cuatro monedas. Por eso los peleles de los gobernantes, por eso las ejecuciones simuladas, por eso las coplas inocentonas pero llenas de amenazas soeces.

Era un escarmiento social. Un medio de fiscalización del poder. Una forma de mostrar que, a pesar de las jerarquías existentes, los de abajo tenían la sartén por el mango. Estaba todo tan ritualizado, formaba parte de manera tan evidente de un acuerdo social consuetudinario, que las elites aceptaban a regañadientes estos correctivos, como algo que iba de suyo con su puesto o su responsabilidad. En consecuencia, no cabía represión alguna: las fuerzas del orden transigían con cualquier demostración satírica, pues se entendía que estos motines eran, en verdad, una llamada al orden, una forma de aplacar el egoísmo o la altivez de los mandamases.

Nadie interpretaba las reprimendas en términos de violencia política. La línea que separaba la diversión de la protesta era tan delgada que los lunes sin trabajo, las fiestas patronales o la Semana Santa se convertían en momentos propicios para la algarada. Esta, a su vez, bebía del repertorio de hábitos, sonidos y rutinas de las fiestas. Se hacía entonces y se sigue haciendo en muchos pueblos de España en los que es tradición poner en la picota a algún poderoso para jolgorio popular en fechas señaladas. Otra cosa es que en esta España de cosmopolitas a nadie le quede un pueblo al que volver o del que aprender. Pero no nos engañemos, no fueron pocos los muñecos de políticos paseados o quemados en comparsas ni los personajes influyentes sometidos a la risa punzante del más plebeyo de la localidad.

Conviene entender la lógica popular para que no se asuste ningún centrito ni se alarme nadie en Bruselas. Se reprendía para torcer la conducta del reprendido, para recuperar la estabilidad: la honra de la comunidad, la vuelta a la paz social, unos impuestos justos, etc. El ridículo, el uso ceremonial del fuego, la pantomima o la danza chusca servían para volver el mundo del revés, reforzar los vínculos de los agraviados y exigir al señalado que actuara conforme al interés general. Incluso propasarse con su muñeco era la garantía más clara de que nadie se propasaría con el representado. Se trataba de devolver el golpe que el pueblo sentía haber recibido. De hacer una transgresión simbólica a la altura de la perpetrada en la vida real por el politicucho que compadreaba con enemigos, que era un pelele de intereses ajenos o que traficaba con el patrimonio colectivo. No sé si esto les evoca a Sánchez.

Estos hábitos tan respondones no eran algo exclusivo de España. Nuestros expertos en polarización y nuestros gobernantes enamorados de los delitos de odio lo sabrían si tuvieran un mínimo conocimiento de cultura popular. Los historiadores de la acción colectiva en tiempos modernos y contemporáneos han registrado estas mismas prácticas en todo el mundo mediterráneo. También en el siempre comedido y educado norte del viejo continente. Estaban tan imbricadas en el inconsciente colectivo que muchas terminaron incorporándose a la disputa política de masas, desde las coacciones en jornada de huelga a los boicots a actos públicos, del teatro político al auge de la caricatura impresa, de los trágalas en casa de ministros y concejales a las protestas de las asociaciones de vecinos, de la cartelería humillante a las perfomances de ganaderos iracundos vertiendo abono en sedes institucionales.

Hubo una época en que el pueblo gozaba de libertades colectivas no escritas en ningún código, en que la oligarquía se sometía a la risa rabelasiana de la gente corriente si incumplía la misión que justificaba su posición ventajosa en la pirámide social y en que la calle, como ágora comunitaria, servía de parlamento para quienes no tenían voz.

Frente a ese mundo degenerado, rudo y clementista, los tecnócratas en toda Europa llamaron a un cierre del espacio público hace ya muchos años. ¿Cómo van a poder hacer política unos cafres en la calle? ¿Cómo va a haber vías de control del poder ajenas a los partidos, los papers y las instituciones? ¿Cómo vamos a aceptar que alguien se acuerde de la madre de un potentado o parodie la condición física de un dirigente? ¿Cómo se va a poder protestar sin pedir permiso?

La piñata de Sánchez no es un revival de la España guerracivilista de la que tanto hablan los descubridores de última hora de Chaves Nogales. Tampoco las caricaturas, los ninots o los muñecos apaleados de signo opuesto. Pueden estar tranquilos en redacciones y facultades. Es puritísima cultura popular. Algo que nos conecta con un momento en el que tal vez no fuéramos tan sofisticados y avanzados, pero nos reíamos más, exigíamos más a los peces gordos y teníamos una noción más generosa de lo que se podía decir y hacer en el espacio público.

En esta España de genuflexiones y opiniones calcadas conviene recuperar el valor transgresor de los refranes, los exabruptos y la farsa popular, venga de donde venga y vaya contra quien vaya. Larga vida a las armas de los de abajo para denunciar los excesos y dobleces del establishment y corta a quienes se toman la política con medidor, como ponen las copas allende los Pirineos. A quienes creen que el perímetro de lo aceptable ha de ser tan chico como el área pequeña de un campo de fútbol.

Ahora que las plataformas digitales nos permiten recordar esa España chula e incontenible de Clemente, esa que nos parece tan lejana de la nuestra, blandita por fuera y jodida por dentro, no se me ocurre mejor forma de defender la libertad de los de abajo que velar por el derecho del pueblo a ser desagradable en su crítica de los de arriba.

Carlos Hernández Quero es diputado de Vox por Málaga

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.

  • V
    vallecas

    No hay recuperación posible. Ya se ha producido la desconexión y el individualismo más intenso.
    Los mejores se marchan, tanto física (a otro país) como mentalmente (en España, pero desconectados).
    Los que tienen formación, buenos empleos, buenos salarios, no debaten con "podemitas", con "feministas-radicales", sonríen y desaparecen.
    Insisto, que se van, se hacen invisibles. Los visibles son los radicales, los sesgados, los odiadores, los "feministas" los "podemitas", los "wokes", la basura.
    De ninguna forma se atreva a criticarlos D. Carlos, ni a acusarles de egoístas. La izquierda desde hace casi 50 años han estado haciendo una política de bandos Buenos/Malos y ustedes, los de derechas, se lo han permitido.