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Cultura

Flamenco social, flamenco emocional: guía para enchancharse al género más profundo de la música española

Unas pocas páginas pueden ayudarte a derribar una muralla. Como ocurre con las matemáticas, el mayor obstáculo para disfrutar del flamenco puede estar en sentirse intimidado. Hablamos de un arte ‘jondo’, ancestral, plagado de matices, donde no siempre se entra a la primera. El músico e investigador Pedro Lópeh propone cambiar el enfoque académico por otro emocional: “La forma idónea de zambullirse en este arte -diría que en todas las artes- es disfrutando primero: escuchando discos, viendo vídeos, saboreándolo en directo, viendo el cante. Como sucede con todas las disciplinas artísticas -digamos cultas o cultivadas- es cierto que se aprecia mejor el flamenco con unos poquitos conocimientos; pero estos tienen que originarse como consecuencias de nuestras audiciones”, señala. Ofrecer esas primeras nociones, pequeñas pero esenciales, es la misión de ‘Ramo de coplas y caminos’ (Akal, 2019), un libro tremendamente útil para apreciar nuestra música popular más universal.

Pedro Lópeh

Empezamos con un ejemplo práctico: las soleares. En vez de explicar complicados patrones rítmicos o hacer un listado de sus múltiples variantes, el libro opta por escoger una metáfora: la imagen del condenando a muerte caminando a su final. “La soleá camina sobre la tierra, no se eleva”, arranca Lópeh. La intensidad es otro de sus emblemas: “El toque y las palmas no son sino el ruido de los pasos de un preso que se acerca al cadalso con marcha irregular, a veces empujado. Escuchamos de vez en cuando el reposo de ambos pies cuando pisa las energías que se le quiebran al reo: de repente, la guitarra se ha quedado suspendida. Pero un instante después prosigue su camino, no queda otra”, explica. Como el texto es una guía, ilustra la descripción con piezas de El Agujetas, Diego Clavel o Fernanda de Utrera. Estamos ante una texto que pide lectura junto a Spotify y Youtube, el mejor archivo que los legos tenemos a mano.

Mapas cantados

En el extremo contrario del espectro, se encuentran al alegrías, originarias de Cádiz. El flamenco es un arte popular, tremendamente pegado al terreno donde crece. Por eso existen más palos con denominación de origen (granaína, malagueña… ) y por eso tantos músicos se apellidan con los nombres de sus pueblos (Fernanda de Utrera, Juan ‘El Lebrijano’…). Las alegrías son un gran ejemplo de apego a lo cercano. “Protagonizan sus letras casi todos los barrios y monumentos gaditanos, el mar y la marinería, Napoleón, el sitio de los franceses en 1810, la vida cotidiana durante el asedio, etcétera. Cuando visité Cádiz no me hicieron falta apuntes históricos y a vosotros os pasará lo mismo si cantáis por alegrías”. También son el cante más sencillo de reconocer: “Ese ‘tirititrán, tran, tran’ con que comienzan las delata ante el público profano. Sus melodías de origen folclórico y el regocijo que transmiten las convierten en un género agradable para quienes no suelen gustar del flamenco o para aquellos que huyen de los cantes más desgarradores”, apunta. Podemos confirmarlo con “De belleza sin igual”, de La Perla de Cádiz.

El flamenco no solo está pegado al territorio, sino también al trabajo, como demuestra el género de las tarantas, uno de los más intensos. “A medio camino entre el campesinado y el proletariado de las grandes ciudades, el pueblo minero ha quedado ciertamente olvidado. Aunque a los españoles nos pudiera parecer que solo ha habido mineros en León y Asturias, la población minera que durante décadas existió en Jaén, Almería y Murcia (‘el Levante flamenco’) fue numerosísima; como numerosas fueron las migraciones cuando cerraba un pozo aquí y abría otro allá”, recuerda.

"La minería se constituye como un sistema de explotación tan brutal y perverso que es fácil de entender, y así lo recuerdan las crónicas, que los trabajadores gastaran sus cuatro duros en alcohol y mujeres"

Este trabajo -duro, precario y peligroso- iba ligado a unas ganas extremas de placer. “La actividad minera fijaba el territorio a otras dos clases de profesionales: imprescindibles: las prostitutas y los taberneros (trabajos indirectos, se les llamaría ahora). La minería se constituye como un sistema de explotación tan brutal y perverso que es fácil de entender, y así lo recuerdan las crónicas, que los trabajadores gastaran sus cuatro duros en alcohol y mujeres. En ese clima de miseria material y espiritual el flamenco caló hondísimo, desarrollándose como una de las pocas expresiones en las que el minero tenía voz”, destaca. Escuchemos “A la huerta del Cotillo”, de José Menese.

https://youtube.com/watch?v=_8r0GJQwOfo

Amputar el orgullo

Salpicados por todo el texto, quedan fragmentos memorables sobre la naturaleza del flamenco. “El cante no patrocina esa soberbia empresa humana de querer domesticar la realidad. Muy al contrario, se recrea con la incapacidad del hombre frente a la ocurrencia más ridícula del destino. Entonces, justo en el momento en el que tiemblas de pura vulnerabilidad, de frío espantoso, te ofrece una navaja con la que debes amputar el último reducto de tu orgullo, ese donde anunció conservas unas pocas ganas de resistir”, escribe Lópeh en el tramo final. Tampoco renuncia a la sinceridad cuando se enfrenta al futuro de este arte. “Despojado de su anclaje social y del sustrato vital que lo parió, me es difícil ver en el flamenco presente y futuro algo que no sea un producto, una mercancía, entretenimiento. La despoblación del mundo rural y la destrucción de comunidades sentimentales tampoco ayuda. Claro que el flamenco va a dar voz siempre a los angustiados, pero igual para lamentarse por el despido de una fábrica es mejor el rap y para quejarse porque no hay wifi en el apartamento rural sea mejor el indie”, concluye. Amén.

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