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Cultura

De los Goya a la Generalitat: el creciente menosprecio hacia el flamenco

El pasado viernes falleció Alfredo Grimaldos, uno de los mayores divulgadores del flamenco de las últimas décadas. La repercusión del hecho fue modesta, un obituario en el medio donde más colaboró (El Mundo) y unas cuantas notas en páginas webs especializadas. Resulta brutal el contraste con la omnipresencia de informaciones sobre la detención de Rafael Amargo, muchas veces con tintes de ridiculización. Parece que, de manera consciente o inconsciente, interesa subrayar una visión esperpéntica del flamenco, en vez de contribuir a que lo conozcamos a fondo. ¿Para esto servimos los medios de comunicación?

La importancia de la labor de Grimaldos es crucial, tanto por su escritura cotidiana como por haber firmado el ensayo clásico Historia social del flamenco (Península, 2015), donde explica a través de historias personales de los grandes nombres el sustrato comunitario donde creció esta música popular y cómo el vendaval de la sociedad de consumo fue disolviendo esos vínculos. Fue uno de los periodistas que mejor explicó el arte jondo, que consideraba una especie en peligro de extinción, “como los bolcheviques o el lince ibérico”. Rehuía polémicas personales, poniendo el foco en lo estructural: solía decir que el mayor enemigo del flamenco eran las prisas que impone la sociedad actual, incompatibles con sentarte para atender a la música con los cinco sentidos (ahora todos escuchamos haciendo otras cosas).

También atribuía la decadencia a otros factores, por ejemplo el paso de la vida en corralas a pisos individuales, un avance social pero también un revés a la vida de barrio. Los cantes dejaron de aprenderse escuchando a los mayores para hacerlo en solitario, por medio de discos y luego de cascos y archivos mp3. Pasamos de las comunidades a las soledades. “Los flamencos ya no quieren ser Manolo Caracol sino Michael Jackson”, decía, no con amargura sino con resignación al progreso. A pesar de todo, sus reseñas eran cálidas y cordiales con las estrellas flamencas que se acercaban al pop y otros estilos comerciales. Sabía que era inevitable.

Sin espacios de difusión

La insensibilidad ante el flamenco, la música popular por la que más se nos conoce en el mundo, queda clara también al leer entrevistas con el ‘cantaor’ onubense Arcángel, desanimado ante el hecho que que no exista un programa sobre flamenco en nuestras televisiones: “Más que algo llamativo, me parece una vergüenza. Pero voy más allá: que no lo haya en la española lo puedo medio tolerar, pero que no lo haya en la andaluza es la hostia. De eso deberíamos preocuparnos más que del apropiacionismo”, afirmaba en 2018.

La noticia más grave, que pasó desapercibida, es la orden de la Generalitat de cerrar los tablaos sin ayudas ni compensaciones

Ya se ha convertido en un tópico la añoranza de Rito y geografía del cante, casi cien capítulos de media hora emitidos entre 1971 y 1973, en pleno tardofranquismo. La sobriedad de enfoque y el rigor de las entrevistas convierten este espacio en la mejor introducción para interesados en educarse sobre los avances y matices del género. ¿Por qué desde entonces no se ha continuado esta labor o producido otro programa de similar voltaje y valor documental? Aprovecho para recordar que tenemos estupendos y jóvenes expertos con capacidades para llevarlo a cabo, caso de Silvia Cruz Lapeña o Pedro Lópeh.

La crisis, por un lado, es simbólica. El ejemplo podría ser la gala de los Goya 2019, celebrada en Sevilla pero sin artistas flamencos, ya que el ambiente fashion, de lujo y chic encajaba mejor con una versión pop sedosa de Los Chunguitos, interpretada por Rosalía (no tiene culpa la cantante, sino la organización). Además es una falsa percepción, ya que el cante jondo no tiene por qué ser incompatible con una atmósfera ‘fashion’ (los flamencos, especialmente los gitanos, siempre han sido inspiradores de la moda). Un desastre.

Instituciones insensibles

Las últimas noticias de la crisis son materiales: la ruina de los tablaos, que en Madrid ha afectado a nombres tan importantes como Casa Patas o el Café de Chinitas. La noticia más grave, que pasó desapercibida este verano, fue la orden de la Generalitat de cerrar los tablaos. En una nota de prensa de julio, los propios afectados denunciaban la situación: “pese a llevar cerrados desde el mes de marzo, primero por el Estado de Alarma decretado por el Gobierno central, y después por la Orden de cierre de la Generalitat de las salas de espectáculos, la Generalitat no ha dedicado ni la más mínima dotación a indemnizar o ayudar a este sector cultural, y ni el Ayuntamiento ni el Gobierno central han dejado de recaudar ni un euro de impuestos”, denunciaban.

Más agravio: “Resulta una discriminación escandalosa respecto de la situación de la hostelería a la que, por cerrar únicamente quince días -los tablaos llevan cerrados siete meses- rápidamente se ha puesto encima de la mesa indemnizaciones (claramente insuficientes por otro lado), reformas legislativas, etcétera”, compartían. Es la enésima prueba lacerante del menosprecio a un tesoro cultural y popular de nuestro país. Un mes después, el ayuntamiento de Barcelona se comprometía a hacer todo lo posible por contribuir a sus supervivencia, pero la Plataforma de Tablaos Emblemáticos anunciaba que seguiría abierta para insistir en sus reivindicaciones.

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