Quantcast

Cultura

Invasión de Ucrania

Los filósofos de Putin

Una tradición identitaria, consolidada desde mediados del siglo XIX, ha convertido Rusia en campo de batalla intelectual empapado de totalitarismos

Dugindisparando en Osetia del Sur en 2018

En el año 2006 un escritor octogenario afirmó que el país liderado por Putin estaba en peligro por la amenaza de la OTAN y llegó a defender que esta organización “se preparaba para acorralar por completo” a ese país y “ahogar su soberanía”. Dos años antes de la quiebra de Lehman Brothers, este novelista juzgaba también que “la democracia occidental atraviesa un estado de crisis serio”.

Fuera del carácter profético de estas palabras, también se criticaba con vehemencia “la imitación” de Rusia de los valores occidentales y el apoyo europeo a las revoluciones de colores contrarias al Kremlin. Incluso, este prosista -premio Nobel en el año 1970- llegó a declarar, según la profesora Elisa Kriza, que Bielorussia o Ucrania eran “parte de una sola nación”.

Este escritor era Aleksandr Solzhenitsyn y había sido el gran intelectual anticomunista de los 70. Sus últimos años, así, vieron su conversión de digno propagandista contra el totalitarismo soviético a sabio en su torre que criticaba la “decadencia europea” con una defensa inequívoca de valores reaccionarios. No fue el único: decenas de filósofos conservadores volvieron de ultratumba para atacar cualquier tentativa progresista o siquiera liberal en unas sociedades anestesiadas del debate público desde 1945, en opinión de este cronista de Vozpópuli.

La caída de la URSS en 1991 no convirtió a la esfera cultural eslava en democracias abiertas, sino en su mayoría en cleptocracias identitarias con ausencia de burocracias independientes. Con sus sistemas fiscales desmantelados a toda prisa, una opinión pública amordazada o en el exilio, los países del oriente europeo verían una particular “primavera reaccionaria” donde el trono y altar volverían del siglo XIX para ahogar el XXI.

Poco a poco, ante la indiferencia de un Occidente que exportó su modelo aún no su moral, apareció una hidra identitaria que haría de la patria y la religión algo más poderoso que cualquier capital.

Las palabras del diplomático reaccionario Konstantin Leontyev, el Donoso Cortés ruso e inventor del concepto Eurasia que defiende Putin, volvían del pasado como otra profecía autocumplida: “¡Oh odiosa igualdad! ¡Oh uniformidad en todo! ¡Oh progreso condenado y maldito!”.

Libros que reparte Putin

A finales del año 2013 Putin envió varias obras a sus funcionarios políticos de mayor relevancia y antigüedad. Entre ellas se encontraban Justificación del bien (1918) de Vladímir Soloviov, Sobre la desigualdad (1923) escrito por Nikolái Berdiáyev y especialmente Nuestras tareas (1948) del ruso blanco Iván Ilyín. Pocos años antes, incluso, el presidente de la federación rusa recuperó el cadáver del exiliado Ilyín de Suiza, el cual sería sepultado con honores en el Moscú de 2005.

Los tres autores desde cualquier perspectiva moderna son profetas de la reacción: Soloviov es un místico imbuido del nihilismo de final de siglo, Berdiáyev es un espiritualista heterodoxo mientras que Ilyín es un identitario blanqueador del fascismo que sueña con una Rusia tradicionalista y creyente. Todo ellos derivan del pensamiento reaccionario del citado Leontyev, al cual el pensador Richard Pipes acusó de “carecer” de cualquier “relación con la realidad”.

El ucraniano Berdiáyev, que sufrió tanto la persecución zarista como soviética, era contrario a cualquier igualdad y juzgó que la democracia crea productos culturales mediocres

Rusia como excepcionalidad, Rusia martillo de herejes parafraseando a nuestro gran coetáneo identitario Menéndez y Pelayo, guía el camino al absoluto de estos filósofos. Se entrevé, además, en ellos una defensa de la vida campesina en tiempos del zarato, incluso de la servidumbre, que se considera utopía social solo corrompida por el soplo de lo extranjero.

Ilyín, el cual estuvo fascinado por la fuerza del “fascismo alemán”, vertebrará en esto una teoría política pseudohegeliana donde ve a Rusia como un “cuerpo” en evolución en el cual Ucrania es otro órgano. En esa visión no hay partidos políticos, tampoco democracia y de ninguna manera libertad de prensa:

“Si la libertad de opinión es absoluta los funcionarios no se atreven a subvertirla y reducirla. Así las opiniones "más idiotas, dolientes, desastrosas y desagradables son intocables" solo debido a que un idiota traicionero u opositor tuvo tiempo para decirlas, escondiéndose en su naturaleza `intocable´”.

Soloviov, el menos político, niega “el deseo” como cualquier realización humana, atribuyendo que no ha habido “mayor personificación” del espíritu nacional ruso que el Zar y el escritor Aleksandr Pushkin. Tampoco el ucraniano Berdiáyev, que sufrió tanto la persecución zarista como soviética, moderará su pensamiento en el exilio.

Contrario a cualquier igualdad, juzgó que la democracia, la paridad civil, creaba productos culturales “mediocres”, además de profesar la “excepcionalidad rusa” respecto al mundo. La intrahistoria del país, concepto por cual se ha comparado Berdiáyev con Unamuno, iguala el país a una idea mística de redención:

“Hay algo en el alma rusa que se corresponde a la inmensidad, a lo etéreo, de la infinitud de la tierra rusa: geografía espiritual que se corresponde con la física (…) Los rusos no tienen un sentido especial de gente culturizada, como los tipos en Europa occidental, sino más bien son gente de inspiración y revelación”. Esa “revelación”, esas ideas espiritualistas, serían decisivas luego de la caída del muro.

Batallas entre totalitarismos

Desde el desplome de la tapia que separaba Berlín, noviembre de 1989, todo el edificio que sustentaba el gran ideal comunista se desveló como una dictadura cuyas vigas estaban infectadas por esa aluminosis llamada nacionalismo. Su gran analista, Samuel P. Huntington, hace un examen preciso de esta macedonia de banderas que acabó con la segunda potencia mundial: decenas de señeras surgidas de la nada fueron corroboradas por referendos donde todas las nuevas repúblicas repudiaron el comunismo.

La idea de una Rusia unida, la idea de la gran Rusia “pastoreando” los países eslavos, se disolvía cual aspirina y uno de los estados fronterizos menos dispuestos a someterse, como narra con precisión la historiadora Marta Dyczok, sería Ucrania. Origen de la nación rusa en el siglo IX (el llamado Rus de Kiev), se transformará en un estado cosaco en el renacimiento y este muy pronto sería conquistado por Catalina la Grande.

Ucrania llegaría a inicios del siglo XX dividida entre Polonia y la U.R.S.S. para acabar siendo campo de batalla entre totalitarismos. Con una hambruna devastadora del año 32 al 33, el llamado Holodomor, a este país se le anexionó la rusa Crimea por cuestiones de eficiencia en febrero de 1954.

El accidente de Chernóbil, en el 86, hundirá el prestigio de la administración soviética y los movimientos independentistas van a sucederse desde el año 89 en Ucrania. En 1991 declaran la soberanía, pero reconocen vinculación internacional a Rusia. En agosto de ese año serán independientes e ilegalizarán el Partido Comunista. Nada más independizarse esta República, en mayo de 1992, el parlamento de Crimea declaraba la independencia de Ucrania provocando un pulso imposible con Rusia.

Ahí comienzan sus problemas con Rusia, lo cual coincide con la aparición de los nuevos ideólogos del Kremlin que defendían este territorio como parte del volk ruso. En esas circunstancias, no solo el nacionalismo ucraniano tendrá sus pensadores, sino que muchos de los intelectuales rusos van a derivar al nacionalismo reivindicando tanto Crimea como el este de Ucrania.

Archipiélago rusófilo

Es el tiempo de nuevos filósofos, algunos estrambóticos como Lev Gumiliov que llegaba a reivindicar a los rusos como súperetnia que reunía elementos tártaros y eslavos. Más mitólogo que historiador, muy querido por sus estudios antropológicos en países como Kazajistán, alcanzó público en una Rusia en crisis necesitada de mitos nacionales alejados de Lenin y Marx.

Carrère recuerda que teóricos de tercera posición como Eduard Limónov y Aleksandr Dugin eran aplaudidos en sus proclamas reaccionarias

Se recuperan, incluso, autores propiamente malditos en tiempos soviéticos como Konstantin Chkheidze, que vertebra el concepto de Eurasia ya apuntado y de gran influencia en el último Vladimir Putin. Este autor, de origen multiétnico (pase ruso, madre georgiana), juzga junto al lingüista Nikolái Trubetskói que toda república eslava debe “fusionar sus nacionalidad en un conjunto ruso”. ¿La oveja negra en esas Repúblicas rusófilas? Ucrania, claro, a la que temen por su “empuje nacionalista”.

Fascina que autores identitarios, muy dudosamente occidentales, dominaran por completo una Rusia que verá un auge de estas publicaciones nacionalistas entre los 90 y los 2000. Emmanuel Carrère hace literatura de ese ambiente reaccionario, el que permitió el ascenso del partido nacional bolchevique, y recuerda que teóricos de tercera posición como Eduard Limónov y Aleksandr Duguin eran aplaudidos en sus proclamas reaccionarias. En estas afirmaban:

…que, en un año de supuesta 'democracia', el pueblo ha sufrido más que en setenta años de comunismo. Que la cólera ruge y que hay que prepararse para la guerra civil. No es un discurso muy distinto de los de sus vecinos de tribuna, pero la multitud, una multitud inmensa aplaude cada frase. Las palabras le vienen espontáneamente, expresando lo que todos sienten”.

Putin, en ese sentido, es parte de ese ambiente de revancha y seguía los pasos del político ucraniano prorruso Aleksandr Rutskói. Este último fue el primer político de importancia, vicepresidente de Boris Yeltsin, en ir a Crimea a reivindicar el territorio: el nacionalismo ruso, después de salir del huevo de la serpiente rojo, encontraba al fin su Danzig. El historiador Stephen Kotkin, así, retrataba recientemente esta cosmovisión identitaria en el semanal New Yorker:

Putin no parece creer que Ucrania es un país real y que los ucranianos existen, y juzga que son solo un pueblo con los rusos. Creía que el gobierno ucraniano era fácil de derrocar. También quería creer lo que le decían en su propio ejército, el cual había sido modernizado hasta un punto que podía dar un golpe relámpago y no una invasión militar…

La Cuarta Teoría política

En este caldo de cultivo ultraconservador, en esta decepción con el liberalismo, filósofos más contemporáneos como Aleksandr Solzhenitsyn y Aleksandr Dugin no van a partir de ideas democráticas sino más bien de la defensa de etnoestados fuertemente armados y liberticidas. Paradoja: mientras todo occidente creía el irónico ensayo El fin de la historia de Francis Fukuyama, el triunfo inevitable de la democracia liberal, la Rusia postcomunista iba construyendo su propio nacionalismo identitario con continuas referencias al pasado.

Duguin, como hemos visto, de 1992 a 2001 fundó partidos identitarios con tintes fascistas que se oponían a occidente y con una praxis política alternativa. Su Cuarta Teoría Política, del año 2009, mimetizaba elementos de todas las ideologías oponiéndose a las hipótesis que se creían dominantes y definitivas en los años 90. El concepto de oposición entre Occidente y Rusia no era nuevo, lo creó el aristócrata Nikolái Danilevski a mediados del XIX, pero es quizá la primera vez que va a tener una traslación política en el país de los Urales, casi siempre vinculado a los tratados europeos desde el siglo XVII.

Dugin, así, será un gran defensor de la guerra de Ucrania para restaurar la “autoridad moral” de Rusia ya en la primera intervención de 2014, en un tiempo donde llegó a nombrar este país como “artificial”. La nostalgia de la Rusia superpotencia, del macroestado que podía competir con Estados Unidos, vertebra también su grandilocuente y extrañamente posmoderna idea de la sociedad rusa:

“La civilización romano-germana ha creado su propio sistema de valores y los ha elevado a una interpretación universal. Este sistema romano-germano ha sido impuesto a otra gentes y culturas por la fuerza y la astucia. La colonización espiritual y material de occidente es un fenómeno negativo. Cada gente y su cultura tiene su derecho intrínseco de evolucionar de acuerdo a una lógica. Rusia es una civilización propia: está llamada a contrarrestar a Occidente para salvar su propio camino, pero también a permanecer en la vanguardia de otras gentes y países de la tierra con el objeto de defender la libertad de sus culturas”.

En ese sentido, todos estos pensadores, todos estos opositores a la libertad en el sentido occidental -incluyendo los derechos a minorías sexuales-, tendrían éxito a la hora de conformar un magma ideológico que Occidente ignoró hasta la reciente guerra de Ucrania. El discurso de Putin que inició el conflicto resumía a todos estos filósofos rusos en una proclama más propia del siglo XIX que del XX:

Sus propios intereses (…) pretenden destruir nuestros valores tradicionales y forzar los valores ilusorios que nos destruirían desde dentro; esas actitudes que están imponiendo con fuerza en sus países, aquellas que dirigen directamente a la degeneración y degradación porque son contrarias a la naturaleza humana. Esto no sucederá: nadie ha conseguido hacerlo y no lo harán ahora (…) Para los Estados Unidos y sus aliados es su política contener Rusia, con dividendos geopolíticos evidentes. Para nuestro país, esto es un tema de vida o muerte y nuestro futuro histórico como nación…”.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.