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Cultura

Ana Iris Simón: “Vivimos una homogeneización, el infierno de lo igual"

Ana Iris Simón, autora del superventas 'Feria'
Ana Iris Simón, autora del superventas 'Feria'

Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) es periodista cultural. Conoce a fondo la prensa más ‘cool’ de España, pero no comulga con los dogmas del ‘moderneo’ contemporáneo. Las páginas de Feria (Círculo de Tiza, 2020) son un celebración de las relaciones familiares, las amistades duraderas y los vínculos culturales con el pasado. También denuncia que vivimos en una sociedad de baratillo, que compensa sus injusticias con mucha luz de neón, chucherías de plástico y promesas laborales incumplidas. Todo esto, por supuesto, acaba pasando factura. “Tardé más de veinte años en decir que mis abuelos eran feriantes”, reconoce en esta crónica de su educación sentimental. Estamos ante un texto que contribuye a descubrir quiénes somos para empezar a pensar quiénes queremos llegar a ser.

La autora en sus días de feriante

Pregunta: El libro habla de su pasado como parte de una familia de clase trabajadora, carteros y feriantes. La tesis principal es que antes la feria constituía una excepción anual, mientras que ahora la sociedad de consumo se ha convertido toda en una feria, desde la iluminación del Primark hasta la comida hipercalórica que consumimos a diario.

Respuesta: Es el fin de lo excepcional, la homogeneización, el infierno de lo igual. Si la vida misma se convierte en una feria, las ferias dejan de tener sentido. La profesión de mis abuelos y cómo en un momento determinado se va al traste y les empieza a ir mal es la manera en la que viví de niña la globalización, la “modernización” de España, el “progreso”. Esa lectura la he podido hacer de mayor, en ese momento no entendía, claro, que mi abuela se quejara de que abrieran cadenas de hamburguesas, ni locales con piscinas de bolas, igual que no entendía por qué mi padre prefería ir al mercado de Ocaña, que a mí me parecía que olía a animal muerto y tenía hojas de verdura por el suelo, que al Leclerc (el típico hipermercado moderno). La factura es clara: todo el mundo debió pensar como yo, todos debimos hacer esa inferencia infantil mía: el mercado de Ocaña era el pasado, el Leclerc la modernidad y el porvenir que merecía la pena, porque no olía a animal muerto.

P: No solo describe con precisión la vida de una niña en La Mancha en el cambio de siglo, sino que  se posiciona, opinando que la vida que llevaron sus padres era más digna y plena que la que llevan las personas de su generación. ¿Se siente sola defendiendo esta postura?

R: No somos pocos en mi generación los que apuntamos que nuestras condiciones materiales y, sobre todo, nuestra perspectiva de futuro y nuestras certezas en lo que atañe a lo laboral son peores que las de nuestros padres. La última conversación que tuve al respecto con mi padre, que fue el viernes pasado, la zanjé señalando que en mi generación había más obreros con carrera y máster, sí, y que eso era una conquista; pero que, seguramente, también había menos obreros con contratos indefinidos y posibilidad de comprarse una casa, o incluso de meterse en un alquiler y vivir dignamente. En ese sentido, no me siento sola. Sí que quizá es menos popular la otra cara que señalo, la que va más allá de lo material: no solo envidio la vida de mis padres a mi edad por haber podido meterse en una hipoteca y haber tenido contratos indefinidos, sino también por haber querido. Envidio a mis padres porque quisieran tener hijos con veintipocos y porque no tuvieran ese imperativo de ser libres. Me refiero a libres de elegir, paradójicamente, todos lo mismo: Netflix, festivales, relaciones líquidas, vivir fuera al menos un añito en la vida casi como conditio sine qua non para ser un ciudadano respetable; ocio barato basado en el alcohol y las drogas; la querencia que tiene mi generación por viajar casi por defecto, etcétera…

P: ¿A eso no se renuncia?

R: Gritamos a los cuatro vientos que no podemos tener críos ni casa, y esto es verdad, pero también es verdad que no queremos, que tenemos que hacer “muchas cosas antes de asentarnos”. Obviamos que, para las clases populares, tener un hijo siempre ha supuesto esfuerzos y renuncias. Esfuerzos y renuncias que, a día de hoy, no estamos dispuestos a hacer: preferimos trabajar veinte horas pero “de lo nuestro” con sueldos de miseria e inestables durante años a tener cualquier otro empleo, hacinarnos en pisos compartidos del centro en lugar de irnos a la periferia con nuestras parejas, viajar e ir a clases de yoga, hacernos las uñas y salir al Cha Chá en lugar de invertir ese dinero en un carrito o en pañales…. El diagrama de Nolan, ese que tantos memes nos ha dado y que se basa en cuatro ejes ideológicos, tiene una vertiente económica, material, y otra antropológica. Y es esta última la que buena parte de mi generación se niega a ver: detectamos fácilmente la cara material del liberalismo y cómo opera, cómo influye en nuestro día a día, pero nos negamos a reconocer que la antropológica, la que tiene que ver con la cosmovisión, la moral o lo que para nosotros es importante, también es perversa. Y, como la primera, nos ha calado hasta los huesos.

Me dio la risa cuando Antonio Maestre se burló de Espinosa y Monasterio por tener una familia donde se reunían primos, tíos y primos segundos cada año, por ser una ceremonia opusina"

P: Un posicionamiento claro del texto es defender los vínculos fuertes (familia, amigos, lugar de procedencia) frente a ese mundo líquido. ¿La rebeldía en 2020 está en defender las raíces?

R: Hace unos días veía un tuit de una persona de izquierdas, muy formada, muy progresista, que decía, literalmente, que “la familia nuclear debería desaparecer para dar paso a otras cosas” y que era un “mecanismo de reproducción de las clases medias y altas” y me daba la risa. Pensaba en la mía, de la que hablo en Feria, con mis siete tíos y mis dieciocho primos, con mis padres carteros, con mi tío Pepe albañil, con mi tío Hilario campesino, todos ellos sin carrera y orgullosos de que sus hijos puedan tenerla, y no podía no reírme con lo de las clases medias y altas. Me dio la risa también cuando Antonio Maestre se burló de Espinosa y Monasterio por tener una familia en la que se reunían primos, tíos y primos segundos cada año, por ser una ceremonia conservadora y “opusina”. Mi abuelo, comunista de segunda generación, campesino, un hombre de eso que ahora se ha convenido en llamar “el rural”, no perdona que no nos reunamos todos sus hijos, nietos y bisnietos dos veces al año. Por mucho que lo prohiba la OMS y Pedro Sánchez. Y en total somos unos cuarenta, calculo. Así que supongo que sí, que algo de autodefensa hay en escribir y reivindicar la familia extensa desde la clase obrera. Intuyo a mi alrededor, sobre todo en ambientes urbanitas, que las comunidades electivas, por motivos de ocio, de militancia, de afinidad, van ganando cada vez más terreno, si no en nuestras vidas, sí en nuestros imaginarios y discursos. La contrapartida es el retroceso -incluso la demonización- de las comunidades orgánicas, de aquellas que no se pueden elegir: la familia, el municipio, la patria, incluso la clase. Y tiene sentido, supongo, en el modelo económico y social líquido en el que vivimos: repudiamos lo inmutable, todo aquello que no podemos elegir, porque interpretamos que coarta nuestra libertad como individuos de asociarnos con quienes nos dé la gana, de ser lo que nos apetezca ser.

P: El libro llega a extremos casi tabú, por ejemplo la historia su rebelión contra un padre comunista para acercarse a la religión. Esto es muy infrecuente, ¿no?

R: Supongo que mi historia con la religión es muy infrecuente porque también es -o era, sospecho que cada vez menos- infrecuente tener una familia tan materialista como es la mía en su manera de entender la realidad. Se había contado mucho lo contrario, cómo es ser niño en un ambiente cristiano, las preguntas y las dudas que eso genera, las vivencias que se dan creciendo en este entorno, porque era el mayoritario en España hasta hace dos telediarios, durante algunos años por imposición, incluso. Pero sucede que, al contrario, cuando te educan en el materialismo, en el ateísmo, también te haces preguntas, también cuestionas la autoridad -en mi caso no la religiosa, sino la ideológica-, también te insuflan una cosmovisión que te marcará de por vida y también hay dogmas. Imagino que lo que más llama la atención del libro sobre este aspecto es que cuando era cría me escapaba de casa para ir a misa yo sola, pero creo que el mejor ejemplo de cómo me influyó el ateísmo militante de mi padre por un lado y el cristianismo por otro está en los pasajes que hablan de la muerte. Todos los niños preguntamos por ella, y cuando yo empecé a hacerlo, que fue muy pronto porque una de mis compañeras de párvulos murió de leucemia, recibí dos respuestas muy distintas: la de mi abuela materna, cristiana, que me explicó que Sarita estaba en el cielo con los angelitos y Dios, y la de mi padre, que me decía que no, que cuando te morías no había cielo al que ir. Que te enterraban y te comían los gusanos, que después eran comidos por pajarillos que después alimentaban a otras aves, como el buitre. El final del libro habla de la muerte de mis dos abuelas, y en esos capítulos sigue presente este debate de aquello que me contaron una de ellas y mi padre en párvulos.

P: También aborda conflictos relativos a la música popular, alrededor del reguetón o de artistas como Camela. ¿Siguen vivas las guerras culturales entre pijos y plebeyos?

R: De lo que hablo en el libro, más que de lo que me parece Camela o el Parrita -que en paz descanse-, o Manzanita o Los Chunguitos, es del curioso fenómeno por el cual el signo de distinción es ahora para buena parte de las clases medias y altas abrazar la ausencia de clasismo, aunque sea de forma puramente estética, escuchando música, muchas veces de manera irónica, que suena a lata y a organillo. También el reduccionismo que se hace de “lo popular” y la reivindicación de algunos fenómenos culturales desde las élites intelectuales solo por serlo: populares son también la adicción temprana al alcohol y apostar en el Codere y no por populares son reivindicables. De lo que hablo en el libro es de la lumpen-burguesía, de aquellos que pueden flipar acríticamente con las letras del Jarfaiter porque no han tenido a ningún Jarfaiter en clase o de los que cuando en el trap se habla de ‘josear’ no piensan en lo hechos mierda que están los chavales de su instituto por el ‘joseo’ y los ‘joseadores’ (la palabra es sinónimo actual de ‘trapichear’). Así que en 2020 no hay guerra ninguna entre pijos y plebeyos: hay únicamente pijos coqueteando con el plebeyismo como signo de distinción, reduciendo al pueblo y lo popular a lo que a ellos les da la gana. Como siempre, vaya.

No comparto la patologización de la masculinidad"

P: Usted es mujer, periodista cultural y ha vivido mucho tiempo en Malasaña, frecuentando ambientes ‘cool’. Por todas estas cosas, es inevitable compararla con fenómenos editoriales recientes como Caitlin Moran. ¿Hasta qué punto se siente cerca de la escritora británica?

R: En Feria he tratado precisamente de eludir Malasaña, esos ambientes modernos en los que me he movido por mi trabajo o mi experiencia en dos redacciones tan distintas como Telva y Vice, que tiene pasajes muy graciosos, realmente, sobre todo en relación con mis orígenes, que son la antítesis tanto de Telva como de Vice. Si hubiera tocado todos esos puntos supongo que el resultado se asemejaría mucho más a la obra de Caitlin Moran y que habría hecho un libro más comercial, solo por el morbo. Al entregar el manuscrito final, Eva, la editora de Círculo de Tiza, me señaló que yo misma me había borrado del texto, que apenas hablaba de mí, y tenía razón. Valoramos incluir un epílogo contando quién era yo, dónde estaba ahora, que me había ido de Madrid, pero finalmente decidí no hacerlo. No quería contar la enésima historia de “cómo es ser mujer, joven y clase obrera en...” porque ya hay muchos libros en los que se puede leer. Me parecía más interesante hablar de otras cosas, de mi tío Hilario, de mi abuela María Solo o del Chichi, el tonto del pueblo en el que vivía de pequeña. Y explicar la realidad y lo que considero importante tal como lo entiendo, que es a través de ellos, de mis primos pequeños, del corral de mis abuelos, de mis amigos del instituto, que no tienen Twitter ni escriben artículos, no de Malasaña ni de sus ambientes.

P: Otra cosa que llamará la atención es su cuestionamiento de los dogmas del feminismo dominante: reivindica la masculinidad clásica, no el lado tóxico sino el práctico y cuidador, que seguramente ha sido minusvalorado. Y recuerda una frase de Sylvia Plath, a la que atribuye parte de razón: “Toda mujer ama a una fascista”. ¿Teme un linchamiento?

R: La frase de marras es de “Daddy”, un poema de Sylvia Plath, y como en Feria los capítulos van agrupados por pares esta frase da título al que va junto al que le he dedicado a mi padre. En él, más que reivindicar, me río de la patologización de la masculinidad y de las reducciones al absurdo que se han hecho con ella en los últimos años. Todas -y todos- aquellos que hablan de la masculinidad como algo casi inherentemente tóxico han debido tener muy mala suerte con sus padres, con sus abuelos y con sus parejas, pero yo no, y seguramente muchos otros tampoco, y eso es lo que reivindico. También (¡ojo!) a los futbolistas metrosexuales como precursores de la deconstrucción de la masculinidad, porque si se trataba de pintarse las uñas y de cuidarse, si por eso es Bad Bunny un icono de masculinidad “sana”, sea lo que sea eso, en la senda fue precursor Beckham, que llevaba las mechas mejor hechas que su señora (y eso que era la Spice pija). El caso es que sí, hay valores y roles asociados a la masculinidad que reivindico, claro: la valentía, el arrojo, la sencillez, la vehemencia. Y sí, temo el linchamiento, claro. El 1-0-1 del feminismo te dice que, cuando escuchas lo que te acabo de decir, has de responder (so pena de que se te arrebate no ya el carné de feminista sino de ciudadana). El caso es que ¡también hay mujeres sencillas, valientes y vehementes! Mira si no las últimas películas de Disney y Hollywood. Y claro que las hay, como mujeres agresivas, posesivas y violentas, y no hablamos por ello de ‘feminidad tóxica’. El otro día me reía mucho con unas declaraciones del filósofo Slavoj Zizek que señalaban a Greta Thunberg como un ejemplo de masculinidad tóxica: es violenta, vehemente, terca, no está abierta al diálogo. Yo misma soy, a veces, un ejemplo de masculinidad tóxica.

Portada del libro

P: Hay quien dice que todos llevamos un fascista dentro, que sale en algún momento.

R: En este capítulo también me río de la banalización que se ha hecho del término "fascista", y se sigue haciendo, en los últimos años, porque me llevan los demonios con ella: fascistas fueron quienes llevaron primero a la cárcel y luego al exilio a mi bisabuelo, no una panda de ‘neocon’ actuales. Pero es funcional siempre tener un enemigo de paja al que enfrentarse -el fascismo, el hombre blanco...- que nos distraiga sobre quién ostenta realmente el poder: el capital y los que lo acumulan, de todas las razas, colores e ideologías. Y es curioso porque en sus entrevistas y declaraciones, la mayoría de estos acumuladores de capital, los hombres y mujeres más ricos del mundo, se declaran progresistas, antirracistas, feministas, defensores de la sociedad abierta…

P: En las librerías hay mucha autoficción, pero apenas se publican memorias de jóvenes de clase trabajadora. A bote pronto, recuerdo las del rapero Nega, los libros de Kiko Amat y el de Anna Pacheco. Poco más. La singularidad es que el suyo es menos “molón”, lo cual seguramente lo hace más interesante.

R: Feria no es autoficción, pero tampoco son unas memorias: no he contado mi vida en ellas sino pequeños pasajes que parten muchas veces de una imagen o de una anécdota y que me dan pie a reflexionar sobre algunas cuestiones de las que me interesan o me parecen importantes: la muerte, lo masculino, lo femenino, la patria, el linaje, la globalización, la maternidad, el amor, Dios… Por eso es menos molón, porque he evitado contar lo considerado más molón o noticiable por la mayoría: vivir en Malasaña, trabajar como periodista en dos redacciones muy peculiares, acabar hasta las narices e irme de Malasaña… . Así que no, la motivación del texto no era realmente la de contar nada “desde abajo”, aunque realmente todo lo que cuente será siempre desde ahí, porque es de donde vengo y es donde estoy, sino escribir sobre cuestiones que me interesan y hacerlo de la manera más sincera posible.

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