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Cultura

Las cuitas de los caballeros de la Orden del Finnegans

Son ocho, de momento; ocho escritores que han hecho de la veneración del Ulises de James Joyce una excusa para inventarse una logia en la que pudiesen expulsarse los unos a los otros. Se trata de La Orden del Finnegans, una hermandad tan literaria como hilarante creada por el novelista Eduardo Lago y el editor Malcolm Otero Barral hace cinco años en Dalkey, a las afueras de Dublín, y a la que se sumaron luego Enrique Vila Matas, Marcos Giralt Torrente, José Antonio Garriga Vela, Antonio Soler, Jordi Soler y más recientemente el mexicano Emiliano Monge.

La principal obligación de sus egregios integrantes es asistir cada 16 de junio a la capital irlandesa para celebrar el Bloomsday, ese día de ficción travestido en celebración que inaugura Leopold Bloom en las páginas del Ulises al salir de su casa en Sandycove y al que miles de personas se unen, año tras año, desde 1954. No asistir a la cita dublinesa supone el motivo principal de expulsión al que La Orden del Finnegans ha ido añadiendo cada vez más enrevesados compromisos, cuanto más imposibles de cumplir mejor. Sus miembros se vigilan unos a otros, con la entusiasta intención de que alguno incumpla para así decretar una  gustosa expulsión. Cuando le tocó el turno a Vila Matas –le echaron porque prefirió ir a recibir un premio literario-, les acusó de ser una organización anarquista, a lo que todos respondieron: ¿existe una organización anarquista con tantas leyes? Lo cierto es que para el último Bloomsday ya no quedaba orden: todos se habían expulsado entre sí.

Lo de esta hermandad, sin embargo, no es tan vulgar como comprometerse  sólo a cumplir una ruta temática de 29 kilómetros cada año. Ellos, en verdad, hacen lo que les da la gana. Ni su recorrido comienza en el sitio ni a la hora que debería, ni comen pastel de riñón para desayunar, ni se visten a la usanza eduardiana. Eso les convertiría en un grupo de entusiastas abuelas viajeras. Lo suyo es otra cosa; y cuanto más arbitraria mejor. Su nombre, de hecho, no supone homenaje alguno al Finegans Wake de Joyce, sino al nombre del Pub donde comparten, desde 2008, pintas de Guinnes. Unidos por un gozoso espíritu anárquico de la amistad y la literatura, los caballeros comparten lo que ellos mismos describen como una “vía Finnegans” de la escritura, es decir, una vía de la dificultad en el que se inscriben autores como Thomas Pynchon o David Foster Wallace.

Pretenciosos a veces –llegaron a expulsar a un miembro incluso antes de aceptarlo-, los caballeros de La Orden del Finnegans son, eso sí, escritores exquisitos, autores cada uno de una obra que ha hecho coincidir en un mismo grupo al menos a cuatro premios Herralde, cuatro Nacionales y un Nadal. Editaron un primer libro en 2010 con Ediciones Alfabia –entonces eran sólo seis-, y este año van con el segundo: Lo desorden, una colección de relatos recién publicada por Alfaguara y en la que, milagrosamente, han conseguido ponerse de acuerdo en algo: el tema.  Se trata de los recuerdos  -unos inventados, otros algo más fieles- de la infancia de sus autores.

El libro hay que leerlo, eso sí, como se hacen las cosas en La orden del Finnegans: con cierta anarquía. Ya lo escribe Eduardo Lago en las primeras páginas de su relato: “Lo desorden es un fiel reflejo de nuestra personalidad colectiva. Se trata de una transgresión gramatical (…) una contribución verdaderamente joyceana al acervo de la lengua castellana”. Y aunque ninguno sabe explicar exactamente cómo llegaron al consenso, también es cierto que los díscolos caballeros han hecho lo que les ha dado la gana.

Así como ellos no empiezan el recorrido del Bloomsday en la Torre Martello –al contrario, ahí finalizan-, esta reseña –que tampoco parece tal- hará lo propio y comenzará a rendir cuentas desde el final. ¿Te comerías un capullo de Magnolia?, el relato de Enrique Vila Matas que concluye la antología  arranca sus primeros párrafos cargando contra la idea literaria de la infancia –y por consiguiente contra el único acuerdo de la Orden-, por considerar que quienes la cultivan son escritores de una “raza cómoda”, apoltronada en los tópicos de  sus años de pantalón corto. Con una estrategia muy suya -vilamatiana, pues- el barcelonés recrea la redacción de un correo electrónico a un hipotético coordinador del volumen al que cuenta recuerdos inventados; propios no tiene.

Marcos Giralt Torrente en cambio se explaya en Subirse a los árboles, una enjundiosa descripción en la que infancia y memoria, permanencia y pertenencia, se funden con la idea de los que ya no están como único recurso fiable de que el  pasado existió. No hay que olvidar que su primera novela, París (1999), la dedicó Giralt al engañoso proceder de la memoria, lo que hace que muchas de sus incertidumbres vengan cargadas de la prosa poética del primer y más joven Giralt.

El libro tiene sin embargo sus irregularidades –y menos mal, porque de lo contrario sería empalagoso, difícil de tragar-. Emiliano Monge confecciona por ejemplo en Conocí  un mosaico de brevísimas estampas. Recupera recuerdos que se comportan como episodios, gotas insistentes en las que incurren todos los caballeros –la escuela, la casa, el padre, la madre, el miedo, el gozo, el asco- pero cuyo resultado final tiene un sabor distinto, como el que debe quedarle a alguien a quien le apalean la boca con tubo de hierro. Los recuerdos de Monge  parecen escritos por alguien que a sus ocho llevaba dentro de sí el hombre de 35 que sería. Jordi Soler, en cambio, revienta las costuras del libro que apenas comienza –el suyo es el segundo relato- con El pájaro, un cuento perfecto, sucio, violento, tan voraz como debió de serlo La Portuguesa, ese trozo de Selva de Veracruz donde nació el mexicano, en 1963.

Entra así uno a la casa remota en la que José Antonio Garriga Vela daba paseos con Prat, su pollo funambulista, posado en el dedo; o se asoma a la consistencia de la que estaban hechos los temores de Antonio Soler –es cierto, él tiene miedos blandos, otros delicados- . Malcolm Otero Barral, quien dice que siempre tuvo la secreta intención de boicotear este libro, escribe Mi infancia olía a alcohol, un relato de 17 páginas que se comporta como curioso artefacto en cuyo interior se agitan momentos tan simples como entrañables: escenas dulces, y a la vez malogradas por el pudor, de algunas extravagancias familiares –la presencia, casi transversal del alcohol-;  episodios que levantan alguna envidia, como haber visto a Jaime Gil de Biedma tirar todas las copas de una mesa o los “paseos metafísicos” con el abuelo editor al volante. Parece que al contarse, Otero Barral trajera consigo muchas otras vidas. Lleva dentro de sí  un coro de voces que hacen la suya cercana, diferente, acaso algo más auténtica. Si existe algo como tal cosa.

En la presentación que hizo la orden bajo una sofocante carpa en el paseo de coches del Retiro, los caballeros hicieron de todo. Concedieron su premio anual: el Menchu. Crearon otro; el Romuo, sucedáneo del Rómulo Gallegos. Anunciaron las próximas expulsiones e incluso dieron algo parecido a una explicación. “Todos los grupos literarios terminan mal. Nosotros hemos encontrado el antídoto, como nos expulsamos los unos a los otros –sentenció Vila Matas-. Se trata, en el fondo, de una parodia de las peleas de los grandes escritores”. Grandes o no, son ocho, Ocho escritores que mañana podrían ser dos o tres; por qué no cinco. De momento, en este hermandad no habrá ni un miembro más. Las admisiones, han dicho, se acabaron. En su hipotético blasón -¿acaso lo tendrán?-, La orden del Finnegans ha de tener, resplandeciente, una frase. "Gracias, ¡Qué grandes estamos esta mañana!". Así cierra Joyce el capítulo sexto del Ulises, a fin de cuentas, el comienzo y final de toda esta historia.

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