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Cultura

Hubo encierros peores

Leningrado sufrió un asedio de 872 días en el que un millón de vecinos murieron de hambre. Pero resistieron

Una escena cotidiana de Leningrado bajo el asedio: en un íntimo entierro la familia arrastra el ataúd de un pariente muerto.

Los asedios de ciudades han sido la manifestación más cruel de la guerra a lo largo de la Historia. Los civiles, las mujeres y los niños sufren tanto como los combatientes, y cuando un sitio se prolonga aparecen el hambre y las epidemias como complemento de los bombardeos y asaltos.

Ha habido asedios terminados en tragedias épicas como en Numancia, cuyos defensores se suicidaron colectivamente antes de caer en poder de los romanos, y otros larguísimos, como el de Candía (Chipre) por los turcos, que duró 21 años en el siglo XVII, pero sin duda el más terrible ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial, que ha sido la que mayor mortandad y destrucción ha causado a la humanidad. Fue el sitio de Leningrado.

Al invadir Rusia, Hitler mandó a sus ejércitos en tres ofensivas. El ataque central tenía como objetivo Moscú, la capital política de la Unión Soviética, la guarida de Stalin. El del sur tenía objetivo económico, buscaba sobre todo el petróleo del Cáucaso. El del norte sin embargo tenía un objetivo simbólico: Leningrado, la Ciudad de Lenin, la cuna de la Revolución bolchevique, y también la ciudad más hermosa, moderna, culta y cosmopolita de Rusia, San Petersburgo, el balcón hacia Europa que había creado de la nada Pedro el Grande.

Los nazis no querían conquistarla, querían destruirla. “El Fuhrer ha decidido borrar Petersburgo de la faz de la tierra. Después de la derrota de la Rusia soviética no habría interés alguno para la existencia de ese gran poblado”, decían las órdenes del OKW (mando supremo) a las fuerzas atacantes. Pero ese “gran poblado” tenía tres millones de habitantes, ¿qué sería de ellos? Hitler dio la solución con sus propias palabras: “Debe rechazarse toda oferta de rendición de Leningrado, puesto que no podemos resolver el problema de alojar y alimentar a la gente. En esta lucha por la supervivencia, no nos interesa en modo alguno que sobreviva ni siquiera una parte de la población de la ciudad”.

Los soviéticos sabían lo que se les venía encima, pero en ningún momento se plantearon evacuar a esa población condenada al exterminio. No sólo la orden general de Stalin era de resistencia a muerte –los soldados que caían prisioneros se consideraban traidores, y sus familias iban a prisión-, es que no había medios materiales para sacar a 3 millones de personas. Más importantes que las personas era la industria: 80 fábricas fueron desmontadas y sacadas pieza a pieza de la ciudad, así como otras 134 empresas estratégicas, tres cuartas partes de la industria de Leningrado.

Alimento para el espíritu

Solamente algunos vecinos, considerados “de interés especial” tuvieron el privilegio de compartir la suerte de la maquinaria. Entre ellos estaba el músico Shostakovich, evacuado a los dos meses de asedio, cuando ya había empezado a componer su Sinfonía Leningrado inspirado por el ruido del bombardeo, “que me sonaba como Ravel”.

De acuerdo con sus propósitos de exterminio, el primer objetivo de la aviación alemana fueron los almacenes de productos alimenticios de Badaieveskie. Por la ciudad se expandió “un siniestro humo grasiento, estratificado y pesado, producido por la mantequilla y el azúcar que se quemaban”, se puede leer en el diario de la novelista Vera Imber.

Ese aroma era en realidad un olor a cadáver, pues condenaba a la población a la muerte de hambre, literalmente. Las raciones diarias de pan cayeron en algunos momentos hasta 125 gramos (250 calorías; un adulto necesita 2.500 calorías diarias), y a la inanición se uniría el frío. No había electricidad para las calefacciones, y ese invierno, el más frío en 100 años, las temperaturas bajaron a 40 grados bajo cero. Casi un millón de personas, un tercio de la población, murieron de hambre y frío en los 872 días que duró el asedio.

Esa situación llevaría a algunos a la abyección. Los tribunales dictaron 300 penas de muerte y 1.400 de prisión por casos de canibalismo. Pero en general los leningradeses mantuvieron la resistencia con dignidad. Según los testimonios de los numerosos diarios que escribió la gente, ya que no había comida se alimentó el espíritu. Lenigrado tenía la tradición de ciudad ilustrada, su gente era aficionada al arte y la literatura, sentía pasión por la música. Por eso uno de los convoyes que, con grandes dificultades, lograban llegar con suministros, en vez de comida trajo 100.000 ejemplares de Guerra y Paz, la obra maestra de Tolstói que canta la resistencia ante la invasión de Napoleón, y un avión ruso se arriesgó a burlar a los cazas alemanes para arrojar sobre la ciudad la partitura, recién terminada por Shostakovich, de la Sinfonía Leningrado.

Sería estrenada en función de gala, pese a los bombardeos, el 9 de agosto de 1942. Incluso tuvieron humor para organizar una exposición sobre el asedio que estaban sufriendo, que tras la guerra se convertiría en el Museo de la Defensa de Leningrado.

En Leningrado el espíritu triunfó sobre las peores desgracias que ha padecido una ciudad. 

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