Entre los días 30 de enero y 2 de febrero se ha celebrado en la ciudad de Cáceres la tercera edición del festival Atrium Musicae que la Fundación Atrio, con el patrocinio y apoyo de diversas instituciones y la imprescindible mano programadora de Antonio Moral, organiza en estas fechas invernales para hacer llegar la música a todos los círculos sociales y acercar el arte a todos los extremeños y todos los visitantes que se desplacen a este incomparable lugar. Diversos puntos emblemáticos de esta maravilla patrimonial que es Cáceres y un espacio realmente especial en Malpartida fueron los escenarios privilegiados de los conciertos que pudimos disfrutar, todos ellos protagonizados por artistas de un nivel extraordinario que es realmente difícil poder escuchar en un área geográfica tan reducida y en tan breve lapso temporal. También hubo lugar para un placer más material pero no menos importante, como es la gastronomía, aspecto en el que el gran cocinero Toño Pérez tuvo mucho que ver. Pero en esta reseña nos centraremos en la música y en su alimento espiritual, que fue copioso y de estupenda digestión.
La tarde del viernes 31 tuvo lugar en el coqueto Gran Teatro Municipal un maravilloso recital de Christian Zacharias. El veterano pianista alemán, al que por fortuna hemos tenido ocasión de escuchar muy a menudo en diferentes puntos de la geografía española, presentó un programa cuya primera parte se mantuvo en parámetros conocidos de los recitales con Schubert y Haydn, mientras que en la segunda nos ofreció una asociación inhabitual por completo pero con una gran lógica musical que sólo un grande como él tiene la idea de sacar a la luz: François Couperin y Francis Poulenc. Comenzó el concierto con los “Seis Momentos Musicales D 780” de Schubert. La música de este tipo de obra breve del vienés contiene alguna de las mayores dificultades que se puede plantear a un intérprete, como es la correcta dosificación de dinámicas y articulaciones: un exceso en un acento o en un sforzato puede ser fatal para imprimir ese sello de eterna melancolía y de punzada de callado pero intenso dolor. La máxima expresión se encuentra, en el caso de Schubert, es un pequeño detalle, apenas esbozado, sutilmente destacado. Y en eso, Zacharias es un auténtico maestro. Las leves inflexiones entre motivos, las respiraciones entre las frases y los silencios -siempre llenos de sentido y dirección- brotaban de forma natural y nos permitían degustar mejor los sonidos que los precedían y seguían, tanto para dejarnos mecer por un tema popular como para dejarnos conducir por esos intrincados vericuetos armónicos por los que a veces parece perderse Schubert hasta encontrar una salida tranquilizadora.
Siguió una deliciosa y muy raramente interpretada “Sonata en Do Mayor Hob. XVI:48” de Haydn. La abajo firmante deplora lo poco que se toca en general la obra de este enorme compositor, así que escuchar de las manos de Zacharias esta partitura tan particular fue un auténtico placer. El carácter de fantasía de ese primer movimiento Andante con espressione fue explotado hasta sus límites por el alemán, en un despliegue de imaginación, buen gusto, delicadeza y detallismo en la pulsación y las articulaciones realmente fastuoso. La utilización del pedal, al que extrajo todos sus recursos para lograr una variedad enorme de sonoridades, contribuyó enormemente a este ambiente de improvisación fantasiosa que mantenía en vilo al oyente esperando a la próxima sorpresa. Gracias a esta versión pudimos entender lo que Haydn debe a sus predecesores barrocos y también la flecha que lanza hacia el futuro. Ese mismo carácter sorpresivo se mantuvo en el Rondó final, con mayor tinte juguetón, dada la indicación Presto. Pudimos deleitarnos con esas texturas prácticamente orquestales que el texto exige y que Zacharias recreó magistralmente.
Y la segunda parte del recital fue, para quien suscribe, una de esas genialidades a las que tenemos la suerte de asistir en ocasiones. La asociación Couperin-Poulenc no provino de un proceso intelectual, según comentó el propio Zacharias privadamente, sino de la propia práctica, del sentarse a leer y estudiar partituras, y de pronto esa filiación se estableció como una evidencia que cristalizó en este programa. Pero claro, es que hay razones para que el maestro asociara a ambos compositores. Como buen francés, Poulenc era un estudioso de sus ancestros musicales, y si tenemos en cuenta que era un grandísimo pianista, no es extraño que, durante toda su vida -como su correspondencia atestigua- estudiara la obra de François Couperin. Y no sólo utilizó esta influencia para el famoso “Concierto Campestre” dedicado a Wanda Landowska, sino que reconoce escribir para piano bajo esa inspiración. Algún colega ha sido muy crítico con la interpretación de Couperin que nos propuso el alemán por no ajustarse a lo que se espera del estilo, pero es que Vds. me dirán que a ver de qué estilo estamos hablando cuando decidimos tocar Couperin al piano. Si nos ponemos históricamente informados hasta el final, cerramos la tapa del mueble negro y nos pasamos al clavecín; si nos decantamos por el piano, lo lógico es utilizar todos sus recursos en función de una interpretación.
A mí lo que me interesa de un músico es que me proponga algo reflexionado, personal y coherente. ¿Que Zacharias potenció la filiación entre Couperin y Poulenc destacando más ciertos aspectos de las partituras del primero en aras de la claridad de su propuesta? Pues claro. Y bien hecho. De esta forma y gracias a su manera de emplear el pedal por ejemplo, pudimos apreciar el juego de séptimas en “Les baricades mystérieuses”, que casan tan bien con esos acordes basados en el mismo intervalo tan queridos por Poulenc. La idea de tocar dos veces en diferentes momentos de esta sección esa obra de Couperin, precisamente para que pusiéramos la atención en aquellos puntos en que había relaciones con sendas obras de Poulenc me pareció realmente brillante. Como músico y como aficionada, le agradeceré siempre este recital, porque disfruté tanto como aprendí. Por cierto, su versión de todos los Poulenc, desde los “Movimientos perpetuos”, pasando por la “Improvisación en homenaje a Edith Piaf” o el “Intermezzo n.º 2” entre otros fue, de nuevo y en otro estilo, un derroche de audacia, búsqueda de timbres y matices, imaginación y elegancia. El compositor más cabaretero y más aristócrata que ha habido habría estado encantado escuchándole. Qué decir de esa “Sonata K 158” de Scarlatti que insertó y nos trajo de nuevo sus insuperables interpretaciones del italiano-español. Finalmente nos regaló dos propinas, en la lógica del programa: el segundo movimiento de la “Sonatine” de Ravel, interpretada con la contención justa y la expresividad necesaria y la atención a cada detalle de la partitura, que son muchos, y Les “Tours de passe-passe”, también de François Couperin, que cerró este recital con un nuevo juego de prestidigitación (como el título indica) de este gran mago del teclado que es Christian Zacharias.
La hora del recogimiento con los mejores celebrantes
Adelantándonos un poco en el calendario litúrgico, la mañana del sábado se vivió un momento realmente especial en la iglesia de Santiago con “Las siete últimas palabras de Cristo en la Cruz” de Haydn interpretado por el Cuarteto Quiroga. Es ésta una de las obras maestras de la escritura para este tipo de formación y también una prueba de calidad y de compenetración tremenda. Esta partitura fue encargada al austriaco en 1780 para ser tocada en el Oratorio de la Santa Cueva de Cádiz con ocasión del Viernes Santo, y terminada y enviada en 1787. Obra de una profundidad acorde con la temática, consta de una estructura inédita de nueve movimientos, siete de los cuales corresponden a las palabras (magnífico Cibrán Sierra como orador de losEvangelios de S. Lucas y S. Juan) más una introducción y un final, todos ellos Adagios salvo el último, un Presto que describe el temblor de la Tierra ante la muerte de Cristo. La interpretación de los Quiroga -que celebran sus veinte años como cuarteto- fue fabulosa y descolló por muchos aspectos, pero quizá sea precisamente la comprensión de la estructura general y de cada movimiento y su transmisión al público lo que la llevó a ese nivel de calidad. Partieron de una concepción muy arquitectónica de la obra, en la que en un primer estadio destacaron especialmente los aspectos clásicos de simetría y líneas apolíneas para lograr que los puntos de ruptura, las disonancias, los choques y todo aquello que provoca la tensión y el dramatismo resalten con mayor fuerza. Aprovecharon maravillosamente esas primeras notas que alternan con silencios para escucharse en la resonancia de la iglesia y también para asentar al público en la gravedad del tema, con unos ataques de una precisión y equilibrio absolutos que serían la tónica general de su interpretación. La claridad expositiva fue realmente admirable y así pudimos escuchar la cruz -si se me permite la expresión- en esos intercambios y enlaces de frases dos a dos en diferentes combinaciones de los integrantes; o escuchar el lamento de Cristo en ese tema tortuoso y descendente por el abandono del Padre, que une melódicamente intervalos aumentados y disminuidos generando una tensión casi insoportable, y que tiene su oposición en el movimiento siguiente (“En tus manos encomiendo mi espíritu”), con un motivo ascendente de intervalos perfectamente consonantes, como un reposo en la casa paterna. Buscaron el estatismo en la escritura vertical de tantos momentos a través de un sonido extremadamente cuidado y una dosificación exacta de cada instrumento, para que los juegos de articulaciones y la belleza de los motivos acompañados o en contrapunto fueran aún más expresivos. Otorgaron todo su sentido a algunas metáforas musicales, como los pizzicati que representan las gotas de agua que Cristo anhela cuando tiene sed o a esas disonancias que generan las diferentes apoyaturas de unos temas con otros, en el culmen de la desesperación del crucificado. El terrible terremoto final cerró de forma sobrecogedora este momento que fue mucho más que un concierto. Desgarro, furia y un necesario punto de nihilismo, como un abismo que pone a prueba la fe más acendrada. Pero ahí están los Quiroga, para devolvernos la fe. Todas las fes.
El flautista de Hamelin y Dos hombres y un destino
Hace tan sólo unas horas que hemos conocido el fallecimiento de la gran coleccionista de arte Helga de Alvear, a quien Cáceres debe el museo que lleva su nombre. Precisamente en ese recinto de interesantísima arquitectura tuvo lugar la tarde del sábado una doble performance: la primera parte, organizada por el grupo Neopercusión liderado por el solista de la ONE Juanjo Guillem y en el que participaron alumnos del Conservatorio Hermanos Berzosa se desarrolló en el exterior del edificio, en un deambular de los ejecutantes entre los asistentes; la segunda parte nos llevó al interior de ese magnífico continente, donde el veterano músico alemán afincado en España Andreas Prittwitz, bien conocido por su talento improvisador, nos arrastró de sala en sala alternando saxofón y clarinete y tocando según la inspiración que las obras allí presentes le suscitaban. Una experiencia cercana a la fascinación de los niños del cuento por el flautista de Hamelin, aunque, en esta ocasión todo fue un feliz encuentro.
Un día que había comenzado a este nivel, tenía que acabar de forma espléndida, y así fue. El sábado 1 por la tarde y de nuevo en el Gran Teatro Municipal tuvimos el placer de escuchar al barítono Andrè Schuen acompañado por el pianista Daniel Heide. El italiano es, sin duda ninguna, una de las mejores voces y uno de los mejores intérpretes del panorama. Pero incluso me atrevo a afirmar que también será uno de los barítonos que marquen la historia de la música vocal del siglo XXI. Pocas veces se da una tal conjunción de calidad del instrumento, solidez técnica, inteligencia musical y penetración interpretativa. Desde la primera vez que lo escuché en su CD “Wanderer” (2018) y en directo en el ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela (2019), no he podido sino rendirme en cada ocasión tanto a su timbre, tan redondo y carnoso, como a sus interpretaciones, en las que cada decisión vocal tiene una razón expresiva del texto musical. Para comenzar y terminar escogió sendos ciclos de Gustav Mahler. Primero los “Lieder eines fahrendes Gesellen” escritos aún en su juventud, que constituyen auténticos monumentos al desamor y provienen de un desengaño amoroso de un compositor que ya anuncia toda esa gama de tonalidades de la melancolía y la desolación que es capaz de transmitir con su música. Para terminar el recital escogió los “Rückert-Lieder”, obra de un autor de cuarenta años sumergido en la felicidad del matrimonio con Alma, lo cual no impide profundas reflexiones sobre el devenir humano. La voz de Schuen, de lírico pleno pero con unos graves potentes y bien asentados se adapta como un guante a las mil irisaciones de las canciones mahlerianas. Nos regaló unos pianissimi e incluso algún momento en mecanismo de falsete, muy inteligentemente utilizado y en el que jamás percibimos el paso. Como decíamos anteriormente, nunca utiliza un recurso de manera caprichosa, y como muestra tenemos el uso expresivo de los escasos portamentos entre notas o el empleo del vibrato (o su ausencia), siempre controlado. Una de las razones por las que escuchar a Schuen haciendo Lied es una experiencia inolvidable radica en su prodigiosa dicción. Esa claridad simpar proviene de una atención muy especial a las temibles y abundantes consonantes del alemán, como si las considerase una solución en lugar de un problema y por tanto, las pronuncia y apoya como a las vocales. El resultado es un legato perfecto y una sensación de comodidad total. Fascinante la manera en que pasa de la alegría inocente a la furia por el abandono o esa resignación dolorosa en el primer ciclo o cómo transmite esa mezcla de serenidad, sensualidad, contemplación y abandono en el segundo, entre otras cosas con la elección de unos tempi tan adecuados a su largo fraseo como a la intención de los textos. Al perfecto funcionamiento contribuye de manera esencial su acompañante habitual, Daniel Heide, que es uno de los grandes maestros del género. Realmente es un placer escuchar a este pianista, que no duda en desplegar también toda la gama de matices del piano (porque puede permitírselo gracias a la voz de su partenaire) y que consigue una paleta de colores tímbricos inmensa gracias a unos pedales muy sabiamente utilizados. He dicho “acompañante” y realmente debería decir simplemente “compañero”, porque en realidad son dos personalidades que caminan juntas con plena complicidad y llenos de confianza y camaradería. Hay una vitalidad, un gozo en la manera que tiene Heide de extraer cada nota y cada particular color que siempre me admira y que, en mi opinión, le hace destacar entre los mejores del momento.
Heide Schuen.
Para cerrar la primera parte y comenzar la segunda nos ofrecieron dos bloques de lieder de Franz Schubert, otra de las especialidades de esta pareja. La primera de todas ellas “An den Mond” en su pasmosa sencillez, es una de las canciones que más me emocionan de todo el repertorio: por favor, busquen la versión de Schuen y Heide porque no encontrarán otra mejor. Cada repetición aporta ligeros matices distintos, desde un ligero estremecimiento por el impulso amoroso y hasta carnal, hasta la comunión con la naturaleza como reflejo de los sentimientos humanos. Esa capacidad de transmitir cualquier recoveco del alma schubertiana es la que tiene esta pareja de músicos: el hombre recio y determinadamente viril que es “El barquero”o ese desesperado y casi desfallecido “Pescador felizmente enamorado”. Incluso nos hicieron descubrir aquello en lo que Schubert anuncia a Mahler y no sólo por escoger a Friedrich Rückert para los tres lieder que precedieron al ciclo mahleriano sobre poesías de este autor, sino por las audacias armónicas y formales de “Dass sie hier gewesen”. Como propina, el bellísimo “Urlicht” de las “Canciones para un camarada errante”, también de Mahler. Un cierre superlativo para este fascinante y arrebatador viaje musical en el que disfrutamos de una experiencia emocional de alto voltaje.
Fluxus y Bach: contrastes naturales y espirituales
El último solista del que hablaremos es el gran teclista francés Benjamin Alard, al que tuvimos la fortuna de escuchar en sus dos facetas de organista y clavecinista. Sobre el órgano de la Concatedral de Sta. María presentó un programa en torno a Bach que se abrió con la “Fantasía y fuga en si bemol op. 18” de Alexandre-Pierre-François Boëly, autor del romanticismo francés, al que siguió la “Sonata en Sol mayor Wq. 70” de C.P.E. Bach. Si la calidad de la interpretación fue absolutamente incontestable, la del órgano no es la más deseable. No vamos a entrar en asuntos que no conocemos en profundidad, pero parece que una fallida restauración del año 1973 pretendió convertir en romántico a este instrumento dieciochesco con características bien definidas y el resultado no fue óptimo. Se procedió a una segunda restauración en 2019 y sin duda debió mejorar la cosa, pero desde luego el órgano en cuestión deja que desear. Así, para la primera obra le faltaba potencia en los registros (un flautado notablemente débil) y aunque la segunda quizá podía resultar más propia por haberse concebido para un instrumento de cámara, tampoco brilló especialmente. Siguió la maravillosa “Sonata en trío n.º 1en mi bemol mayor BWV 525” a la que Alard le extrajo toda el jugo que pudo llevando a cabo una interpretación llena de jovialidad y carácter, pero en la que las carencias del órgano fueron aún más evidentes, especialmente en el pedalero, desafinado en buena parte y con una zona grave con unos registros poco homogéneos. La bellísima “Sonata n.º 4 en mi bemol mayor op. 65” de Mendelssohn, que fue interpretada de la mejor manera posible en ese instrumento, sufrió de las mismas fallas organológicas que la obra anterior.
Por suerte, el domingo 2 de febrero por la mañana escuchamos a Alard sobre un excelente clavecín en el Museo Vostell de Malpartida, un lugar de visita más que recomendada por lo especial del entorno y del origen de los edificios que lo componen -fue un lavadero de lana- y por supuesto, por su colección, que alberga notables muestras del movimiento artístico Fluxus, al que pertenecía el fundador del museo, el hispano-alemán Wolf Vostell. Fuimos recibidos por una batucada que entusiasmó a las señoras, siempre dispuestas a mover el esqueleto y el reuma, y horrorizó a un perro de un paseante, que aullaba y se revolvía ante los mazazos de los entregados tamborreros. Fue preciso evacuar. Al perro. No cabe duda que el contraste con la elevada música de J.S. Bach fue, cuando menos, impactante y el orden, el adecuado.
En una hermosa sala de grandes dimensiones de sólida arquitectura nos aguardaba una fantástica copia de 2004 construida por Andrea Restelli sobre un clave alemán de Christian Vater de 1738. En él interpretó Benjamin Alard el “Clavier-Übung parte II”, que consta del “Concierto Italiano BWV 951” y la “Obertura en estilo francés en si menor BWV 831”. La primera de las obras imita (y supera, podríamos decir) el modelo italiano de componer para conjunto concertante pero llevándolo únicamente al teclado. Alard ofreció una interpretación llena de energía vital, con una magnífica pulsación y un tempo realmente justo. Las ornamentaciones fueron las necesarias y precisas y el fraseo, siempre complicado en Bach por lo continuo del discurso, perfectamente natural. La belleza del segundo movimiento fue destacada por Alard con la utilización de un precioso registro de laúd para el acompañamiento de la mano izquierda, sobre el que dibujó con auténtico deleite y buen gusto la melodía solista. El Presto final fue expuesto con una claridad meridiana por el francés, con una atención fantástica a ese acompañamiento de la mano izquierda, que es un auténtico soporte del edificio, además de contener un contrapunto de especial enjundia, como es costumbre en el compositor.
La “Obertura francesa” constituye una suerte de suite orquestal a la manera francesa, como su propio nombre indica, con una típica obertura solemne con sus tres partes lento-rápido-lento y una consecución de danzas. En ellas Bach alterna la influencia de lo popular con una abstracción que diluye las pistas de sus orígenes. Alard demostró un dominio apabullante de la construcción contrapuntística, de ese fraseo que nace de las propias diferentes articulaciones y del ritmo de danza, no siempre evidente, como decíamos, pero que ahí está. No dudó en remarcar los aspecto más populares de la Bourrées mientras exploraba las diferentes articulaciones de cada voz en la sofisticadísima Sarabanda. Una auténtica lección sobre la faceta “menos alemana” de Bach. Ante la cerrada ovación, Alard nos entusiasmó con la Sonata K 162 de Scarlatti, que interpretó con una fantasía desbordante y llena de inspiración. Por último, nos regaló una breve pieza del repertorio auténticamente francés, el primer Preludio de “L´art de toucher le clavecin” de François Couperin.
Con este magnífico concierto se cerró para quien suscribe el Atrium Musicae de este año, habiendo disfrutado de una serie de recitales y solistas de un nivel difícil de superar. Atentos a la programación del año que viene que seguro que nos deparará muy atractivas sorpresas.