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Cultura

Democracia tabernaria

Defender las herencias para ser anticapitalistas

Acostumbrados a los especuladores, los banqueros de inversión y a los trepas de oficina, recibir una herencia parece un modo pulcro de hacer dinero

Testamento

Me di cuenta de que hay toda una cruzada contra las herencias —contra las ajenas, se entiende— a raíz de una conversación entre dos familiares, uno socialista y otro liberal: ambos, que discrepan en casi todo, coincidían en la necesidad de asfixiarlas a impuestos. Uno, el izquierdista, argumentaba que permiten que los ricos sigan siendo ricos y que, por tanto, son malas, y el otro, el derechista, señalaba que atentan contra la igualdad de oportunidades y que, claro, eso no puede tolerarse en pleno siglo XXI.

Cautivado por la magia de ese consenso inesperado, yo permanecí en estricto silencio. Pero, como la magia a estas alturas ya se ha desvanecido y no tengo sobre qué escribir, voy a tratar de quitarles a mis familiares ahora la razón que ellos se dieron a sí mismos entonces. Las tesis del izquierdista pueden refutarse fácilmente. Gravar las herencias parece el mejor modo de que sólo las reciban quienes se las puedan costear. El resultado es, pues, el contrario del deseado: los ricos siguen siendo ricos y los pobres son, ay, un poco más pobres en comparación. Por su parte, el argumento del pariente liberal se nos antoja más enjundioso, pero también cuestionable. Está bien fantasear con la igualdad de oportunidades si uno no olvida que es eso, una fantasía. A mí, que habría querido ser músico, Dios me ha negado el oído y me ha forzado a sobrevivir juntando letras con menos gracia que más. La realidad desmiente nuestra abstracción: los hay que nacen dotados y otros que no; los hay que crecen en familias que son un primor y otros que lo hacen en unas que son un desastre. ¿Cómo hablar de igualdad de oportunidades?

La herencia es una de las pocas instituciones que han escapado a las garras del mercado y de sus leyes

Creo, contra el izquierdista y contra el derechista, que hay motivos de sobra para defender las herencias. El primero es coyuntural, ético y quizá, lo confieso, un poco frívolo. Tiene que ver con nuestro deseo de riqueza y con la necesidad de encauzarlo. Si yo fuera gobernante y me preocupara la salud moral de mis gobernados, no sólo me abstendría de perseguir las herencias, sino que las promovería con campañas publicitarias y alguna ley. Acostumbrados a los especuladores, a los banqueros de inversión, a los trepas que pisotean a sus compañeros para medrar en la empresa y a los patrones que defraudan el jornal de sus trabajadores, recibir una herencia debería presentársenos como un modo especialmente pulcro de hacer dinero. De hecho, archiconocida la gangrena de la economía global y de sus protagonistas, bien podríamos tomarnos la licencia —acaso hiperbólica, sí— de proponer al heredero como icono social, como héroe entre tanto villano.

Herencias y precariedad humana

El heredero recibe un regalo de otra persona, y es precisamente eso lo que nos permite a nosotros reivindicarle. En la época del hombre hecho a sí mismo, del prodigio que empieza faenando en un garaje y termina presidiendo una big tech por su solo ímpetu, ¿quién puede negar la necesidad de una institución, la herencia, que nos muestra que eso de la autorrealización ejem, bueno? Frente al individualismo del sueño americano, que nos embriaga con su promesa de autosuficiencia, el heredero se alza como testimonio de nuestra precariedad, como testimonio de que uno sólo puede llegar a ser alguien porque ha nacido de otro alguien y porque ha recibido algo de él. Incluso cuando hablamos de hombres que han levantado imperios o que han hecho una fortuna, la gracia del nacimiento y la del amor eclipsan cualquiera de los méritos posteriores. El heredero, cuyos logros dependen de un don inicial, desearía cantar con el salmista:

No vence el rey por su gran ejército,no escapa el soldado por su mucha fuerza,nada valen sus caballos para la victoria,ni por su gran ejército se salva.

Debemos defender la herencia porque se trata de una de esas pocas instituciones que han escapado a las garras del mercado y de sus leyes, porque reúne en sí los contornos de un reducto y la frescura de un oasis. El matrimonio puede haber transmutado en un contrato rescindible sin siquiera alegar motivo, la educación puede haber degenerado en un trueque entre profesor, que cobra y "enseña", y alumno, que paga y "aprende"; pero la herencia sigue siendo, porque no puede ser otra cosa, lo que antaño fue: un regalo que alguien le hace a otro alguien que no lo merece. Por puro amor, a cambio de nada.
Cuando un izquierdista comparta con usted su propósito de aumentar el impuesto de sucesiones, o cualquiera que grave las herencias, sonríase y piense que la institución que él, declarado anticapitalista, quiere abolir es uno de los pocos vestigios de anticapitalismo que quedan en pie. Elimínense las herencias y el resultado será un mundo un poco menos humano, un poco más capitalista, que el que heredamos —¡oh!— de nuestros ancestros.

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