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Cultura

David Cerdá: "La verdad es una atadura para los poderosos. Es normal que quieran librarse de ella"

El filósofo defiende en 'El dilema de Neo' (Rialp, 2024) que la verdad existe y que merece la pena vivir conforme a ella

El dilema de Neo'
Portada de 'El dilema de Neo'

Nuestra época no simpatiza con la verdad. Prosperan corrientes filosóficas e ideologías que la consideran incognoscible, que la estiman hiriente, que la juzgan inútil. Expresiones como «la verdad no existe» o «no pretendas imponerme tu verdad», horrísonas para los hombres de otros tiempos, forman parte de nuestra conversación cotidiana. En el imaginario colectivo, la verdad es el fósil de otro tiempo y sus defensores, especímenes atávicos, inadaptados a la era de la tolerancia. 

Por eso celebro yo con tanto entusiasmo la publicación de El dilema de Neo (Rialp, 2024), el último ensayo de David Cerdá. Nuestro filósofo parte de una premisa evidente para los hombres de antaño: que la verdad existe y que merece la pena vivir conforme a ella. 

Pregunta: ¿Por qué El dilema de Neo?

Respuesta: Después de abordar la cuestión del bien en 'Ética para valientes' (Rialp, 2021), de algún modo me tocaba abordar la de la verdad. Es lo que hago en este libro: me pregunto por qué la lucidez, que es la virtud de quien ama la verdad, puede ser constructiva para la persona. Creo que el amor a la verdad es algo que forja personas y comunidades, y no tanto una mera herramienta. Es una de esas cuatro realidades que, a mi juicio, hacen que la vida merezca la pena: el amor, el bien, la verdad y la belleza.

P: Su reflexión se asienta sobre una constatación concreta y paradójica: la de que nuestra época es la que más instrumentos, recursos, tiene para alcanzar la verdad y, sin embargo, no es la que más cerca de ella está. Hay algo así como un desperdicio de los medios que tenemos a nuestro alcance.

R: El gran cambio de nuestro tiempo es, sin duda, Internet. No supimos ver en su momento, o eso pienso yo, que tiene algo de autopista por la que se mueven a gran velocidad tanto el conocimiento como la ignorancia. Pensábamos que iba a ser la vía de acceso definitiva a la verdad, pero la realidad ha frustrado nuestras expectativas. Internet ha resultado ser un disparate en muchos sentidos. Creíamos que habíamos dado con la piedra roseta, con la biblioteca de Alejandría, y, por desgracia, no ha sido así. Internet no es la herramienta idónea para democratizar el acceso a la verdad; es una herramienta que también democratiza la mentira y pone altavoces a la ignorancia.

P: ¿Y, además, no nos incapacitan la inmediatez y el vértigo de los dispositivos para la búsqueda de la verdad, que exige paciencia?

R: Yo no hablaría de incapacitar, pero sí de obstaculizar. No podemos caer en la idea autocomplaciente de que Internet nos aboca a ser ignorantes. Eso sí, creo que nos falta una reflexión seria, mínimamente crítica, sobre los efectos de los dispositivos. Quizá esté abriéndose camino ahora: cada vez más personas reconocen que las tecnologías están malbaratando la educación e incluso la ciudadanía. No han revolucionado el conocimiento, sino el consumo. No nos han hecho reyes, sino súbditos. Debemos dejar de eludir una pregunta fundamental: ¿cómo contribuyen los dispositivos a que nuestra vida sea mejor?

P: Hay otros obstáculos para el acceso a la verdad. Usted menciona, por ejemplo, dos corrientes filosóficas: el relativismo y el cientificismo.

R: Empezaré con un circunloquio. Lo que más nos une a los seres humanos es la verdad. Cuando algo es reconocido como verdadero por todas las partes, dejamos de pelearnos. Pasamos al siguiente tema. En cambio, cuando nada es cierto, como afirma el relativismo, todo tiene el dramatismo de una batalla interminable. Entiendo, por ejemplo, la idea de «guerra cultural», pero sospecho también que degrada el espacio público, donde ya no se da un esfuerzo común para alcanzar la verdad, sino una pugna por imponer las propias ideas. Si no hay verdad o no puede conocerse, como señalan los escépticos, no puede haber tampoco aventura compartida.

P: Cuando no hay verdad, prevalece el sofista más hábil o el político menos escrupuloso.

R: Y luego, por último, quien tiene las armas. Cuando no hay imperio de la verdad, aparece la verdad del imperio. Si aceptamos que cada uno tiene su verdad, la única lógica que nos queda es la del poder. Es algo que estamos viviendo en España con toda su crudeza. Lo importante no es la verdad, sino quién manda.

P: Lo de Lewis Carroll, ¿no? No importa qué significan las palabras; lo que importa es quién manda.

R: Exactamente. De hecho, ¿acaso no tenemos la sensación de vivir en el país de las maravillas? ¿No tiene la realidad circundante un punto disparatado? Judith Butler, el género sentido… Las personas con criterio amanecen a diario con un nuevo susto. Hay una lógica subyacente: los poderosos y los mediocres necesitan que pensemos que nada es verdad.

P: Si no hay verdad, no tenemos con qué juzgar al poder.

R: ¡Claro! Todo son cambios de opinión. La verdad es una atadura para el poder, algo así como un límite. Es normal que desee liberarse de ella.

El cientificismo es el clavo ardiendo al que se aferra el relativista moral. Opta por afirmar que las únicas verdades son las de la ciencia
Pregunta: Menos evidente como impedimento para la verdad nos resulta el cientificismo. Y, sin embargo, usted también lo señala.

Respuesta: El cientificismo es el clavo ardiendo al que se aferra el relativista moral. Opta por afirmar que las únicas verdades son las de la ciencia. Niega cualquier posible acceso a la verdad salvo el científico. Erige la ciencia en un tótem. De eso, naturalmente, se aprovecha el poderoso, que recurre a la coartada científica para justificar cualquier desmán. La experiencia de la pandemia es muy elocuente. Aprovechándose de la idolatría de la ciencia, los políticos apelaron a ella para legitimar decisiones éticamente cuestionables.

P: Afirma también que el cientificismo implica una aristocratización del pensamiento.

R: Desprovee al ciudadano de su gozosa misión de conocer. Si sólo pueden alcanzar verdades los científicos en el desempeño de su actividad, ¿qué sentido tiene que yo, que no lo soy, me afane en buscar? ¿Qué sentido tiene que lea, que converse, que escuche? El cientificismo es, en este sentido, el asidero del cateto: le da el pretexto perfecto para no cultivarse.

P: Usted denuncia los impedimentos para acceder a la verdad porque parte de una premisa: que existe y que merece la pena. Sobre lo primero le pregunto qué es y, sobre lo segundo, por qué.

R: Mi definición es modesta, creo, pero también poderosa. La verdad es la adecuación del intelecto a la realidad. Es una propiedad, por tanto, que tienen los juicios, sean éstos un plan de negocios, un ensayo, un artículo o una conversación. Si mis reflexiones se acercan más a la realidad que las reflexiones de mi prójimo, serán más verdaderas que las suyas. Muchas veces caemos en un maniqueísmo burdo, según el cual por un lado estaría la verdad y por el otro la mentira, por un lado la razón y por el otro la insensatez. ¡Es reduccionista! La realidad es compleja y uno se aproxima a ella en mayor o menor medida con su juicio.

P: Vayamos a la segunda pregunta.

R: La verdad es fundamental para el ser humano por varios motivos. El primero, según creo, es que tenemos que tomar decisiones, que estamos dotados de algo que nuestra tradición filosófica ha denominado libre albedrío. Como tenemos que decidir a diario, necesitamos un apoyo, un fundamento.

P: ¿Y qué hay de los otros motivos?

R: Tienen que ver con el deseo de vivir con los ojos abiertos. Cuando nos respetamos a nosotros mismos, preferimos una verdad dolorosa a una dulce mentira. Hay algo indigno en el engaño, algo que nos repele casi instintivamente. Es una cuestión casi estética. Cuando no estamos estropeados, reconocemos que la mentira es fea y que la verdad es bella. A los corazones bien educados les repugna la mentira, les subleva. Lo falso no es sólo falso; también es desagradable.

P: Decía antes que la verdad es un apoyo indispensable para nuestras decisiones. Imposible obviar el vínculo con una certeza presente en El dilema de Neo: la verdad no es algo que se piensa; es algo que se vive.

R: Mi padre, que es ingeniero agrónomo, tenía un vivero en el que yo ayudaba. Uno de mis cometidos era entutorar las plantas jóvenes, es decir, atarlas a una caña que las sostuviese. Creo que la verdad es para el hombre lo que esa caña para la planta. Las mejores personas con las que me he encontrado ―las más corajudas, las más bellas, las más valiosas― son aquéllas que se han forjado en la búsqueda de la verdad, cada una por sus vías (literaria, científica, artística, filosófica, la que sea). Por el contrario, aquellas personas a las que no les interesa la verdad terminan en la cobardía y en la fealdad.

P: También puede decirse lo mismo de las comunidades.

R: Las sociedades que renuncian a la aventura de la verdad, como la nuestra en gran medida, están abocadas al naufragio. En cambio, las comunidades lúcidas son superiores: tratan mejor al débil, respetan más su pasado, viven más intensamente su presente.

P: Ha mencionado de soslayo un concepto fundamental en el libro, la lucidez, que sería la virtud de quien se compromete con la verdad.

R: Virtud en el sentido de conducta concreta.

P: Como hábito.

R: ¡Eso es! La lucidez son esas cosas que hace quien ama la verdad: investigar, dudar, preguntar, leer, conversar, exponerse a la refutación…

P: Su libro desconcertará tanto a pesimistas como a optimistas. A los pesimistas, porque afirma la posibilidad de que el hombre alcance verdades; a los optimistas, porque niega la posibilidad de que las agote. Unos y otros estarán decepcionados.

R: Yo celebro la rotundidad de Bernanos, quien afirmaba que pesimista y optimista coinciden en su idiotez. El dilema de Neo es un libro que nos remite a la humildad del ser humano. ¡Hay gente que se viene muy arriba con las posibilidades del ser humano! La realidad, a mi juicio, es que somos limitados. Pero eso no es un impedimento para la gloria: tanto santa Teresa de Calcuta como Shakespeare eran personas.

P: Un ser limitado llamado a la gloria. He ahí una buena definición del hombre.

R: Nadie podría negar que el valor de una biografía como esta: nació, rondó amorosamente la verdad, creó cosas valiosas y murió. Un famoso baloncestista americano decía que el éxito consiste en dar el máximo todos los días. Nuestro cometido es pasar el testigo de la humanidad, acoger los dones de nuestros ancestros y legárselos engrandecidos a nuestros descendientes.

P: ¿Dejará nuestra generación más verdad que la que heredó?

R: Tiene ese deber. Lo contrario sería un fracaso.

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