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Cultura

Bésame, bésame mucho

Tengo 31 años y la manía de hacerme llamar por las iniciales que forman juntos  mi primer nombre y mis dos apellidos.  Ansío tener un elefante tanto como las destrezas de la prosa de Mario Vargas Llosa en La Guerra del fin del mundo, las de Coetzee en Desgracia o las de John Fante en Mi perro Idiota. A veces como mandarinas, porque son dulces y me quitan la ansiedad. Aunque lo que más hago es escribir y después fumar, porque es la única actividad que puedo hacer mientras tecleo.

Esta mañana, en el bar de mi barrio, he leído un reportaje de la periodista Leila Guerriero. Hace ya tiempo que se publicó (me gusta volver sobre lo dicho). Iba sobre la crónica en América Latina, concretamente sobre dos antologías: la de Jordi Carrión, editada por Anagrama, y la de Darío Jaramillo, de Alfaguara. En las tres páginas redactadas por la argentina me encontré con mi abecedario sentimental –y periodístico- entero. Y aunque ahora me parece no haber leído el nombre de Monsiváis en el reportaje,  en ese momento, el creciente y bienintencionado texto me pareció un motivo para recuperar la Fe.

¿La Fe? Uhúm. Esa cosa que aparece en la Facultad de Periodismo, o antes,  y a veces se extravía junto  a la toalla exhausta del desaliento. En su texto, hablaba la Guerriero de cosas que todos -machacones croniqueros- sabemos: de nombres de libros perfectos que hoy suenan a mal de amores –Al pie de un volcán…-, de cosas que parecen ciertas, de no ser porque  en la vida real ocurren de otra forma.

En la penúltima línea del reportaje, leo lo que dice alguien llamado Daniel Titinger. Ignoraba por completo quién era este sujeto que nació un año después que mi hermana y que, ahora sé,  afirma que Dios es peruano, se dedica a la crónica y al periodismo deportivo. Dice este sujeto, así, sin anestesia ni analgésicos: "Y no escribes por dinero ni por fama. Escribes para no estar triste".

Sentada en el taburete cojo de un bar de mala muerte,  leí, en palabras de otro, una de las mejores definiciones sobre porqué se escriben ciertas cosas: la vida de un boxeador jubilado, la historia de una mujer que espera en una plaza, el hombre moreno y curtido como un pan duro que toca en el metro el Bésame mucho más mendigo de la historia.

Si los hombres del García Márquez reportero de los años cincuenta eran capaces de rasurarse con zumo de melocotón en una Caracas sin agua, si éramos capaces de hallar poesía en ese tipo de periodismo,  si Titinguer lleva razón, pues entonces habrá que recoger la toalla del desaliento y tenderla al sol, buscar en la crónica la melodía perdida del Bésame, bésame mucho que se pierde, bajo tierra, en los andenes.

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