Cultura

ANÁLISIS

Algo peor que la independencia: por qué hay que defender la nación antes que la Constitución

Esta es una historia de ficción, es decir, algo no ha pasado todavía. El protagonista es un hombre que no se cayó a tiempo del caballo. Lo llamaremos J.

J defendía la unidad de España. Pero, cuidado, que él no era facha. Creía que sólo había dos formas de defender a su país: como una realidad atemporal y mística o como una legalidad vigente. La suya era la segunda, por supuesto, le gustaba llamarlo patriotismo constitucional porque le sonaba europeo y moderno. La primera le parecía de franquistas y nacionalistas (no se le ocurría que pudiera haber una tercera). Para J, defender a España era defender la Constitución del 78, amanecer espléndido de un país que dejó atrás, por fin, su oscuro pasado. No tenía nada contra los símbolos nacionales, pero a la gran manifestación de Barcelona del 8 de octubre de 2017 viajó con una bandera de la Unión Europea. En 2019 estuvo en la concentración de la plaza de Colón contra las cesiones de Pedro Sánchez a los independentistas. No le gustó: demasiado facherío. Encontraba especialmente desagradables a los que se envolvían en una rojigualda con la silueta del toro de Osborne. Decidió que no iría a más manifestaciones.

J se escandalizó cuando se indultó a los condenados por el intento de golpe de Estado en Cataluña. Le gustaron menos todavía las reformas legales que rebajaron las penas por corrupción y eliminaron el delito de sedición. No compraba el argumentario que llamaba a “desjudicializar el procés”, pero, ¿qué le íbamos a hacer? Todo parecía constitucional. Y él era, ante todo, constitucionalista.

Las elecciones de 2023 fueron un golpe duro: tras la investidura, Pedro Sanchez acordó con Carles Puigdemont un concierto fiscal para Cataluña similar al del País Vasco. “Ese pacto es reaccionario”, explicaba J en las sobremesas, “y, peor todavía: es inconstitucional”. Para su sorpresa, el Tribunal Constitucional, aunque dividido, lo convalidó.

Después vinieron los nuevos estatutos de Cataluña y País Vasco, que dotaban a ambas comunidades de un sistema judicial propio, independiente del estatal, y que blindaban sus políticas lingüísticas, eliminando el castellano de la educación pública y haciendo obligatorio el conocimiento del catalán para el acceso al empleo público (para el euskera se estableció una moratoria). “Es imposible que esto sea constitucional”, pensó J. Pero el Tribunal dijo que sí lo era.

J se dio cuenta de que aquello era peor de lo que había imaginado. Cataluña y País Vasco tenían todas las ventajas de la independencia y todas las de la permanencia. Los conciertos fiscales les permitían retener todos sus impuestos mientras recibían financiación procedente de regiones más pobres. Los gobiernos nacionalistas (a veces en coalición con los socialistas) aplicaban las leyes nacionales cuando les interesaba, retiraban derechos a quienes se expresaban en castellano y, lo peor de todo: tenían una gran influencia en lo que quedaba de España, que ejercían mientras subrayaban que ellos no se sentían parte de la nación. 

J comprendió demasiado tarde que la secesión nunca se produciría porque, entonces, ¿dónde iba a gobernar el PSOE? Sin Cataluña y País Vasco, la hegemonía de la derecha en el país era muy clara; y sin los independentistas, desaparecía la coalición (informal pero real) que lideraba Pedro Sánchez. La España plurinacional había resultado ser la explotación del país por parte de las élites políticas de dos regiones en alianza con la izquierda. Lo llamaban federalismo asimétrico.

Le llegó un vídeo de Pedro Sánchez. Era muy duro: decía que la derecha se había situado fuera de la democracia y de la Constitución, al cuestionar medidas que no sólo contaban con el apoyo del Congreso y de la mayoría de catalanes y vascos, sino que tenían el visto bueno del Tribunal Constitucional. Dijo que la derecha en España era trumpista, franquista y antisistema.

Nación antes que Constitución

J se preguntó cómo se había convertido él en antisistema. Fue a por su ejemplar de la Constitución y ojeó los primeros artículos. Eran los mismos desde 1978, no se había  producido reforma alguna. El artículo 1 decía que la soberanía residía en el pueblo español, pero, ¿tenía sentido aún hablar del pueblo español cuando había españoles de primera y de segunda? ¿Tenía sentido hablar de soberanía cuando dos comunidades tenían relaciones bilaterales con el Estado y eran independientes de facto? ¿Cuándo los habitantes de esas comunidades decidían la política del resto del país, pero él no podía decidir en absoluto sobre la política de esas dos comunidades? 

J entendió que le habían colado un nuevo régimen por la puerta de atrás, uno sobre el que no le habían consultado y que no deseaba

Entendió que él no había cambiado: lo había hecho la Constitución sin necesidad de reforma, sin que se le consultara a él ni al resto de españoles. Era una versión de pesadilla del famoso “de la ley a la ley” de su admirado Torcuato Fernández Miranda. Leyó el comienzo del artículo 2: “La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”  Así es como se había convertido en antisistema, así es como había dejado de ser constitucionalista: por defender la Constitución en lugar de la nación que la justificaba y fundamentaba.

J entendió que le habían colado un nuevo régimen por la puerta de atrás, uno sobre el que no le habían consultado y que no deseaba. No sabía si aquello tenía remedio, pero sí que en adelante tendría que defender la nación española además de (y antes que) un nuevo pacto constitucional. Pensó que le gustaría tener en casa una bandera de España y recordó que le habían dado una de propaganda. La encontró con los paños de cocina. Le quitó el envoltorio y la extendió: tenía un enorme toro de Osborne en el centro.

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