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Cultura

Alberto Santamaría: “Marx opinaba que España no podía existir sin corrupción”

La crítica cultural española está de capa caída, pero si existe alguna esperanza de resucitarla hay que buscarla en autores como Alberto Santamaría (Torrelavega, 1976). Profesor de Teoría del Arte en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Salamanca, sus textos desprenden un alto nivel analítico sin renunciar al juego poético, como muestra la reciente recopilación de ensayos Políticas de lo sensible. Líneas románticas y crítica cultural (Akal 2020).

Allí destripa con el mismo rigor la obra de María Zambrano, las canciones de The Smiths y los textos de Karl Marx con nuestro país, entre otros muchos temas. Como en el caso de John Berger y Terry Eagleton, intelectuales cuya mirada comparte, estamos ante un erudito capaz de usar sus amplios conocimientos para lograr que enfoquemos de manera diferente los conflictos cotidianos. Vozpópuli charló con él sobre su última publicación.

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Pregunta: Su libro reivindica de la importancia de “comprender el valor de los elementos que caen fuera de lo comprensible”. ¿A qué se refiere?

Respuesta: Quizá baste un ejemplo. A pesar de que la mayoría de los argumentos que trazamos a la hora de hablar cotidianamente de cultura son, habitualmente, términos relacionados con emociones y afectos, resulta sin duda curioso que cuando se la quiere defender ante el poder, por ejemplo, y se desea que se la tome en serio reducimos la cultura a estadísticas, coeficientes, al PIB, a su influencia en el desarrollo de la economía, etcétera. Esto, claro, conlleva la reducción de la cultura a su versión más domesticable (y más precarizada), que es la de reducirlo a sector cultural, a términos supuestamente objetivos. Adelgazar la cultura hasta que se parezca a aquello que el mercado quiere que se parezca. Etiquetarla como recurso. Ahora se habla de proclamar la “cultura como bien esencial”, y me parece bien, pero “el agua también es un bien esencial” y sigue en gran parte en manos privadas. Cuando hablamos de bien esencial no hablamos de bien común, me parece, sino de “consumo”. Se habla de industria cultural (que debe ser protegida, por supuesto, y sus trabajadores son tal vez los más afectados), pero esa industria debería -es mi opinión- ser más ambiciosa en ciertos aspectos. El problema es estructural, no simplemente de consumo. Dicho lo cual, creo que la cultura tiene que ver con nuestras prácticas cotidianas y con nuestras expectativas y, por tanto, no es reducible un molde racional exclusivamente. Si así fuera, la cultura se habría devorado a sí misma. La cultura debe ser defendida y analizada también por su potencia irracional, por su pulso transformador que lo vincula con lo incomprensible. Si quieres certezas, la cultura quizá no es el lugar.

P: Una de sus aportaciones fundamentales es una relectura y revaluación del romanticismo, que no analiza como un simpático exceso 'sentimentaloide', sino como la recuperación de un potente elemento subjetivo olvidado por la ilustración.

R: Seguimos siendo románticos. El romanticismo es una muesca cultural en nuestra forma de construir nuestra vida y, sobre todo, en nuestra manera percibir el arte. El romanticismo fue el primer movimiento anticapitalista, ese fue su impulso inicial, y la correa de transmisión por la que circulan muchas formas de pensar entre el final del siglo XVIII y principios del XIX, y que se mantiene como hilo en muchos aspectos posteriormente. Extraen su fuerza de la ilustración (e incluso del molde cultural del capitalismo), pero observan pronto la forma en la que estas representaciones de racionalización conllevan, necesariamente, una forma de sometimiento, desprotección y destrucción de lo espiritual. Esto está en Schlegel, en Wordsworth, en Blake, en Shelley, y, por supuesto en Heine, y en el padre de todos ellos: Diderot. Es decir, la excesiva racionalización del modelo de vida que propone la utopía liberal de mercado, será donde la humanidad perderá la partida. Ese es el mensaje. Los románticos -a pesar de sus fracasos y derivas posteriores- lo que proponen es señalar que la transformación social no puede dejar de lado la previa transformación subjetiva. Ambos espacios deben estar conectados. Esto aparece en textos de Gramsci hablando de Novalis, o aparece en Rosa Luxemburgo, y está en Raymond Williams, pero también en Antonio Machado. E igualmente aparece de fondo en varios momentos en la perspectiva de Marx. Esta pulsión romántica donde sociedad y cultura construyen una realidad compleja y mutuamente conectada es fascinante y útil para nosotros, sin duda.

Hayek es un escritor formidable, con una visión de la literatura y el arte que, francamente, no veo en ninguno de los liberales de hoy

P: Siempre he tenido la impresión de que la izquierda española es reacia a leer autores de derecha. En cambio, usted y unos pocos más tiene la actitud contraria, como demuestra el capítulo sobre Fiedrich Hayek, donde explica que el pensador austriaco era buen lector de autores marxistas y que además tenía una concepción de la racionalidad muy sofisticada, ya que la entendía como “capacidad adaptativa”. ¿Por qué diría que es importante ser capaz de entender la mirada de autores como Hayek?

R: No sé si la izquierda es reacia a leer a autores de derechas, no estoy seguro, lo que sí creo que pasa es que cuando se leen se suelen leer con un prejuicio o con una precaución: “todo lo que dice esta gente está equivocado, todo es una idiotez”. Esto a veces está bien, pero en otras ocasiones implica un error de apreciación. A algunos estudiantes que me han dicho que querían leer a Gramsci para empezar, les he recomendado que antes de Gramsci empiecen por Hayek o por Sombart. De esta forma el conflicto se observa mejor, o eso me parece. Dicho esto Hayek es un escritor formidable, con una visión de la literatura y el arte que, francamente, no veo en ninguno de los liberales que escriben libros hoy. Esto no quita, evidentemente, para que su perspectiva sea terrible, y lo vemos hoy en día: todo el arco de la derecha española es hayekiano sin haber leído a Hayek, pero lo veneran en espíritu. La idea: destruir lo público, agotar la política, generar desigualdad, pero todo ello no puede hacerse en base a razones -la racionalidad no sirve aquí-, sino en base a afectos y emociones.

P: Se centra en el último texto de Hayek: La fatal arrogancia. Los errores del socialismo, que se publica en 1988.

R: Me parece una caja de herramientas formidable. Es un texto donde Hayek mira al pasado y trata de resumir su experiencia en el lado reaccionario y observa que las batallas han sido ganadas pero la guerra no. Es curiosa la sensación de derrota de Hayek en 1988. El capitalismo sigue frenando su expansión debido al empuje no tanto del socialismo como por el empuje afectivo, innato, que poseemos de colaboración, de cooperar. En este libro -donde aparecen citados Raymond Williams o Foucault- incluso afirma Hayek que le parece fea la palabra capitalismo y que prefiere la expresión “orden extenso de cooperación humana”, es decir, trata de señalar que el camino es la cooperación (porque sabe que afectivamente es el espacio de crecimiento) pero que esa cooperación debe fundarse en la competitividad y el individualismo para que haya prosperidad. El error de la izquierda estaría, dice, en creer que tener razón es suficiente para conseguir que su visión de la realidad se ejecute, y no comprender que lo irracional juega un papel esencial en toda construcción social y vital. Vamos, que leer a Hayek siempre es recomendable, no así leer a Rallo, Lacalle o a Lasalle (con todos mis respetos). Leer a Hayek antes, o Sombart o a Von Mises o a muchos otros. Cuando lees a esta gente se te ponen los pelos de punta ya que el mundo utópico que tienen su cabeza es completamente destructivo en todos los niveles. Es un desastre al que nuestras derechas aspiran, y, sin embargo, como Hayek, ven que no es posible. Toda la derecha en España habla en tono melancólico, como de pérdida de algo.

P: Otra cosa que Hayek entendió muy bien es que la izquierda se equivoca al rechazar la moral tradicional. Decía que “no es posible imponer una forma de sentir”, un error en que la izquierda suele caer.

R: Hayek defiende que la moral no puede fundarse en la razón, y, al mismo tiempo que la moral se establece a través de vínculos tradicionales. Así pues, la estrategia neoliberal-reaccionaria pasaría por comprender que para su objetivo es más importante tomar las tradiciones morales dadas y establecidas y, penetrando en ellas, ir poco a poco vaciándolas de componentes críticos o disruptivos. Ahí está la trama del asunto. Les interesa el potencial adaptativo que posee la tradición y la moral. Esto se conecta con la idea de que el capitalismo no posee ninguna dirección preestablecida, no hay mapa ni guía previa. El capitalismo solo tiene un objetivo: su propia supervivencia, y para sobrevivir generará las disposiciones adaptativas que hagan falta. Dicho esto, es importante ver que también Hayek hace una caricatura de la izquierda acorde con sus necesidades. No creo que toda la izquierda desprecie la tradición o que desprecie la moral, al contrario. Se ha visto, y se sigue viendo que es factible compaginar demandas diversas de corte racial o sexual con posicionamientos políticos más tradicionales. Latinoamérica puede ser un ejemplo y un modelo. Cada lugar tiene sus peculiaridades y sus historias. Deberíamos tender “hacia muchos socialismos”, que decía Raymond Williams. Las tradiciones han sido parte importante de la izquierda, no debemos olvidarlo. La cuestión es que operen su función crítica. No necesitamos un partido que sea vanguardia de nada, necesitamos política que construya desde las estructuras básicas, y ahí la tradición es un elemento central.

"Cuando hablamos de cultura parece que algo mágico ha caído sobre nosotros, pero no es más que materia y subjetividad", explica

P: Marx tuvo una época de interés intenso sobre España, que usted has estudiado a fondo. Una de las observaciones que hace sobre nosotros es que no solo somos un país con altos niveles de corrupción, sino que el Estado mismo se construye sobre la corrupción.

R: Marx observa detenidamente, como una especie de marciano alejado, lo que sucede en España mediado el siglo XIX. Y para su sorpresa (de España conocía a Calderón de la Barca, su favorito, Cervantes y poco más) la historia de España ofrece algo interesante: un pulso revolucionario en el pueblo, una potencia inigualable al tiempo que una incapacidad para generar revoluciones. Todas nuestras revoluciones han sido, afirma, “abortos revolucionarios”. Esto lo escribe en 1854. ¿Por qué pasa esto? La respuesta no es simple, afirma. Pero hay algo que le fascina: todo impulso revolucionario (con un pueblo con conciencia de lucha e injusticia) es progresivamente enfriado por dos motivos: primero los cabecillas de la revolución pronto quieren ser considerados como “revolucionarios sensatos” (así lo describe) y, en segundo lugar, esto lo aprovecha la monarquía, la reacción y la burguesía para enfriar ese impulso, moldearlo, ponerlo en su contra. De este modo, todo acaba en nada. Así lo rastrea en la historia. Esto tiene que ver con otra cuestión: la estructura del país, sus instituciones, su distribución geográfica, la forma de percibir lo real por parte de las élites, etcétera, muestra que la forma de gobierno de España es la corrupción. Afirma entre irónico y convencido que sin corrupción España no podría existir. Los “revolucionarios sensatos”, incapaces, son absorbidos por esa estructura, al tiempo que el pueblo es empujado al vacío.

P: Sobre la cultura actual, usted plantea cuestiones incómodas del estilo de esta: no nos parece ético que alguien pague para saltarse las colas en la sanidad pública, pero aceptamos que los asientos de un teatro público sean más caros en las primeras filas que en las últimas. ¿Somos ya insensibles al elitismo cultural?

R: La cultura ocupa un lugar curioso en nuestro mapa afectivo y social. Cuando hablamos de cultura parece que algo mágico ha caído sobre nosotros, pero no es más que materia y subjetividad. Permitimos que galeristas, coleccionistas y banqueros se sienten en los patronatos de los museos públicos, y que tomen decisiones “por el bien de la cultura”. No creo que en una concejalía de urbanismo las empresas de construcción estén tomando decisiones (con título institucional, otra cosa es por detrás). Pero en los museos se permite porque es cultura. Lo mismo que el elitismo que supone que en los teatros públicos se favorezca que se generen élites, en función del precio de las entradas. No comprenderíamos que para que mi hijo se sentase en la primera fila del cole público yo tuviera que pagar cinco euros, por ejemplo, sin embargo, para ver a la Filarmónica de lo que sea, vemos lógico que hay varias tarifas no en función de mis intereses o conocimientos o educación, sino, únicamente en función de mi poder adquisitivo, con la finalidad de marcar distinción. La cultura sigue siendo herramienta para la desigualdad, ese es el problema.

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P: No comparte la defensa de la cultura que invoca el porcentaje del PIB que genera. Primero porque la cultura es más que un sector y además porque se trata un cálculo falseado, en el sentido que el manual de instrucciones de la lavadora o el perrito caliente que un turista belga se come antes de entrar al Prado también computan dentro de ese 3,4% de PIB cultural.

R: Quizá no estaría mal desinflar ese mantra que se escucha, de derecha a izquierda, según el cual la cultura supone el 3,4% o más del PIB. Desde mi punto de vista esto es engañoso, y tiene que ver con lo decía al principio, esa necesidad de envolver en supuestas racionalidades economicistas la defensa de la cultura. En realidad sería algo así como una burbuja, quizá peligrosa. Visto de golpe un 3,4% es mucho y, de algún modo, se genera la ficción (entre quienes lo defienden) de que el teatro, la danza, la música, etcétera, son actividades prioritarias sin las cuales la economía se derrumbaría. Otra vez la reducción al argumento racional-economicista. Pero, visto de cerca, el mayor porcentaje de ese 3,4%, según datos oficiales, no proviene ni de la danza, ni del teatro, ni de la poesía. En su conjunto estas actividades no llegan juntas ni de lejos al 1%. El lugar principal lo ocupan la impresión de folletos, el manual de instrucciones de electrodomésticos (por ejemplo), la prensa deportiva, o de gastos vinculados al turismo. Desde que la cultura empezó a formar parte de los cálculos del PIB (algo reciente), ha sido un coladero sin control que se ha ido inflando según intereses y que no refleja la dureza y la precariedad del sector; que sirve para hipnotizar e idealizar la vida cultural. La cultura tal vez debiera replantearse su lugar si desea seguir viéndose como sector creativo (y laboral) y pasar a demandas/luchas reales que no lo conviertan en mera servidumbre errática de un modelo económico nefasto. La creatividad es algo colectivo, nunca algo individual. La Renta Básica Universal o la huelga de alquileres pueden ser instrumentos. Pero estas demandas desaparecen cuando se habla de cultura.

P: ¿Cree que la izquierda española tiene un verdadero proyecto cultural?

R: La izquierda tiene un proyecto cultural: sacudir las bases para deshacer la desigualdad como pieza sobre la que se asienta el Estado y la sociedad. Ahora bien, si hablamos de cultura en el sentido de práctica cultural, eso es otra cosa. Una de las cuestiones que creo que la izquierda debe plantearse cuando desarrolla programas culturales no es tanto cómo programar, sino, por ejemplo ¿para qué queremos museos? ¿Cuál es su función? ¿Qué papel queremos darle? A este respecto no ha habido apenas cambios en el modelo cultural desde hace 40 años. Vuelvo a lo mismo: miremos los patronatos de los museos más importantes de país. Atacar la médula de la institución es clave. Dirigimos la mirada de lo cultural hacia arriba en lugar de desplazarla hacia la cultura cotidiana de millones de personas.

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