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Iván de la Nuez: “Cuba es cada vez más cubista"

El curador y crítico cultural explica las complejidades de la isla caribeña

Iván de la Nuez: “Cuba es cada vez más cubista”

Su anterior ensayo, Teoría de la retaguardia (Consonni, 2018), no solo es una demolición de los dogmas del arte contemporáneo, sino también un recordatorio de que la vanguardia se ha vuelto previsible y estéril, aunque cierta izquierda no se haya dado cuenta o no le convenga procesarlo. “El arte contemporáneo tiene un pie en el 15-M y otro en los petrodólares”, me explicó cuando charlamos sobre aquel libro.

Iván de la Nuez nació en Cuba, pero vive en Barcelona, donde participa activamente en la escena cultural. Ahora publica Cubantropía (Periférica), donde pasa a limpio tres décadas de crónicas sobre la isla (puede comprarse aquí en formato digital). “Quise escarbar en lo ambiguo, lo libertario y lo rupturista como maneras de ser cubanos, a la contra del estereotipo bipolar con el que se suele despachar a ese país: esos extremos asfixiantes de ‘Patria o Muerte’, ‘Conmigo o Contra Mí’, ‘Todo o Nada’, ‘Ellos o Nosotros’, ‘La Habana o Miami’, ‘Placer o Sacrificio’. Por eso el libro no practica la ‘castrología’, una disciplina que, a favor o en contra, casi siempre acaba en el culto a la personalidad”, señala.

De la Nuez no es un turista cultural, queda claro cuando repasa su biografía. “A los veinticinco años yo ya había pisado los internados que sirvieron como laboratorios del ‘Hombre Nuevo’, había visto in situ la debacle sandinista en Nicaragua o el derrumbe del comunismo en Europa del Este -que narro en un capítulo del libro-, y también disparado con varias armas soviéticas: desde la pistola Makarov hasta el AKM pasando por el RPG7, un lanzacohetes portátil. Y eso que yo no estaba en la franja alta de la épica de mi generación (como la de las guerras en África). Cuando has vivido en medio de metas tan altas, tu descreimiento, obviamente, puede llegar a ser proporcional a estas”, recuerda.

Si yo fuera politólogo, no tendría más remedio que morir de aburrimiento estudiando un Estado cuyo modelo apenas ha cambiado en medio siglo", explica

La tesis principal del libro es que hoy se conoce mejor Cuba a través de la cultura popular que estudiando el régimen. “Si yo fuera un politólogo, no tendría más remedio que ocuparme de eso, morirme de aburrimiento y estudiar un Estado cuyo modelo apenas ha cambiado en medio siglo. Pero como crítico de la cultura, puedo otear la sociedad, que es mucho más rica y cada vez más cubista. Porque si bien tenemos un gobierno que sigue insistiendo en la continuidad, la cultura te deja percibir el cambio. Y detectar que, aunque en Cuba persiste un Estado comunista, este tiene que lidiar de manera creciente con una sociedad que ya es postcomunista. En las paradojas de esa asimetría, se instalan estos ensayos”, apunta. ¿Qué momento cultural vive hoy la isla? “Mi impresión es que lo épico resulta menos importante que lo epidémico. Y que los cambios de la sociedad cubana no vendrán por la vía de otra revolución sino por la del contagio. A fin de cuentas, si hay un pueblo contagioso en este mundo, ten por seguro que ese es el cubano”, celebra.

Conquistar por debajo

Una de las ideas más provocadoras del texto es que la revolución más eficaz, en el plano cultural, fue la de la emigración latina hacia el país más poderoso del mundo. “Ni en sus sueños más optimistas, el Che Guevara pudo imaginar el éxito de la invasión latinoamericana a Estados Unidos. Con esa guerrilla popular gigantesca conquistando el imperio por debajo, imponiendo su lengua, su mística, sus sabores, su visualidad, su música, su cine, sus propios héroes y, en definitiva, su cultura. La mayoría actual de la diáspora cubana se formó en el socialismo, en internados en el campo, o en países del Bloque Soviético y han demostrado hasta dónde pueden llegar y modificar unas sociedades para las que no se habían preparado. Todo eso me llevó a abordar Miami como una ciudad postcomunista, pues, al contrario del primer exilio, a partir del Mariel la mayoría de esa comunidad comparte una experiencia formativa similar. Si todo eso no es una revolución, ¿qué vamos a dejar para una acampada o una manifestación?”, pregunta.

Se trata de un proceso de ida y vuelta, como tantas epidemias culturales. “Una de los aspectos que más me ha llamado la atención en estos diez últimos años en los que he regresado a Cuba es esa ‘miamización’ del país. Hasta el punto de que no entiendo cómo el exilio no lo ha celebrado como una victoria. Con la gente chateando diariamente con sus familiares (algo impensable antes), compartiendo programas de radio, televisión o Internet, exposiciones, conciertos, obras de teatro, poniendo negocios (algunos inconfesables) con capital de la Florida, o simplemente regresando a vivir a la isla. Todo eso canalizado por un hecho estadístico incontestable: en Cuba hay más de seis millones de teléfonos móviles que permiten ese trasvase que no parece reversible”, señala.

Los cócteles forman parte de un manto frivolón, una válvula de escape para bajar el tono a la épica impenitente que ha vivido esa isla", señala.

El alcohol también es útil para comprender la cultura nacional. “El Cuba libre o el daiquirí son cócteles que nacen de la guerra de independencia, así como la canchánchara, un aguardiente que los mambises bebían caliente, con miel y limón, para mitigar el frío húmedo de la manigua. Hatuey fue el primer héroe del Caribe y también dio nombre a una de las mejores cervezas que se han producido en Cuba. Evidentemente, todo esto forma parte de un manto frivolón, una válvula de escape para bajar el tono a la épica impenitente que ha vivido esa isla. Algo por encima de toda la violencia y el sacrificio que han marcado y siguen marcando a esa cultura tan simpática. La Revolución, más que en animales políticos, convirtió a los cubanos en animales geopolíticos”, explica.

Experimento agotado

En un momento del texto, describe la isla como ‘parque temático de la revolución’. ¿A qué se refiere? “El discurso de la singularidad que representó la vía cubana está agotado. Desde los años sesenta había funcionado como un escudo simbólico o como un estandarte de originalidad política, pero ya no, de modo que lo que hoy vive el país no es una crisis de su normalidad, sino de su anomalía. Es cierto que el libro empieza en un momento de extrema soledad de la isla ante el desplome de la galaxia soviética. En 1989, estaba expandida la idea de que una corriente unipolar nos arrastraría a todos al multipartidismo y la economía de mercado. Pero, por un lado, en Cuba no cayó el socialismo y, por el otro, todo eso se desinfló más rápido de lo que tardó Fukuyama en sacar su siguiente teoría, con la aparición de un mundo multipolar y una grave crisis de la democracia liberal tal cual la conocíamos. De ahí surgen mis dudas sobre los modelos que se le presentan a Cuba: ¿Una república liberal cuando el liberalismo está dando sus últimos coletazos? ¿Una salida a la rusa, con terapia de choque y oligarcas surgidos de los mandos más altos del Partido y el Ejército? ¿Una franquicia tropical del modelo chino? ¿Un emirato antillano? ¿Encontrará la fórmula que consiga combinar el socialismo con la democracia?”. Los buenos ensayos siembran dudas, no machacan certezas.

Son, ron y reguetón

Si hubiera que buscar un hilo conductor del texto, sin duda sería la música popular de la isla, que conoce a fondo. Especialmente útil es el análisis del fenómeno Buenavista Social Club: explica cómo dos leyendas gringas -Ry Cooder y Wim Wenders- llegan de paseo cultural en Cadillac y resucitan músicos desamparados, que tocaban sin más público que los vecinos con quienes compartían ron en vaso de plástico. También explica que Santiago Auserón estuvo a punto de incluir la emblemática “Chan Chan” en su recopilatorio Semilla del son (1991), pero la pieza le llegó tarde. De la Nuez tampoco olvida el ‘perreo’, dominante hoy en la isla. “El reguetón construye jerarquías y, al mismo tiempo, disuelve las élites. No le cuadra cultural ni moralmente a las autoridades, pero es indisociable de la nueva economía que hoy se abre paso. Pone a bailar a la mayoría de los jóvenes y a la vez su ritmo rebaja la tan afamada percusión cubana. Es machista pero cada vez más bailado, seguido y cantado por mujeres. No es, como el hip-hop cubano, un movimiento contestatario con el socialismo, sin embargo hace apología del capitalismo”, destaca.

Se considera una persona de izquierda, “hijo de la revolución y de la Guerra Fría”. Parte de los intelectuales progresistas debaten sus textos, otros le consideran “directamente un gusano” (nombre despectivo que se da a los cubanos exiliados a Miami). A estas alturas, se niega a comulgar con ciertas disfunciones de su bando. Por ejemplo, la anglofilia. “Cuando, digamos, Noam Chomsky es premiado por un banco importante o enseña en una universidad rimbombante de la élite norteamericana, una fracción de la izquierda mundial dice que ha conseguido ‘penetrar’ al imperio. Si esa beca la obtiene un cubano, el imperio lo ha penetrado a él. Cuando nuestros y nuestras paladines de la izquierda española publican, pongamos, en El País u otra cabecera, es porque están usando el sistema mediático del capitalismo a favor de la emancipación. Cuando lo hace un cubano, el sistema lo está usando a él. Eso es racismo”, lamenta.

El futuro político de Cuba le parece una incógnita, pero no es optimista. “Lo más triste de todo es que una parte de la izquierda abandonará a los cubanos cuando ya no les funcionen como sujetos ideales para amoldarlos a sus discursos. Entonces, buscarán otra mascota ideológica para canalizar sus pulsiones redentoras. Sin poner siquiera sobre la mesa la pregunta puñetera sobre la posibilidad, efectiva y democrática, de una izquierda cubana postcastrista”, remata.

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