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Cultura

Isabel II, del veraneo al exilio

Isabel II embarca en el tren del exilio.

"La temperatura en Lequeitio es realmente agradable, y la familia real, cada vez más complacida con tan excelente retiro, proyecta prolongar su estancia". La idílica estampa del veraneo de la reina Isabel II la da el corresponsal de un diario francés, Mémorial del Pyrénées, destacado a la villa vizcaína de Lequeitio porque es el lugar de vacaciones de la reina.

Isabel II puede reclamar la maternidad del veraneo junto al mar en España. Siendo una niña de 14 años, en 1845, había ido por primera vez a tomar baños de mar a San Sebastián por consejo médico, convirtiendo lo que hasta entonces era algo de excéntricos en una moda. La alta sociedad, que emula los usos de la realeza, comenzaría a veranear en el Norte.

Santander sintió celos y publicó en la Gaceta de Madrid la primera publicidad turística de España: “Baños de oleaje en el Sardinero”. Se entabló una feroz competencia entre las dos ciudades-balneario. Isabel II, que era caprichosa, contribuía a la rivalidad alternando San Sebastián y Santander, cuando no le daba por irse a Lequeitio que está en medio, en Vizcaya.

Así que, cuando le tocaba, la presencia de la reina convertía al pueblecito de pescadores en la Corte de España, por eso las crónicas de los periodistas eran tanto sociales como políticas: “La reina distribuye su tiempo entre las audiencias, el paseo, su tratamiento balneario, y la atención de los asuntos de España con los consejeros que la rodean. Los señores Roncalli y Marfori son quienes gozan de su favor [Marfori no es en realidad ministro, sino el amante de turno]. No parece inminente el cambio de gobierno”.

Lo que no parece es muy informado el corresponsal francés. Su crónica está fechada el 5 de septiembre de 1868 y antes de dos semanas habrá, no cambio de gobierno, sino de régimen, caerá la monarquía e Isabel II se irá de las vacaciones al exilio.

La Revolución de 1868, llamada “la Gloriosa” y también “la Septembrina”, estalló en Cádiz el día 18 de septiembre, siguiendo el típico modelo español de pronunciamiento militar periférico. Los caudillos progresistas eran los generales Prim, Serrano y el almirante Topete. El triunfo de los pronunciados en la batalla de Alcolea, en las afueras de Córdoba, sentenció a la monarquía isabelina. Isabel II había estado en el trono 35 años, pues fue reina desde la muerte de su padre Fernando VII, cuando apenas tenía tres años. Por paradojas de la Historia se convirtió en el icono de los liberales, que libraron las guerras carlistas para mantenerla en el trono, pero ella era una reaccionaria, tan beata como ligera de cascos.

Le hubieran perdonado sus innumerables escándalos amorosos pero, combinados con una entrega ciega a los consejeros más ultramontanos, fueron corroyendo su imagen, hasta llegar el derrumbe. Inculta, supersticiosa y atolondrada, pasaba el verano en Lequeitio tan ignorante de la realidad de España como el periodista francés citado. Si hubiera tenido dos dedos de frente o un buen consejero no se habría ido de veraneo ese año, pero no tenía ni lo uno, ni lo otro.

Si hubiera tenido dos dedos de frente o un buen consejero no se habría ido de veraneo ese año, pero no tenía ni lo uno, ni lo otro

Mientras la corona estaba al borde del abismo, la única preocupación de Isabel II era la invitación que había hecho a Napoleón III y la emperatriz Eugenia, que veraneaban en la cercana Biarritz, para un encuentro a medio camino, en San Sebastián. La cita era precisamente para el 18 de septiembre, y naturalmente los monarcas franceses no fueron a San Sebastián, lo que llegaron fueron las noticias de la revolución.

"Esto está que arde"

Galdós cuenta magistralmente en los Episodios Nacionales el ambiente de desconcierto e inoperancia de la corte veraniega, que se había instalado en el Hotel de Inglaterra, en la Concha de San Sebastián. El general Concha –qué casualidad de nombre- ministro de la guerra, el único que estaba en Madrid, animó a la reina a que regresara a la capital y abdicase en su hijo, el pequeño Alfonso (luego Alfonso XII), como fórmula para salvar la monarquía.

Salió Isabel II con lo que quedaba de su séquito –todos los ministros menos Roncalli habían escapado ya a Francia- hacia la estación, se subió al tren real, pero no llegó a arrancar. “Estando ya Su Majestad y real familia y servidumbre dentro del tren –escribe Galdós-, llegó otro despacho de Concha, diciendo poco más o menos: Que no venga. Esto está que arde… Ya no hay remedio”.

Finalmente Isabel II abandonó San Sebastián el 30 de septiembre. Fiel a su estilo, salió del Hotel de Inglaterra entre su marido, Francisco de Asís, y su amante, Carlos Marfori. Este galán cuarentón de origen italiano, con grandes patillas y bigotazo de guías –lo que parecía el colmo de la virilidad- era un oportunista, había hecho una carrera política espectacular gracias a la protección de su tío, el general Narváez, el caudillo moderado (o sea, de la derecha dura). Pero no le bastó con ser alcalde de Madrid, diputado y ministro, se dejó requerir en amores por Isabel II, ocupando el último lugar cronológico en la lista de amantes de la reina.

Isabel II se abraza a su amante Marfori al bajar del tren del exilio.

Conocemos muchas imágenes contemporáneas de Marfori, podría decirse que de todas las partes de su anatomía, pues protagonizó numerosas caricaturas pornográficas en las que él, la reina, el rey, la monja Patrocinio y el padre Claret (los Rasputines de la corte española) realizaban todo tipo de perversiones sexuales. Pero el peor servicio que Marfori le hizo a su soberana fue aconsejarle que se fuera de España, que los españoles la reclamarían pronto. Jamás sucedió esto.

Isabel II fue en el tren real hasta Hendaya, y andando por el andén, como cualquier viajante, pasó a la parte francesa de la estación y subió al tren imperial que le había enviado Napoleón III. El emperador la esperaba en la estación de ferrocarril de La Negresse, junto a Biarritz, con cara de circunstancias. No lo sabía, pero como relatamos en la primera entrega de estos veraneos históricos, en menos de dos años él sufriría la misma suerte, perder la corona y ser arrojado al exilio.

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