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Cultura

Qué Juego de Tronos ni qué niño muerto… ¡Calderón de la Barca, Pablo, Calderón!

Peris Mencheta encarna a Enrique VIII.

Los clásicos hablan en verso... ¡y a gritos! Tanto que todavía podemos escucharlos. Y no se trata de que el presente los rejuvenezca; es que nunca envejecieron. Para muestra, una octava real o -si se tercia- una turba de endecasílabos a la salida de un juzgado. Pero, a lo que vamos: las entradas para ver Enrique VIII y la cisma de Inglaterra -un texto de juventud de Calderón de la Barca escrito en 1627- están agotadas hasta su último día en cartelera: el 26 de abril. No hay ni una sola disponible. Quien desee ver el montaje de Ignacio García para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, tendrá que esperar hasta el Festival de Almagro, que abre con esta pieza la programación de su edición número 38.

El texto de Calderón lleva la métrica urgente de las cosas que todavía ocurren

Si ya no es posible verla, al menos en Madrid, ¿para qué hablar de esta obra? Justamente por eso, porque el texto de Calderón lleva la métrica urgente de las cosas que todavía ocurren: la corrupción, el abuso de poder, la ambición, la conciencia mordida por el arrepentimiento, la intriga… Cualquier pasaje de esta obra serviría para ilustrar lo que ocurre en el presente. Si de ponerse gore se trata, ya le bastaba a Pablo Iglesias con haber regalado a Felipe VI un ejemplar de Calderón en lugar de las primeras cuatro temporadas de Juego de tronos.

Ya lo dijo Mariano José Larra, en 1836, en las páginas de El Español: el teatro es el espacio en el que mejor se refleja una "sociedad susceptible de regenerarse". Y aunque la vida –agria- ablandó tales esperanzas en el periodista y dramaturgo, hay en las líneas del autor de Macías una dosis de verdad. Miramos mejor el presente cuando retrocedemos ante él. Le pasa a los miopes: tienen que separar el libro del rostro para descifrar lo que dicen sus páginas. Eso es lo que parecen haberse propuesto muchos directores y dramaturgos contemporáneos al revisar textos olvidados o algunos clásicos apresados en una sola y pintoresca lectura.

A medida que aumentan los casos de corrupción y latrocinio, los clásicos con la calle de forma más potente

A medida que aumentan los casos de corrupción y latrocinio de las arcas del Estado, más potentemente se comunican los clásicos con la calle en la que aún habitan: desde el Don Juan Tenorio de Zorrilla en versión de Blanca Portillo – aquel "Por dondequiera que fui,/la razón atropellé,/la virtud escarnecí,/a la justicia burlé" retumba hoy-, pasando por Antígona –la de Bergamín en el María Guerrero o la de Ochandiano en las Naves del Español-, aquella mujer que precisa desobedecer una ley para hacer justicia a otra, hasta llegar a este monarca de los Tudor, que podría estar encarnado por cualquier hombre o mujer que hoy ocupe un cargo de poder.

Sólo errará el que sabe cuándo yerra

El rey Enrique VIII -interpretado, con fuerza, por Sergio Peris Mencheta- ha sido -de la corte de los Tudor- uno de los  personajes más complejos y a su manera fallidos. Algo en él es todo fracaso y desbarajuste. Su historia se amplifica en La cisma de Inglaterra, una mirada histórica de la separación de la iglesia católica romana y la anglicana, escrita por Calderón de la Barca casi un siglo después de su ruptura.

La versión del texto que Jose Gabriel López Antuñano ha preparado para el montaje de la Compañía Nacional de Teatro Clásico intenta adaptar, que no deshacer o travestir, el texto de Calderón, quien escribió el original basándose en la Historia eclesiástica del cisma del reino de Inglaterra, del jesuita Pedro de Rivadeneyra.

En esta versión que dirige Ignacio García, el énfasis está colocado en la naturaleza humana de Enrique VIII

Y así lo ha conseguido López Antuñano al reconducir el original hacia sus aspectos esenciales: la determinación del destino frente al libre albedrío; la responsabilidad de un monarca ante su pueblo y la importancia de obrar bien más allá de los intereses individuales. Todos estos son elementos comunes en casi todas las piezas que integran la dramaturgia de Calderón de la Barca y en este caso consiguen dar un paso al frente, más vigentes que nunca; y no por motivos teológicos sino morales.

En esta versión que dirige Ignacio García, el énfasis está colocado en la naturaleza humana de Enrique VIII, en la obcecación pasajera –pero a su manera desastrosa- que producen sus arrebatos de elefante en cacharrería. Enrique VIII es capaz de poner patas arribas un reino o arrebatar la corona a la reina Catalina –la  hija menor de los reyes católicos, interpretada por Pepa Pedroche- para dársela a la ambiciosa y desbordante Ana Bolena -Mamen Camacho-, cuya fuerza es la justa para dejar en evidencia hasta qué punto la brutalidad de Enrique VIII tenía una sola explicación: debilidad.

Cuando el error ocasionado por el gesto arbitrario del monarca salta, ya consumado, ante sus ojos –Bolena no era la mujer que él esperaba, ajá-, a Enrique VIII no se le ocurre mejor cosa que decapitar a su segunda mujer para enmendar el entuerto político y moral -el destierro de Catalina y de la infanta María-. Pero es tarde. Por mucho que lo intente, es tarde. Frente al cadáver de su amor, desinflado ahora en el bulto de un cadáver, Enrique VIII restituye en el trono a la infanta María y observa, desde el taburete del desengaño, el desastre que ha provocado.

El Enrique VIII que construyen juntos Caderón, López Antuñano, Ignacio García y  Perís-Mencheta,  se tropieza torpe en su propia oscuridad

La veta tremendamente humana y débil de este Enrique VIII se manifiesta en escena con el sueño premonitorio con el que comienza la obra y que acompasa un estribillo de pesadilla. El reinado del Tudor avanza así, fantasmagórico, hasta el final. Su defecto –la ceguera- es su desenlace: la fatalidad que se impone a la elección -la que él no hizo-. El Enrique VIII que construyen juntos Caderón, López Antuñano, Ignacio García y por supuesto Sergio Perís-Mencheta,  se tropieza en la oscuridad -la suya-, se da de golpes con las consecuencias que obran sus decisiones. Lo peor, acaso, es que el Enrique VIII de Calderón de la Barca lo sabe, incluso mucho antes de ejecutar sus más desacertadas órdenes.  

"Confieso que estoy loco y estoy ciego,

pues la verdad que adoro es la que niego.

Pero si un hombre el daño no alcanzara,

aunque errara parece que no errara,

que es tan confusa guerra,

Sólo errará el que sabe cuándo yerra"

 

Como ya lo hizo a comienzos de temporada con su versión de La Antígona de Bergamín en el teatro María Guerrero, Ignacio García procura iluminar con el texto clásico los conflictos universales de los seres que los encarnan, a fin de cuenta esos que ocurren en todas las épocas.

En esta oportunidad, Ignacio García consigue lo mismo con un montaje discreto, sencillo pero plástico, que reproduce la  iconografía del Siglo de Oro a través de una escenografía y unas composiciones en las que Velázquez retumba: la escena inicial del sueño de Enrique VIII, el parlamento de amor de Carlos, embajador de Francia, ante una galería de retratos improvisados en el escenario o el espejo que acompaña la muerte de Bolena.

Hasta Pasquín, el bufón de la Corte, se refuerza como signo. "Porque yo con mis locuras/ Soy ciego , y alumbro a obscuras,/Huid de mí, pues que veis", dice entre escena y escena, como una premonición estropeada... que habrá de cumplirse: la tragedia del mal gobierno; la farsa de la ceguera...

¿Quién quiere Juego de Tronos cuando existe el Siglo de Oro? Decidme... ¿quién?

Una obra de juventud de Calderón de la Barca escrita en 1627 ha conseguido agotar las localidades en el Teatro Pavón. Lo dicho: qué tienen los clásicos que además de hablar en verso lo hacen a gritos. De lo contrario, ¿por qué los escuchamos retumbar, incluso siglos depsués? Para pensar el poder, entonces, más vale una octava real que las cuatro primeras temporadas de una serie. ¿Quién quiere Juego de Tronos cuando existe el Siglo de Oro? Decidme... ¿quién?

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