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Cultura

Los tiranos se sientan a la mesa: un libro recopila los platos favoritos de los dictadores del siglo XX

Sadam Hussein perdía la cabeza por el pescado.

Adolf Hitler, acaso resabiado y para compensar la pena de no haber podido ser el pintor que soñó, tenía por culposo placer engullir pichones rellenos de lengua e hígado. El asunto no sería raro de no ser porque el Füher decía ser vegetariano. En cambio, Mussolini perdía la cabeza por los ajos crudos y Franco por la paella de mariscos... y alguna pieza de caza conquistada tras un buen escopetazo. Mao, más bien poco exótico, se decantaba por la carne de cerdo, cuando podía masticarla. El líder de la Revolución China terminó comiendo alimentos que pudiese aplastar con las encías: brotes de bambú cocido o lechuga salteada. Un tiránico panda en toda regla.

Los hay desganados y especialitos a la hora de comer, mientras otros compiten por el título del tirano más goloso, presea que se lleva por goleada el dictador norcoreano Kim Jong-il

Y como ésas hay muchas pero muchas más historias. En total 26, las de los comensales más tiránicos del siglo XX, seres cuyas costumbres y gustos culinarios aparecen reunidos en el libro El banquete de los dictadores. Los platos favoritos de los tiranos del siglo XX, un volumen que hace las veces de recetario, álbum fotográfico, crónica culinaria o histórica… Compilado y escrito por Victoria Clark y Melissa Scott, este volumen editado por el sello Melusina habla de mucho más que comida. Las 26 entregas gastronómicas de los despóticos gourmets están divididas por continentes y administradas con una prosa graciosa y maligna. Imágenes e instrucciones de preparación regadas con buenas dosis de humor negro.

Los hay desganados y especialitos a la hora de comer, mientras otros compiten por el título del tirano más goloso, presea que se lleva por goleada –aunque seguido de cerca por Fidel Castro- por el dictador norcoreano Kim Jong-il, el Querido Líder, y padre del rollizo Kim Jong Un. Él sí que era un verdadero gourmet. Poseía una biblioteca llena de libros de cocina; daba a sus embajadores en el extranjero instrucciones para que le mandasen distintas especialidades y enviaba a su chef personal en jet -algo así como Felipe IV con Velázquez pero en el Hipercor- para que fuese a buscar caviar iraní, cerdo danés, mangos tailandeses… Hasta creó un comité del ejército femenino que estudiaba la homogeneidad de cada grano de arroz de su plato tuvieran la misma textura.

El capítulo del dictador norcoreano da para mucho, pero mucho. El Querido Líder tenía una bodega con más de 10.000 botellas de vino y, por supuesto, de su coñac preferido, valorado en 70.000 euros. Perdía la cabeza por el pescado crudo, adoraba la sopa de aleta de tiburón y la sopa de carne de perro. Le fascinaba el salo, así se llama a la grasa de cerdo macerada y salada, y la Sopa de la Mañana, hecha con caracoles. Su entusiasmo por el café, que bebía en cantidades industriales, también está glosado en este magnífico foto álbum.

En el caso de Trujillo, no eran los alimentos lo que le entusiasmaban, sino las vírgenes servidas en bandeja. Hussein mandó a matar a uno de sus catadores a bastonazos. ¡Vaya miedo a morir envenenado!

El apartado dedicado a los dictadores latinoamericanos no se queda atrás en lo que a extravagancias supone. Muy aficionado y tan meticuloso como Kim Jong-il, dicen que Fidel Castro solía –cuando estaba más activo y menos aquejado por la vejez- ser un verdadero incordio: se metía en la cocina, opinaba sobre la cocción de los alimentos, se interesaba por saber cómo se preparaba todo… Y aunque no le hacía ascos a nada, dos cosas le hacían perder la cabeza: la sopa de tortuga y la langosta. En el caso de Trujillo, no eran los alimentos lo que le entusiasmaban, sino las vírgenes servidas en bandeja. Según sus colaboradores, “en el mundo moderno no ha habido otro hombre que le arrebatase la virginidad a más mujeres”. Comida, lento coladero de pasiones aparcadas. Sin duda. 

Gadafi en cambio, tenía algunos devaneos. A pesar de haber expulsado a los italianos de su reinado, el autoproclamado "decano de los gobernantes árabes" era amigo de Berlusconi y padecía una debilidad por la comida italiana, incluidas la pastelería y los macarrones. Pero él, dueño de aquellos dientes lustrosos, gustaba desgarrar carnes y lustrar los piños con leche de camello. Él, que en los viajes oficiales levantaba tiendas de campaña para apurar su bebedizo de dromedario en paz y lejos de las recepciones, se molestó un montón cuando no le permitieron hacer lo propio en Central Park en 1981. Algo más cosmopolita, pero no menos intolerante, fue Saddam Hussein, quien -obsesionado por la muerte por envenenamiento- mandó matar a bastonazos a uno de sus catadores. Mataba por muchas cosas Hussein, pero ninguna como por el pescado: lo adoraba al punto de comerlo recién pescado. Sobre los bastonazos, el libro no especifica si Hussein tomó pulpo gallego en alguna ocasión... por aquello del gusto por apalear.

Las compulsiones, los malos modales y otras perlas

El libro aporta algunas revelaciones acerca de qué comentaban sentados a la mesa ciertos dictadores o sus modales, en la mayoría de los casos pésimos, como los de Mao, quien solía quedarse dormido con la comida en la boca. El libro aborda también el discurrir de la vida doméstica, los que la tenían... porque algunos se comportaban como verdaderos energúmenos, como Hitler, quien hacía esperar a todos 45 minutos para empezar a comer, luego de comprobar que el catador de su comida no caería envenenado. Él, como Hussein, llevaba el tema bastante mal. Eso, sin contar los trastornos digestivos del Führer. Acabó su días comiendo potitos y papillas; simplemente no podía digerir otra cosa.

Se cuentan también los vicios y las compulsiones de muchos tiranos. La de Hastings Kamuzu Banda merecen un apartado para el delirio. Hastings hizo vivir a los ciudadanos de Malaui bajo una dictadura en la que él sería el presidente vitalicio. Se paseaba vestido con traje de tres piezas, sombrero de fieltro, bastón y matamoscas. Exigió además que le acompañara para entretenerlo dondequiera que fuese, un conjunto de bailarinas que vestían ropas con su retrato. Sin embargo, en el tema comida, sus compulsiones eran bastante más discretas: adoraba los gusanos mopane, los llevaba sencillos y deshidratados, en los bolsillos. Los usaba para prodigarse un tentempié y a veces para arrojarlo, cual confeti, a los niños de los pueblos que visitaba.

Antes de convertirse en general del ejército de Uganda y dar un golpe de Estado para hacerse con el poder en 1971, Idi Amin fue cocinero en un regimiento colonial británico. Allí se aficionó a las cucharitas de plata y a la hora del té. Sin embargo, el libro aporta datos bastante menos flemáticos. Sobre los rumores de canibalismo que muchos le atribuían, las autoras aportan unas jugosas declaraciones del dictador: "No me gusta la carne humana, la encuentro demasiado salada". Su apetito por las naranjas era voraz: ingería alrededor de 40 a lo largo del día, pues pensaba que eran "el viagra de la naturaleza". Su comida favorita era la carne de cabra asada, la yuca y el pan de mijo.

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