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Cultura

Del MoMA a la Gran Vía: Fundación Telefónica exhibe a Torres-García, un moderno en la Arcadia

'Joaquín Torres-García: Un Moderno en la Arcadia' podrá verse desde el 19 de mayo al 11 de septiembre de 2016 en la planta 3 del Espacio Fundación Telefónica.

Joaquín Torres-García, europeo en América y americano del sur en Europa. La electricidad del que migra ha quedado impresa en su ya icónica América invertida (1943), ese mapa díscolo que se da la vuelta. Nacido en Montevideo, en 1874, de padre catalán, a los 17 años se instaló en Barcelona. Su paso por la Nueva York de los años veinte, el París –y la Europa- de entreguerras y su regreso a Uruguay mercaron en Torres-García no sólo las largas distancias de los que se mueven –cambian de lugar- sino el tiempo que transcurre mientras esa travesía sucede. Un tiempo síntesis, que cristaliza en la suma de todos. Esa es la lectura de fondo de la retrospectiva Joaquín Torres-García: Un Moderno en la Arcadia, una muestra producida por el MoMA de Nueva York con la colaboración de la Fundación Telefónica y el Museo Picasso de Málaga y que podrá verse desde el 19 de mayo al 11 de septiembre de 2016 en la planta 3 del Espacio Fundación Telefónica (Calle Fuencarral, 3, Madrid).

Exposición producida por el MoMA en colaboración con la Fundación Telefónica y el Museo Picasso de Málaga: una selección de 170 piezas esclarecedoras

El discurso de la exposición fue diseñado y construido por Luis Pérez-Oramas, comisario de arte latinoamericano del MoMA y responsable de la muestra original que se exhibió en el museo neoyorquino en otoño del año pasado. Aquella fue la primera retrospectiva que se dedicaba al uruguayo en Estados Unidos después de 45 años. La que se exhibe ahora en el Espacio Fundación Telefónica es la primera que se organiza en España desde la década de los años noventa. La exposición recorre toda la obra de Joaquín Torres-García (Uruguay, 1874-1949) a través de una selección de más 170 piezas procedentes de hasta 70 coleccionistas públicos y privados, además de una serie de piezas -pertendientes a Fundación Telefónica- que no se exhibieron en el MoMA y entre las que se incluye el fresco que Torres-García pintó para su propia casa, La Terra, Enees i Pan (1914), una obra monumental de más de 100 años de antigüedad, claro testimonio de la adscripción del artista al movimiento noucentista. Esa obra, y las de ese periodo, se convierten en punto de partida y llegada de una exposición sin hilos sueltos, una proposición rotunda, de mirada profunda y vocación tan poética como política, que viene precedida por los elogios por la crítica norteamericana e internacional.

Pintura, escultura, frescos, dibujo, collage e incluso los ‘juguetes’ que comenzó a hacer Torres-García en sus años en Barcelona –la infancia como laboratorio formal, versión de lo primitivo- y que comercializó en Nueva York. La exhibición se estructura cronológicamente en una serie de capítulos: desde las primeras obras a finales del siglo XIX hasta sus últimas piezas realizadas en Montevideo en 1949. Destacan dos momentos clave: la época de 1923 a 1933, cuando Torres-García participó en varios de los primeros movimientos modernos de vanguardia europeos, a la vez que estableció su característico estilo pictográfico-constructivista. Justamente durante esos años – más concretamente entre 1929 y 1933, en la Europa donde Hitler subía al poder y España fraguaba la Guerra Civil-, Torres-García se alejaba del discurso de los territorios que dominaba el continente y se situó en el símbolo como punto de encuentro universal. A esa etapa sigue la que va de 1935 a 1943, cuando, ya de regreso en Uruguay, desemboca en el universalismo constructivo.

El título de la muestra cobra un poderoso e iluminador sentido: el arte moderno no puede entenderse sin Torres-García

Si algo queda claro en esta exposición es el hecho de que por Joaquín Torres García pasa todo: es el vértice entre el pasado y la modernidad, la abolición del tiempo como progresión y de la idea de lo primitivo como algo previo a la destilación de las formas en la abstracción. Es ahí donde el título de la muestra cobra un poderoso e iluminador sentido que el propio Pérez-Oramas explica en un recorrido por las salas de la exposición: “Torres García sintetiza las distintas formas de modernidad que existían en aquel entonces”. Acaso porque existe una simultaneidad en su concepción de la forma y del tiempo, Torres-García se revela como un artista de la duración, alguien cuya obra resulta inclasificable justamente porque busca la arcadia, el origen. "La infancia es un concepto fundamental para producir la individuación, por eso en él está tan presente".  

Inscrita en un discurso cronológico, la muestra avanza a través de una estructura de islas formales y de sentido, parentescos semánticos entre piezas que permiten relacionar diferentes períodos de manera simultánea. Solo así es posible explicar la complejidad de una figura central en la historia del arte moderno. Desde el primer capítulo de la exposición, con las obras de su época barcelonesa, el espectador puede adivinar la fuerza de lo que está por irrumpir en Torres-García. En los dibujos preparatorios para los frescos del Saló de Sant Jordi en el palau de la Generalitat , encargados en 1912, vibra su idea base, y lo hace en el dibujo preparatorio Lo temporal no es más que símbolo, un título que alude a un poema de Goethe y en el que Torres García plantea el tiempo como convención, una elaboración que le permite demoler las jerarquías. Es esa misma idea la que cristaliza ya en sus obras de 1918, donde aparece la simultaneidad del espacio urbano y la esfera de un reloj que atraviesa su obra.

Desde el primer capítulo de la muestra, con las obras de su época barcelonesa, el espectador puede adivinar la fuerza de lo que está por irrumpir

El Torres García que comienza y el que acaba trazan juntos un círculo perfecto. De ahí que la exhibición, que concluye con sus obras tardías, le permitan entender al espectador la culminación de esa búsqueda al oponer la abstracta Estructura a cinco tonos con dos formas intercaladas (1948), con la última obra que pintó el uruguayo: Figuras con palomas (1949), una representación de una escena de maternidad en arcadia, similar a sus obras tempranas, pero en términos esquemáticos concretos. El artista que Joaquín Torres García ya era en Barcelona, y que sugirió formalmente en las maderas precarias o la composición esquemática de aquellos frescos, anticipó lo que sería el espíritu de su obra: la búsqueda voluntaria ruina moderna. Lo simbólico-universal y la forma como aquello que se gesta en su transformación. El espíritu que busca la infancia como una versión de lo primitivo. Moverse.

El uruguayo es un punto de llegada y partida, un mapa en el que cabrían las rutas aun por inventarse. Por ese motivo Torres-García ha fascinado a generaciones de artistas en ambos lados del Atlántico, pero especialmente en las Américas, incluyendo a importantes artistas norteamericanos, desde Barnett Newman hasta Louise Bourgeois, y a incontables artistas latinoamericanos. A medida que asimilaba y transformaba las invenciones formales del arte moderno, Torres-García "se mantuvo fiel a una visión del tiempo como una colisión de distintos períodos, en vez de una progresión lineal, una distinción que es particularmente relevante en el arte contemporáneo",  explica Pérez-Oramas. Antes, durante y después. Tiempo sedimentado, vivido. Se trata sin duda de una idea que transparenta en su vida, en el recorrido que esa vida contiene. En efecto: todo pasa por Joaquín Torres-García.

"Era cinco años más joven que Henri Matisse (1869-1954) y dos más que Piet Mondrian (1872-1944). Era siete años mayor que Pablo Picasso (1881-1973), cinco que Paul Klee (1879-1940) o Kazimir Malévich (1879-1935), nueve que Theo van Doesburg (1883-1931), doce que Ludwig Mies van der Rohe (1886-1969). Casi contemporáneo de su compatriota José Enrique Rodó (1871-1917)”, escribe Pérez Oramas. La reflexión no deja de lado el hecho de que  Torres-García "contribuyó desde el pensamiento plástico a modelar un ideario cultural para la América Hispana", destaca el texto del comisario del MoMA que acompaña el catálogo. Al mismo tiempo, Torres-García ejerció influencia en la obra del nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), los mexicanos José Vasconcelos (1882-1959) y Alfonso Reyes (1889-1959) o el peruano José Carlos Mariátegui (1894-1930), todos ellos autores fundacionales y más jóvenes que él. Ese es el argumento que apunta Luis Enrique Pérez-Oramas en un ejercicio brillante de síntesis, una instantánea en la que quedamos todos retratados. Con Torres-García quedamos impresos en un tiempo y un lugar que compartimos como un parentesco semántico y universal. Joaquín Torres-García: Un Moderno en la Arcadia, una exposición rotunda, firme como la tierra y el tiempo que está siempre por llegar o que, acaso, ya estaba ahí.

pérez-oramas: desafiar los discursos canónicos

Han trasncurrido ya diez años. En 2006, el poeta e historiador del arte Luis Pérez-Oramas se unió al equipo de trabajo del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Ya entonces trabajaba junto a John Elderfield en una muestra que supo iluminar el poderoso sentido que tuvieron los objetos en la obra del venezolano Armando Reverón, el pintor de la luz. La forma de generar relato de Luis Enrique Pérez Oramas goza de una lucidez excepcional, una forma de pensar empujada por esa electricidad que solo conocen aquellos -Octavio Paz, el gran ejemplo- que participan de la conexión entre la poesía y el ensayo, la voluntad ciudadana de ambos géneros. Comisario de la 30ª Bienal de São Paulo, que llevó por título La inminencia de las poéticas, Pérez Oramas consiguió situar en un lugar desde el que no estamos acostumbrados a mirar. Una demolición de los discursos canónicos que no pierde el tiempo en voluntarismos. Esa capacidad esclarecedora apareció nuevamente en El alfabeto enfurecido. León Ferrari y Mira Schendell, que presentó el Museo Reina Sofía, y se refirma en Joaquín Torres-García: Un Moderno en la Arcadia, una exposición unánimete aplaudida por la crítica de arte. Se cumple un ciclo de diez años. Una década en la que Pérez-Oramas ha propuesto nuevas formulaciones políticas para el discurso del arte. La sustancia de esa mirada culta y emocionada, encuentra espejo en su obra poética, que cuenta con libros como Prisionero del aire (Pre-Textos) y La dulce astilla (Pre-Textos). También con el sello capitaneado por Manuel Borrás ha publicado este año un ensayo inscrito en la mejor tradición intelectual iberomaericana y que lleva por título Olvidar la muerte. 

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