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Opinión

El triunfo de la brutalidad

El triunfo de la brutalidad

Hace ya muchas décadas, Pedro Salinas escribió una “Defensa implícita de los viejos analfabetos” contraponiendo la forma de sabiduría de los iletrados de antaño, sutil y profunda, fruto del contacto real con la tierra, con la pretenciosa ignorancia de tanto alfabetizado romo y cerril como inunda el mundo. Me temo que Salinas no pudo imaginar hasta qué punto iba a crecer una forma de necia brutalidad característica de esta época en la que se proclama alegremente que estamos en plena sociedad del conocimiento. Y estoy seguro de que no podría ni sospechar cómo esa barbarie letrada llegaría a alcanzar a nubes de individuos, y de individuas, pertrechados con algún grado universitario.

Nos negamos a reconocer el éxito de las nuevas formas de brutalidad que conforman buena parte del paisaje social de nuestro tiempo

Acomodados a las consignas optimistas que afirman que la información disponible crece a la velocidad del rayo, y que nuestras juventudes son las mejor preparadas de la historia, nos negamos a reconocer el éxito de las nuevas formas de brutalidad que conforman buena parte del paisaje social de nuestro tiempo.

El asalto a la razón

La obra clásica de Lukács puso el acento en que las filosofías irracionalistas fueron, al tiempo, filosofías de la irresponsabilidad, auténticos nutrientes morales de lo que fue el fascismo. Ahora, nos encontramos en una situación histórica muy distinta a la de entreguerras, pero sería ilusorio ignorar en qué forma continúan actuando grupos cuya acción no se rige por ningún principio defendible, ideologías que pretenden imponer sus verdades más allá de cualquier respeto a las convicciones ajenas, a la libertad de las personas, a la democracia en cualquiera de sus dimensiones.

Diciendo defender el feminismo, la ecología, los barrios, los animales, la paz, la justicia o la identidad nacional, se sienten autorizados a cometer toda clase de atropellos

Al amparo de causas nobles, a algunos les parece que la voluntad puede prescindir de cualquier inteligencia, que la validez de un principio autoriza, supuestamente, a emplear toda suerte de medios, incluidos aquellos que podrían ser criticados en función del fin que se proclama, y eso porque la más elemental lógica ha desaparecido de sus análisis. Así, diciendo defender el feminismo, la ecología, los barrios, los animales, la paz, la justicia o la identidad nacional, se sienten autorizados a cometer toda clase de atropellos, a golpear, quemar, empujar, amenazar, insultar, a lo que fuere con tal de acabar con lo que se les antoja el absoluto mal. Y lo hacen, además, persuadidos de estar en la vanguardia, de pertenecer a ese escaso resto de humanidad por cuyo bien cabe exigir sacrificio o imponer castigo. Actuar, no pensar, ese es su lema: creen que ya han cavilado bastante, que han descubierto la verdad salvadora, han identificado al maligno y solo queda la acción, la fuerza salvadora capaz de eliminar de raíz el brote perverso.

Otro mundo es posible

La simpleza de sus análisis les hace ignorar la diferencia existente entre considerar que sea posible vivir de otra manera y la violencia contra quienes no comparten sus pulsiones. Basta pensar en lo que ha podido sentir cualquier turista, muy probablemente persona modesta que ha hecho sus esfuerzos para proporcionarse unos días de ocio y playa, al verse atacado por esos grupos radicales sin que le quepa adivinar cuál sea el mal que les ha hecho, qué le ha convertido en el objetivo a abatir.

El mundo humano es infinitamente más complejo que cualquiera de las simplezas que acogen en sus menudas cabezas

La esencia de estas formas modernas de brutalidad estará muy probablemente en la incapacidad para ponerse en el lugar del otro, del turista, del varón, del extraño, la incapacidad para comprender que el mundo humano es infinitamente más complejo que cualquiera de las simplezas que acogen en sus menudas cabezas y que la realidad soporta muchas contradicciones que no pueden ser reducidas por las bravas. Muy lejos de ellos queda la luminosa defensa de la libertad que hizo Hayek, que otros puedan hacer cosas que no nos gusten, y, desde luego, esa sutileza necesaria para entender cualquier asunto hondamente humano, la política también.

Dividir el universo humano entre amigos y enemigos, entre buenos y malos, puede ser el origen de una fabulosa energía destructiva. No distinguir entre la supuesta legitimidad de unos fines y la evidente ilegitimidad de algunos medios para alcanzarlos es justo lo que se obtiene de esa dispensa del pensar, de esa bendición de la brutalidad como manera de entender el mundo. La descreencia en la mera conversación, la negación del carácter humano a quien se oponga a los propios designios, la demonización del otro, su conversión en un agente del mal, son las condiciones necesarias para que se desencadene la acción, para que se censure la duda, para que se entronice el más bárbaro.

La cumbre del saber se pone en una consigna

Cuando la dificultad de comprensión de ciertos asuntos no nos mueve a la paciencia y al estudio y la crítica, sino que incita a cualquier forma de activismo, se ha llegado a sustituir un problema difícil por una solución simple y, generalmente, equivocada. Ello permite que una vida que debiera ser dirigida por la prudencia y el inteligente escepticismo, es decir, por la voluntad de entender, se convierta en esclava de una consigna. El corolario evidente de ese mal negocio es la necesidad de pertenecer al grupo de los iluminados, de identificarse totalmente con él, y, en consecuencia, la conversión automática de cualquier persona en un camarada, o, por el contrario, en un mero miembro de cualquier colectivo distinto al nuestro, en alguien realmente privado de realidad personal, en un varón, un turista, un militar, un español, un maltratador, en esa especie de enemigo que ha sido precisamente definido por la brutalidad.

En esa entrega al activismo se obtiene un cierto consuelo, la paz que deriva de negar las contradicciones

En esa entrega al activismo se obtiene un cierto consuelo, la paz que deriva de negar las contradicciones, del esfuerzo que supone admitir que no hay otro remedio que consentir que se críen juntos el trigo y la cizaña, porque se ha conseguido el privilegio de luchar contra la contradicción a mandobles, de vivir en un mundo simplificado en extremo en el que, de manera que no se investiga, nos ha cabido la suerte de caer en el lado de los buenos, de los puros de corazón, de los que están en lo cierto: el precio es relativamente barato, no poner jamás en duda la consigna liberadora. 

La política de la brutalidad

La política, con todas sus sombras y carencias, existe precisamente para encontrar un sustituto de la violencia, para mejorar los resultados de la brutalidad, para abrir caminos de entendimiento y de colaboración con quienes están en nuestra contra, y se basa en la persuasión de que siempre es posible el compromiso, que, sin apenas excepciones, la conversación es mejor que la guerra.

La política es inseparable de una cierta comprensión de la complejidad irreductible de las cuestiones que mueven la vida de los seres humanos

Pero la política es inseparable de una cierta comprensión de la complejidad irreductible de las cuestiones que mueven la vida de los seres humanos, de admitir que los ideales y las carencias están relacionados de forma escasamente lineal. Por ejemplo, el hecho de que Trump pueda parecer un botarate, no implica que haya sido elegido por millones de alelados, de la misma manera que el hecho de que Obama pudiera parecer un ícono político no sirve para negar que su presidencia ha servido para que el 100% del crecimiento económico generado durante su mandato fuese a parar a la parte superior del 20% de la población norteamericana, lo que, en la medida que es consecuencia de políticas similares durante décadas,  ha sido una de las causas, y no la menor, del triunfo de Trump que pareció preocuparse realmente de los más desamparados. No es simple entenderlo, es más fácil quedarse con la caricatura, pero es una verdad de fondo, y, como tal, es uno más de los grandes obstáculos que se oponen a las consignas y simplezas revolucionarias que quieren barrer del mapa a los turistas, los españoles, los toreros, o a los varones, típicos disfraces de la brutalidad convertida en estrategia de salvación que nos amenaza por todas partes en esta época supuestamente ilustrada.

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