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Opinión

Se rompió el cántaro

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont.

Tras este jueves, bien podemos asegurar que de tanto ir el cántaro independentista a la fuente de la provocación ha terminado por romperse. El gobierno de Mariano Rajoy ha optado por una aplicación light del artículo 155 de la Constitución, pero el problema es que Puigdemont y sus socios de las CUP están convirtiendo los trozos del cántaro en armas arrojadizas.

El drama del catalanismo de centro.

Cuando Balzac afirmó que en una sola jornada memorable bien puede una casa tranquila convertirse en el infierno parece que estuviese profetizando lo que acontece hoy en Cataluña. Lejos quedan aquellos tiempos del oasis catalán, de la amable convivencia entre las fuerzas políticas en el Parlament, del seny que predominaba en la vida pública catalana, en suma, del ejemplo de civilizada política que se daba por estas tierras desde las que les escribo.

Hablando esta misma mañana con algunos dirigentes de la Convergencia de toda la vida, alguno incluso ex Conseller, me manifestaban su total y completa desolación. No daban crédito. “¿Cómo hemos podido llegar a esto?”, decían sinceramente preocupados; cabe añadir que la siguiente afirmación era “¿Y a dónde nos llevará esta locura?”.

Es lógico que estas personas, todas de clase media alta, con apellidos vinculados a la selecta burguesía catalana o, lo que es lo mismo, al mundo de los negocios, se encuentren horrorizados. La cultura del pacto con Madrid, el famoso peix al cove que tanto éxito le reportó a Jordi Pujol y a su partido, está muerta, enterrada y con los funerales celebrados. Pero el detonante, aunque para muchos haya sido la detención de altos cargos de la Generalitat y la irrupción de la Benemérita en consellerías, no es ese, ni mucho menos. Lo que vemos ahora son las consecuencias del tremendo, colosal error que cometió Artur Mas hace cinco años al ver la manifestación multitudinaria en favor de la independencia. Andaba el por entonces President enfrascado en lograr un pacto fiscal con Rajoy, intentona que no cuajó.

La cultura del pacto con Madrid, el famoso 'peix al cove' que tanto éxito le reportó a Jordi Pujol y a su partido, está muerta, enterrada y con los funerales celebrados"

Mas sabía que los procesos por corrupción iban, más pronto que tarde, a pasarle factura a su partido, una CIU vieja, anclada en un discurso nebuloso del sí, pero no, carcomida por espurios intereses económicos y amenazada por formaciones pujantes como Esquerra o las CUP, que venían a disputarle su electorado.

Calculó mal, y creyó que poniéndose al frente de aquella tropa obtendría la mayoría parlamentaria que necesitaba para que todo siguiese igual, sin darse cuenta de que su tiempo había pasado.

David Madí, asesor áulico del President, y aún a día de hoy factótum en las sombras de Puigdemont, fue el gran muñidor de esa estrategia. Los resultados son evidentes: CiU se ha roto, Unió ha desaparecido del mapa, la antigua convergencia refundada en el PDCAT tiene unas expectativas electorales bajísimas, los partidos catalanes tradicionales han padecido un descalabro histórico – véase el PSC, sin ir más lejos – y Cataluña está al borde del precipicio, con las cuentas de la Generalitat intervenidas por el Estado, la mayoría de los miembros de la Mesa del Parlament y numerosos cargos públicos con querellas, el Parlament cerrado a cal y canto, leyes y más leyes anuladas por el Tribunal Constitucional, el propio Consell de Garantías catalán en contra de los procedimientos seguidos y, cuidado con esto, los radicales cupaires dictando la errática política de la nave del nacionalismo, perdida irremediablemente en aquel placentero viaje a Ítaca que Mas y los suyos nos auguraban.

En medio de todo este enorme desvarío, los catalanistas de centro, la gente de orden, aquellos padres de familia que, según escribía mordazmente Josep María de Sagarra, leían la prensa nacionalista en el momento suave y cálido de la digestión, se encuentran huérfanos. Eliminado Pujol de la ecuación, no hay nadie que tenga autoridad suficiente para frenar la ceremonia de la confusión reinante.

“Pero ¿usted ha visto con quién vamos de la mano?”

Y es que, por más que los voceros de la Generalitat insistan, por más que TV3, saltándose la legalidad, continúe emitiendo anuncios del pretendido referéndum, por más gente que se congregue en las calles cantando, éstas no son ni pueden ser jamás de las clases medias que han sustentado hasta ahora al nacionalismo catalán. No: la manoseada revolución de las sonrisas, las flores regaladas a los agentes del orden, las señoras mayores y sus nietas, rubias ellas, procedentes de los barrios altos de Barcelona, no pueden ni quieren tomar las calles. Ni siquiera el poder. Son fruto de cuarenta años de ingeniería social, del viejo carlismo remozado en un nacional catolicismo catalán que se sustenta en Montserrat, el Barça y Pujol. Faltándole la tercera pata, toda esa masa se ha aferrado como a un clavo ardiente al mantra de la independencia porque, sépanlo, el independentismo es ahora una religión en estas tierras. Nadie cuestiona nada ni osa apartarse un milímetro del dogma imperante. Apelar a la razón, que es lo mismo que hacerlo al ordenamiento jurídico, las normas vigentes y el sentido común, es perder el tiempo. La fe no se razona. Por eso las calles ahora son propiedad de los radicales, de las CUP, como la misma Anna Gabriel se jacta en decir “Las calles son nuestras”, parafraseando, acaso sin saberlo, a Manuel Fraga.

La manoseada revolución de las sonrisas, las flores regaladas a los agentes del orden, las señoras mayores y sus nietas, rubias ellas, procedentes de los barrios altos de Barcelona, no pueden ni quieren tomar las calles"

De ahí que, en la conversación que he mantenido con los miembros de la vieja guardia convergente, cuando uno ha dicho que si me daba cuenta de que iban de la mano de las CUP y que tal cosa era igual que cuando Companys se apoyaba en la FAI, servidor haya replicado que lo que vivimos ahora se gestó en las casas de los prohombres pujolistas, en sus propias casas. Porque los cupaires son, en buena medida, sus hijos, sean carnales o ideológicos; porque en muchos lugares, los convergentes han visto con simpatía y con algo más a aquellos chicos revoltosos, en alusión a lo que dijo en su día Xabier Arzalluz respecto a Herri Batasuna; porque aquellos polvos nacionalistas de ayer han traído esta sinrazón de hoy.

El cántaro se ha roto por la insensatez y egoísmo de unos y, digámoslo todo, la ineficacia de un gobierno con nula cintura política. Si no se entiende que solo con la brigada Aranzadi el problema catalán no se resuelve, es que no hemos aprendido nada.

Hacer cumplir las sentencias judiciales y enviar a la Guardia Civil es lo suyo en un estado de derecho y democrático que, con todos los defectos que se quiera y que son muchos, es el régimen que mayor estabilidad política y económica ha tenido España a lo largo de su secular historia. Pero así no afrontamos el problema en su más honda raíz.

Es la hora de la política en serio, porque el envite es formidable. Las caras de mis paisanos catalanes volviendo de sus trabajos – los que lo tienen – a sus casas esta noche de jueves lo dicen muy claramente. No estamos para algaradas ni para más jornadas históricas. Si un autónomo, me decía el quiosquero de mi barrio, se retrasa un solo día en el pago del seguro, le cae un recargo de no te menees. Saltarse la ley tiene, forzosamente, una penalización y así debe ser para todos, los políticos los primeros.

Es momento de construir, aunque, por acabar con otra cita, Virgilio dejó muy claro aquello de “¡Oh, tiempos consumidores! ¡Oh, juventud envidiosa! Todo lo destruís”.

Los viejos convergentes deberían haber leído más a los clásicos y menos el diario AVUI.

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