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Opinión

La “ideología de género” no existe

El obispo de Córdoba, Demetrio Fernández.

Si usted frecuenta ambientes católicos o conservadores, es probable que desde hace algún tiempo haya oído hablar de una tal “ideología de género” que, presuntamente, amenazaría nuestra civilización. A esa “ideología de género” se le atribuirían todo tipo de males: desde destruir familias hasta contaminar a nuestros menores con ideas perversas, pasando por incluso (oh, cielos, hasta dónde vamos a llegar) establecer que los cuartos de aseo de un edificio público sean comunes para varones y mujeres.

Es plausible que haya muchas cosas que no le gusten a usted acerca cómo funcionan en nuestra sociedad las familias, la educación de nuestros jóvenes o los wáteres. Le comprendo porque también es mi caso. Ahora bien, es posible que usted mismo se haya visto tentando por echarle la culpa de todos esos problemas a la “ideología de género”. Si este es su caso, tengo una mala noticia que darle (o, más bien, que repetirle, dado que ya la ha visto anunciada en el título de este artículo): no existe ninguna cosa llamada “ideología de género”. Es un mero nombre (flatus vocis, dirían los filósofos medievales) inventado para aglutinar un montón de teorías y autores a menudo contradictorios entre sí, pero que comparten una sola característica: no les gustan demasiado a las personas de mentalidad poco liberal y que, por tanto, se sienten amenazadas por los extraordinarios cambios que caracterizan a nuestra sociedad en los últimos tiempos. Nadie utiliza “ideología de género” de modo neutral o académico (revisen en vano las estanterías de las bibliotecas más prestigiosas del mundo buscando un estante dedicado a ese presunto movimiento). Y, naturalmente, tampoco nadie la utiliza de modo laudatorio. Es un mero término despreciativo creado para expresar que hay algo que te molesta mucho.

¿Qué es eso tan atroz que según los que hablan de “ideología de género” llevaría a cabo esta maléfica conspiración de “ideólogos de género” que se agazapan en nuestras universidades e instituciones?

Porque, empecemos por ahí, hay algo que resulta injusto ya de partida si uno cree que existe tal “ideología de género” y le atribuye un inmenso poder. La injusticia estaría en centrarse solo en las cosas que ese inmenso poder habría hecho mal, no en aquellas que habría hecho bien. Si nuestra sociedad trata hoy de modo mucho más tolerante que otras culturas a minorías como las lesbianas, los gais, los bisexuales o los transexuales (resumidas a menudo bajo las siglas LGBT) no es desde luego gracias a otros movimientos humanos, ya sean religiones (como el cristianismo o el islam) o ideologías políticas (comunismo, conservadurismo), que han perseguido a menudo con saña a todas esas minorías. Si hemos ido en la buena dirección en las últimas décadas (y creo que casi todos, tal vez con la excepción de algún Juan Manuel de Prada, coincidiremos en que un mundo con la ley española de 1970, que condenaba a los homosexuales a penas de cárcel y hospital psiquiátrico, es peor que un mundo sin ella) y si tan tremendamente poderosa es la “ideología de género”, parece lógico reconocer que como mínimo ésta no habría entorpecido ese progreso. Y que incluso quizá haya contribuido a él. Pero nadie de los que utilizan esta expresión le ha reconocido nunca nada bueno a su influencia, aunque muchos pertenezcan a instituciones, como la Iglesia católica, que recientemente ha tenido que reconocer y pedir perdón, por voz de su representante máximo, el papa Francisco, por todo el mal que ha cometido en su historia, o aún comete, hacia gais o lesbianas.  

¿Qué es eso tan atroz que según los que hablan de “ideología de género” llevaría a cabo esta maléfica conspiración de “ideólogos de género” que se agazapan en nuestras universidades e instituciones? Para empezar, una crítica común es que se han inventado (nos hemos inventado, dado que yo también trabajo en estos temas) el mismísimo término “género”, que según estos conservadores es innecesario, pues ya existe el término “sexo”, que es todo lo que necesitamos utilizar. ¿Es esto así? ¿Nos hemos inventado un palabro que en realidad no aporta ningún conocimiento, como se inventó el término “flogisto” por los científicos en su día o “pléroma” por los gnósticos en el suyo?

La verdad es que con solo una ojeada al avance de las ciencias sociales en el último siglo y pico se constata algo: casi todos los que analizan al ser humano pronto se dieron cuenta de que hacía falta un término similar. Bastó conocer otras culturas, como hizo la antropología, o reflexionar sobre la nuestra, como hizo la sociología, o estudiar la mente humana, como hace la psicología, para percibir enseguida algo: que una cosa es el sexo (lo biológico, el tipo de cromosomas, XX o XY u otras combinaciones minoritarias, que tenemos en cada célula de nuestro cuerpo —salvo los gametos—). Y otra cosa es lo que nuestras sociedades nos dicen que tenemos que hacer con ese sexo biológico. No es lo mismo ser mujer en la España de 2016 que serlo en la España de 1916; no son las mismas las obligaciones que tiene un varón en Occidente hoy que las que tiene en un pueblo perdido del Nepal o las que tenía en nuestro Medievo. Por eso no basta con el sexo para explicar nuestras sociedades: hace falta tener en cuenta también lo que dice nuestra sociedad o cultura sobre el sexo.  A eso que nuestra sociedad nos dice (o, más a menudo, nos impone) sobre qué significa en realidad ser mujer, ser hombre, sentirse atraído por alguien de tu sexo o del otro, etcétera, a eso tan variable entre las diferentes culturas de la Tierra (mientras que el sexo es siempre el mismo, o XX o XY o unas  pocas combinaciones más), se le llamó enseguida “carácter” (Otto Weininger) o “temperamento” (Margaret Mead), hasta que finalmente, en los años 50, triunfaría el término “género” (gender en inglés), de John Money.

En nuestra propia sociedad, hasta hace no mucho, comprar productos cosméticos para hombre parecía una prueba de dubitativa virilidad, hasta que los metrosexuales nos mostraron que era todo lo contrario

Además, al ponerse a investigar sobre el género (o, antes, sobre el carácter o temperamento) los científicos sociales se dieron cuenta de muchas cosas, como siempre que uno se pone a estudiar con ahínco la realidad. Por ejemplo, hay sociedades que consideran muy femenino el cuidado físico de cada uno, mientras que otras lo consideran muy masculino. En nuestra propia sociedad, hasta hace no mucho, comprar productos cosméticos para hombre parecía una prueba de dubitativa virilidad, hasta que los metrosexuales (y numerosos anuncios publicitarios) nos mostraron que era todo lo contrario (una prueba de lo muy masculino que eres y lo muy interesado que estás en hacer conquistas sexuales). Por tanto, en sentido estricto, no puede decirse que cosas como el cuidado físico, o ciertas profesiones, o ciertas actitudes, las marque solamente la biología, el tener un sexo u otro (aunque, por supuesto, tampoco tienen que darse exactamente igual en ambos sexos). La sociedad también dice mucho acerca de esas cosas. Eso es todo lo que los estudiosos del género defendemos en común. No parece muy amenazante para los fundamentos de la civilización occidental, ¿verdad? De hecho, parece muy conforme a dos valores claves de la historia de Occidente: nuestro empeño por buscar la verdad racionalmente y por respetar la libertad de cada cual.

A partir de ahí, los que nos ocupamos de Estudios de Género (pues ese es el nombre de la cosa, el de una disciplina académica, no el de una ideología), ofrecemos una miríada de teorías, experimentos, estudios e hipótesis. Muchas de ellas, naturalmente, me parecen disparatadas, así como otras de lo más sensatas (a este último grupo creo que pertenecen concretamente las mías, como bien puede suponerse el amigo lector). Por ello, agruparnos a todos bajo una presunta “ideología” común sería igual de disparatado que tildar a todos los politólogos de pertenecer a un mismo partido político o a todos los sociólogos de pensar igual sobre la sociedad.

Algunos de los autores que se ocupan de estudiar el género escriben de manera ciertamente complicada. Las anglosajonas Judith Butler o Gayle Rubin me parecen buenos ejemplos de ello. Mi experiencia con los que despotrican contra la “ideología de género” (aunque tal vez he tenido mala suerte) es que nunca abordan una crítica minuciosa de sus enrevesados textos: como han inventado el término peyorativo “ideología de género”, se sienten con permiso para acusarlas de modo general y, por tanto, generalmente inexacto. Me parece especialmente humillante para una iglesia como la católica, con la gran tradición intelectual que tiene a sus espaldas, que hoy en día sus dirigentes se conformen con estas acusaciones generales contra “ideólogas de género” que, a menudo, no han leído, y no entren nunca en la discusión detallada de cada autor. (Mi experiencia es que ningún obispo ha aceptado jamás discutir en un marco académico y minucioso sobre las teorías de Butler que tan amenazantes consideran, por ejemplo).

Incluso en casos tan peliagudos como ese de quienes se oponían a Galileo, como el cardenal Belarmino, no se podía decir que no conocieran minuciosamente las teorías del físico italiano

La Iglesia tiene en su pasado experiencias de oposición testaruda contra la ciencia: quizá el caso más famoso sea el de Galileo Galilei. Pero incluso en casos tan peliagudos como ese de quienes se oponían a Galileo, como el cardenal Belarmino, no se podía decir que no conocieran minuciosamente las teorías del físico italiano. Es una pena, y quizá significativo del papel cada vez más subordinado que está adoptando el catolicismo en la cultura actual, que hoy no se vea entre los dirigentes católicos ninguno que conozca al dedillo esas teorías que tanto critican (y que tienen, naturalmente, todo el derecho a criticar; pero con fundamento). Algo parecido se podría decir de nuestro conservadurismo. Estoy convencido de que a Galileo, mucho más que la oposición de la Iglesia de sus días, le hubiese irritado que esta se hubiera hecho sin ni siquiera haber leído sus libros. A mí no es irritación, pero sí cierta lástima, la que me produce que toda la faramalla contra la “ideología de género” se haga por parte de personas que nunca se meten a criticar una página concreta de Donna Haraway o Simone de Beauvoir. Quizá porque, puestos a ellos, se darían cuenta de lo muy diferentes que son, mismamente, estas dos autoras. Y que por tanto aplicarles a ambas, y a muchas más, la etiqueta omnímoda de “ideología de género” carece de sentido.

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