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Editorial

Felipe VI, desasistido por el Gobierno y las Cortes

El rey Felipe VI, durante su discurso de proclamación en el Congreso de los Diputados.

La decisión del rey de revocar el uso, que no la propiedad, del Ducado de Palma por parte de su hermana y heredera, la infanta Cristina, ha puesto en evidencia el desamparo institucional en el que se encuentra el Jefe del Estado: el monarca heredó hace un año la Corona de España, sumida en una crisis aguda como consecuencia de las prácticas viciadas de su anterior titular, incondicionalmente consentidas por los sucesivos Gobiernos y por las Cortes Generales. Entre los muchos problemas recibidos estaba el del enjuiciamiento de Cristina de Borbón y de su marido por presunta apropiación indebida de fondos públicos. Una cuestión que claramente desborda lo familiar, puesto que la monarquía es precisamente eso: familia y herencia. Por tanto, conviene salir al paso del tratamiento que se ha venido dando al problema de la infanta y a la decisión de su hermano el rey, como si nos halláramos ante los líos de una familia ilustre. Mientras no haya cambios constitucionales, hay que recordar que tenemos una monarquía parlamentaria y no una monarquía patrimonial como las de antes, no obstante lo cual Gobierno y Parlamento han venido rehuyendo sus responsabilidades durante el reinado Juan Carlos I y parece que quieren seguir haciendo lo propio con Felipe VI, su sucesor. El enjuiciamiento de la infanta y la asunción de las consecuencias constitucionales del mismo siguen pendientes y, por tanto, la decisión sobre el uso de un título nobiliario es irrelevante ante la eventualidad de ver a una heredera a la Corona en el banquillo de los acusados.

La Corona ha de reintegrarse sin reservas al orden parlamentario, y su titular debe quedar sometido a todas las exigencias de transparencia y comportamientos exigibles a la primera magistratura del Estado

Como fundador del régimen del 78, Juan Carlos I sancionó una Constitución que ha permitido el ejercicio de libertades básicas, tal que el derecho de voto, antes negadas a los españoles, gracias a lo cual la ciudadanía ha podido familiarizarse con prácticas democráticas añejas ya en otros pagos. Lo anterior, una palmaria obviedad a estas alturas, quedó en parte contrarrestado por el hecho de que los Gobiernos sucesivos y las Cortes Generales, como si de corresponder a tanta "generosidad" se tratara, permitieron en la práctica que la Corona funcionara como un poder autónomo, alejado del control democrático y envuelto en un velo de espesa opacidad. Tan es así que nada se reguló sobre su funcionamiento o los posibles conflictos de interés que pudieran surgir en el seno de la institución, como quedó de manifiesto cuando hace un año se produjo la renuncia apresurada del monarca: casi todo se tuvo que improvisar y tanto el Gobierno como las Cortes aparecieron más como subordinados a las órdenes del rey saliente que como los depositarios genuinos de la soberanía popular.

En el modelo parlamentario, que es el que establece la Constitución, ninguna institución puede sustraerse al control de las Cortes y del Gobierno que emana de ellas. Mucho menos la jefatura del Estado que, a pesar de su carácter meramente representativo, es el símbolo más eminente de la nación. Ni en las monarquías burguesas que sobreviven en Europa ni en las repúblicas, sean presidencialistas o parlamentarias, sus monarcas o presidentes pueden funcionar sin el contrapeso o control de los órganos de la soberanía. De ahí que las prácticas seguidas durante el llamado juancarlismo en modo alguno puedan o deban continuar: la Corona ha de reintegrarse sin reservas al orden parlamentario, y su titular debe quedar sometido a todas las exigencias de transparencia y comportamientos exigibles a la primera magistratura del Estado. Lo que en el caso de la monarquía supone, además, entrar en cuestiones que afectan a la familia del rey y a sus herederos. Y, evidentemente, no es el rey, o no solo, el que debe arbitrar o resolver los conflictos que surjan en su Casa o en su familia, sobre todo aquellos que tengan dimensión pública, como es el caso de la infanta.

La responsabilidad del Gobierno y de las Cortes Generales

El procesamiento de la hermana del rey es un conflicto, y no menor, desde la óptica de una institución en la que la imagen –y toda su parafernalia– ocupa un lugar destacado. Esa es la razón, o una de ellas, de que muchos medios, desde luego Vozpópuli, hayan opinado y urgido la toma de decisiones sobre el asunto. Lo que no entendemos, por lo hasta ahora razonado, es que esas decisiones se pidan a la infanta o al propio monarca, porque ni la una ni el otro son los responsables últimos, salvo, claro está, que Cristina de Borbón renunciara motu proprio a sus derechos sucesorios. Los verdaderos responsables, como hemos repetido tantas veces aquí, son el Gobierno y las Cortes Generales, lo que limita y delimita el papel del rey a asumir o ejecutar las resoluciones que, en su caso, aquéllos adoptasen. Como no lo han hecho, Felipe VI ha decidido lo que está en su mano: retirar a su hermana el uso del título de Duquesa de Palma. Una decisión menor a todas luces.

Resulta penoso tener que recordar principios tan elementales del modelo de monarquía parlamentaria, lo que da idea de la pobre calidad democrática de nuestro régimen. Es comprensible que, a estas alturas, dada la decrepitud institucional imperante que paso a paso nos dirige sin remedio hacia un período preconstituyente, el Gobierno y las Cortes, agotado el crédito de la nación como revelan los resultados electorales que se suceden desde mayo de 2014, eludan adoptar iniciativas legislativas para poner orden en los asuntos de la Corona, contribuyendo con su inacción a mantener la interpretación patrimonialista de la misma, algo que el anterior monarca aprovechó con el desparpajo en él habitual y con el aplauso del establishment. Por supuesto, este es uno más, y no precisamente el más importante, de los problemas que ahora mismo tiene planteados el régimen del 78. Probablemente será resuelto en un futuro cercano, aunque no por este Gobierno ni este Parlamento. De momento, sólo cabe subrayar el desamparo institucional del nuevo inquilino de La Zarzuela y el escándalo que supone ver a una heredera de la Corona sentada en el banquillo de los acusados.

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