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Editorial

Mariano Rajoy, un presidente del Gobierno en entredicho

La reiteración de noticias y testimonios sobre presuntas prácticas irregulares en el Partido Popular, básicamente ligadas a financiación ilegal y pagos a sus dirigentes, en las que estaría incurso el jefe del Ejecutivo, ha agravado la tormenta de descrédito que viene descargando desde hace tiempo sobre la política y las instituciones españolas, aumentando una alarma social que podría desembocar en situaciones imprevisibles si los poderes públicos democráticos se negaran a adoptar las iniciativas exigibles en cualquier régimen parlamentario. Ya hemos dicho aquí en reiteradas ocasiones que el asunto Bárcenas, con independencia de su evolución judicial, tiene una trascendencia política indudable, derivada del hecho incontrovertible de que el aludido ha sido gerente y tesorero del partido del Gobierno hasta anteayer. Esa circunstancia, por sí misma, siembra una duda, políticamente demoledora, que obliga a renuncias y dimisiones tanto en el partido como en el Consejo de Ministros, para tratar de embridar la deriva enloquecida de la política española y recuperar algo de estabilidad institucional. Y todo esto nada tiene que ver con la presunción de inocencia que corresponde al plano judicial, en el que no entramos ahora.

Con motivo del encarcelamiento de Bárcenas dijimos aquí que “En cualquier país democrático, el asunto Bárcenas habría supuesto en sus primeros compases la depuración de responsabilidades en el Gobierno, teniendo en cuenta que el presidente del mismo es presidente del partido y que, además, lo nombró tesorero y lo sostuvo contra viento y marea cuando ya el alud había hecho acto de presencia. Sabemos de sobra que tales prácticas democráticas están erradicadas en la política española, todavía plagada de resabios franquistas. Aquí las dimisiones no se llevan y casi todo se sustancia con el latiguillo del respeto a las decisiones de los tribunales, sin más”. Pues bien, nos parece que los españoles no podemos continuar, día sí y día no, castigados con la inestabilidad institucional que deviene en incapacidad para gestionar las tareas de Gobierno, porque es claro que los gobernantes afectados por la tormenta del descrédito no disponen de tiempo ni de energía para otra cosa que no sea pensar en sus problemas, teóricos o reales, con el tesorero encarcelado.

Somos conscientes de lo que supone afirmar la preeminencia de los valores democráticos y parlamentarios, con las consecuencias que ello conlleva, en un momento como éste, pero resulta evidente que seguir engañándose y engañándonos con que estamos ante un tema estrictamente judicial sólo conduce a la inacción política y al desapego social. La ausencia de consenso político y social en un sistema parlamentario, como parece el caso, solo puede traducirse en la proliferación y exaltación de posiciones extremas, algo que no deseamos ni para España ni para nadie: los españoles tenemos una historia dramática en esa materia y creemos que el deseo de la gran mayoría es salir de ésta crisis por los caminos de la democracia. Y ésta tiene sus reglas y sus prácticas que no pueden ser obviadas con excusas de mal pagador.

Con toda rotundidad creemos que el Partido Popular tiene la obligación de asumir las graves responsabilidades políticas derivadas del asunto Bárcenas, asunción ineludible si queremos  restaurar la confianza y la dignidad del Gobierno, aunque ello suponga la dimisión de su Presidente. También creemos que los grupos parlamentarios presentes en las Cortes Generales deben hacer honor a la representación popular que ostenta y exigir esa asunción de responsabilidades, por encima de intereses partidarios o visiones cortoplacistas. Es lo que se espera de quienes tienen a su cargo la responsabilidad del bien público.

 

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