Quantcast

Editorial

Adolfo Suárez: el mejor servidor de Juan Carlos I

El expresidente del Gobierno en una imagen de archivo

La muerte de Adolfo Suárez ha venido a coincidir, por una de esas crueles ironías del destino, con las últimas boqueadas del régimen político que tan decisivamente él contribuyó a crear. Su enfermedad le ha impedido conocer el declive imparable de la Transición y la reivindicación de su figura por quienes, incluido el propio Monarca, políticamente le denostaron hasta conducirlo al desván de una memoria poco grata en los tiempos de vino y rosas de las mayorías de Felipe González y de la especulación financiera de Aznar y Rodríguez Zapatero. Siete años de crisis económica y descrédito institucional han convertido la tan cacareada Transición en una ruina necesitada de un alicatado hasta el techo, aunque sería faltar a la verdad no reconocer que las semillas del mal ya estaban presentes en los textos constitucionales que dieron lugar al Régimen. En todo caso, el desolador panorama actual hubiera sido inimaginable cuando el fallecido se puso a la tarea de cumplir el encargo de su señor, el rey Juan Carlos I, consistente en sentar las bases de un régimen de monarquía parlamentaria que consolidara la Corona y no alterara en demasía los pilares del poder tradicional en España. En ese sentido, no es exagerado afirmar que Suárez puede ser reconocido, sin duda alguna, como el mejor servidor del Monarca, hasta el punto de que muy probablemente la Institución no vuelva a tener otro tan eficaz.

Heredero de Franco y de todo el poder que éste detentaba, el entorno del joven Juan Carlos I juzgó poco aconsejable el intento de continuismo sin más del andamiaje franquista, por lo demás innecesario para lograr mantener los núcleos fundamentales del poder en manos de lo que ahora se denomina la oligarquía política y financiera, y que entonces era la oligarquía franquista a secas. Precisamente fue Suárez el encargado de ensanchar las bases de esa oligarquía, atrayendo a la misma al PSOE y al PCE junto con los nacionalistas burgueses de Cataluña y del País Vasco. Y a fe que lo consiguió, fraguando entre todos una Constitución, la de 1978, que si bien ha proporcionado a los españoles más de tres décadas de paz y prosperidad –muy justo es reconocerlo-, no ha sido capaz, sin embargo, de despejar definitivamente el camino al futuro de una nación siempre amenazada por los fantasmas de sus demonios familiares históricos, hoy representados por el nacionalismo desintegrador. Tal vez porque esa oligarquía ensanchada en sus bases se ha dedicado prioritariamente a la defensa de sus intereses, que desde luego no pasaban por la educación y modernización de un país que, sin tradición democrática, ha resultado engullido por una corrupción galopante, tanto económica como institucional.

Suárez y el fracaso de la Transición

No resultó fácil la labor de Suárez. Antes al contrario, su tarea se vio plagada de sinsabores y sobresaltos, la mayor parte de las veces por culpa de la cortedad de miras de algunos de los beneficiarios de la misma. Las clases pudientes, por ejemplo, y una parte considerable del Ejército, le consideraron simplemente un traidor y/o un advenedizo, una especie de Rastignac de Ávila, demostrando una vez más la escasa inteligencia que siempre ha distinguido a nuestra oligarquía. Ello por no hablar del PSOE y de Felipe González, que lo hostigaron de forma inmisericorde por creerlo, tal vez con razón, un obstáculo casi insuperable para alcanzar el poder. Entre unos y otros lograron camelarse al Monarca, de forma que el hoy tan alabado Suárez tuvo que renunciar a la presidencia del Consejo de Ministros en enero de 1981, como prólogo a su paulatina retirada de la vida política española. Desde entonces, su figura permaneció olvidada hasta que las desgracias del régimen de la Transición, lleno de vías de agua, y determinados analistas y politólogos, decidieron volver la vista hacia los románticos años fundacionales de esta etapa que ahora fenece, años en los que la figura del hoy fallecido presidente del Gobierno brilló con luz propia.

En un día como hoy, anegados todos como estamos por el imparable aluvión de lágrimas de cocodrilo que surgen por doquier, es obligado reconocer que la muerte de Suárez y la crisis terminal del sistema que él contribuyó a crear colocan a España y los españoles en la tesitura de desbrozar otra vez un camino capaz de asegurar otros 30 o 40 años, incluso 50, de paz, prosperidad y convivencia entre españoles, y que ese nuevo periodo pasa inevitablemente por una regeneración integral de nuestras instituciones, de nuestra democracia. Una democracia capaz de servir a todos, y no solo a unos pocos. Desde esta perspectiva, Suárez fue sobre todo un servidor leal de su señor, un político de su tiempo que no fue correspondido y que, peor aún, fue tratado injustamente por la mayoría de aquellos a los que benefició. El pueblo español, testigo de los avatares de unos y de otros, muy probablemente se quede con la imagen de un hombre encantador y atractivo, que careció de apoyos y de capacidad para gobernar dentro del modelo político que contribuyó a crear. También la del tipo valiente, de una pieza, capaz de no arrodillarse y mantenerse erguido ante la amenaza de las pistolas del 23-F. La tarea de introducir a España por la senda de una democracia digna de tal nombre, una democracia de calidad, sigue pendiente. Descanse en paz Adolfo Suárez.

Ya no se pueden votar ni publicar comentarios en este artículo.