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Editorial

La Corona, en entredicho: la responsabilidad del Gobierno y de las Cortes

El príncipe Felipe y el rey Juan Carlos, en un acto la pasada semana.

La instrucción del proceso de Mallorca nos ha deparado este fin de semana nuevas revelaciones sobre ese patio de Monipodio crecido en los aledaños de la Corona, sin que sepamos con certeza si ésta lo ha amparado o simplemente lo ha tolerado. Sea una cosa u otra, o ambas a la vez, creemos que España y los españoles se enfrentan a un muy grave problema, otro más, con la primera magistratura del país. Con independencia de los derroteros por los que discurra el proceso judicial correspondiente, parece claro que estamos a un paso de que el Gobierno y el Parlamento se vean en la obligación de tomar cartas en el asunto y proveer, en su caso, la sustitución en la jefatura del Estado, de acuerdo con lo que nuestro sistema de monarquía parlamentaria establece en el artículo 1-3 de la Constitución de 1978. Seguir eludiendo el ejercicio de responsabilidades, con la excusa de que los asuntos de la Casa Real no son de la incumbencia del Gobierno o de las Cortes, es negar el fundamento del orden constitucional y dañar aún más el escaso crédito del conjunto institucional español.

Hasta ahora, el alejamiento o separación de los asuntos de la jefatura del Estado, la Corona, del resto de las instituciones sometidas a control había sido asumido como una servidumbre obligada por los llamados acuerdos de la Transición; de ahí que ninguno de los Gobiernos de los últimos treinta años se planteara regular o desarrollar algunos de los contenidos del Título II de la Constitución sobre la Corona, especialmente en lo relativo a las causas de inhabilitación de su titular. Sólo disponemos de lo expresado en el artículo 59-2, que puntualmente dice: “Si el Rey se inhabilitare para el ejercicio de su autoridad y la imposibilidad fuere reconocida por las Cortes Generales, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe heredero de la Corona, si fuere mayor de edad”. Nada hay regulado sobre abdicaciones o renuncias, lo que no significa la imposibilidad de las mismas. El titular de un cargo público, y el Rey lo es, está sometido a los usos y costumbres de la democracia, aunque en el caso del Rey la Constitución le dote de inviolabilidad. Pero ésta, que supone un privilegio durante el ejercicio del cargo, no puede constituirse en barrera que impida cambios en la titularidad de la jefatura del Estado cuando así lo aconsejen los intereses generales y el buen gobierno y crédito de la nación.

Nunca pensábamos que la crisis española, económica e institucional, que venimos relatando en este diario desde su fundación y que tanto nos preocupa, iba a desembocar, de forma tan abrupta como poco ejemplar, en una crisis de la jefatura del Estado, provocada básicamente por miembros de la propia Casa Real afectados por ese cáncer de nuestro tiempo llamado corrupción, y ayudados, y eso hay de decirlo alto y claro, por el servilismo de numerosos gestores públicos que, ignorando sus obligaciones, hicieron un uso irregular de los dineros de los ciudadanos. Los Tribunales ventilarán en su día esos extremos, pero hoy corresponde pedir al Gobierno y a las Cortes Generales que adopten las iniciativas correspondientes para restaurar la dignidad y el crédito de la jefatura del Estado. España y los sufridos españoles no merecen este escarnio.

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