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Opinión

El día que los vascos dejamos de ser cobardes

Mural de homenaje a Miguel Ángel Blanco.

Antes de empezar, perdonen dos cosas. La primera, poner en primera persona algo que pertenece a la memoria colectiva. Lo que aquí pretendo narrar es una vivencia personal con el tamiz de los años. La segunda, llamar cobardes a algunos vascos. Muchos lo fuimos. Antes y después de Miguel Ángel Blanco. Pero otros muchos perdieron su vida, en ocasiones literalmente, por tener un país mejor. Por ellos y otros muchos de tantos lugares, por el eterno agradecimiento a su causa y su valentía, escribo estas líneas.

Aquel maldito 10 de julio de 1997 yo tenía 23 años. Recuerdo muchos instantes de aquellos días tensos y de las jornadas siguientes. Algunos están borrosos por la emoción, el tiempo, por las miles de cosas que he leído después y se mezclan con lo vivido… Pero las sensaciones siguen intactas. Hablar de aquellos 4 días de julio es hablar de eso: de emociones. En Euskadi demasiadas veces se había guardado demasiado silencio. La violencia, como tan bien describe Edurne Portela en el imprescindible 'El eco de los disparos', había campado -y campó- a sus anchas y había calado hasta los huesos de una sociedad dormida. Pero aquellos días de julio algo cambió. Estos días leemos que todo cambió, pero eso es mentira. Después de Miguel Ángel Blanco, días después, ETA volvió a matar y la respuesta de las sociedades vasca y española fue de nuevo insignificante. Fuimos cobardes muchas veces más después del asesinato del concejal de Ermua.

Pero aquellos días, ese Pais Vasco bipolar, aquella parte del nacionalismo que veía con equidistancia autista a víctimas y verdugos dejó, por fin, caer la venda de sus ojos y comprobó que la sangre que salpicaba su endogámica historia también manchaba su inmaculado manto. Y reaccionó.

Después de Miguel Ángel Blanco, días después, ETA volvió a matar y la respuesta de las sociedades vasca y española fue de nuevo insignificante

La tarde del 10 julio escuchamos que ETA había secuestrado a un concejal del PP, desconocido hasta entonces, y que daba un ultimátum al Gobierno de Aznar. O acercaba a los presos terroristas a las cárceles vascas o asesinaba al edil popular. Sinceramente, cuando escuché aquello estaba seguro de que ETA lo iba a matar. Era lo único que sabían hacer y que hicieron. Lo único que lograron en toda su historia, matar y destrozar la vida a miles de familias. Aquel disparo a cámara lenta nos conmocionó a todos. La escena del padre de Miguel Ángel Blanco llegando a casa y recibiendo la noticia de los propios medios allí concentrados fue un trágico resumen de lo que, cada uno en su medida, sentimos los vascos de bien.

No era la primera vez que ETA ejecutaba a alguien de esta forma. El secuestro en 1981 y posterior asesinato de José María Ryan, ingeniero de la fallida central nuclear de Lemóniz, fue similar. Y también obtuvo la respuesta masiva, la primera, de una gran parte de la sociedad vasca. Pero esta vez fue diferente. La movilización social fue prácticamente total. Ya no había diferencia entre nacionalistas moderados, radicales, constitucionalistas ni nada. Éramos los vascos que queríamos la paz contra los que nos querían ver muertos. Los vascos que defendíamos la convivencia contra quienes impulsaban un apartheid ideológico del que todavía hoy arrastramos consecuencias.

El impulso que tuvimos todos de forma espontánea fue salir a la calle. Primero, a los lugares habituales de concentración, a las plazas donde Gesto por la Paz y las instituciones nos convocaban cuando había un atentado. Y allí, sentados todos juntos, compartíamos la tensión, el miedo -sí, teníamos miedo y tuvimos miedo muchas veces- y, poco a poco, algo de esperanza. Cada vez éramos más, ya no los doscientos de siempre, más y más. De distintas clases, ideologías, formas de ser y pensar. Y comenzamos a convertirnos en uno. En un único ente. En la sociedad vasca decente. Y estalló la valentía. Por fin nos reconocimos en el espejo. Por fin reclamamos nuestro espacio. El deseo de paz y el rechazo a la violencia conquistaron la calle.

Y allí, sentados todos juntos, compartíamos la tensión, el miedo -sí, teníamos miedo y tuvimos miedo muchas veces- y, poco a poco, algo de esperanza

Aquellas noches hicimos vigilia. Estuvimos horas y horas sentados en la vitoriana plaza de la Virgen Blanca. Los creyentes rezaron. Los no creyentes simplemente reclamamos a ETA y a su entorno con lemas y gritos que dejasen a Miguel Ángel en paz. Que nos dejasen a todos en paz.

Según pasaron las horas, el ambiente se fue caldeando. La ilusión por una reacción de ETA al clamor social, político, internacional... se apagaba con el paso de las horas. Y la rabia se encendía. Decíamos que no era posible, que no podían ir contra la gran mayoría de la sociedad a la que decían defender.

El 12 de julio estaba en casa. Toda la familia estaba en casa. Comimos casi en silencio y después cada uno se entretuvo como pudo. Sabíamos lo que iba a pasar, pero la movilización nos hizo albergar alguna esperanza. Maldita esperanza. A media tarde la radio escupió que se había encontrado un cuerpo con dos tiros en Lasarte. Malditos cabrones, canallas, nazis. ETA hizo lo único de lo que fue capaz. Ejecutó a un joven por la espalda con dos cobardes tiros en la nuca.

Volvimos a la calle. Rotos y enrabietados. Fuimos a las plazas, a las calles y lloramos y gritamos. “ETA, escucha, aquí tienes mi nuca”, “No sois vascos, sois hijos de puta”. Nos oyeron y no lo echaron en saco roto. Desde aquel día hasta que les derrotamos mataron a 66 personas más.

Aquellos días vi y viví momentos inolvidables. La ciudadanía anónima rodeó las sedes de Herri Batasuna y sus herriko taberna e insultó e increpó a sus inquilinos. Aquellos valientes que tantas veces nos habían enfrentado corrían y se escondían. Lloraban y temían por su vida. Sentían en su piel el miedo que antes sentimos los demás. De aquella concentración frente a la sede de HB quedó una de las imágenes de aquellas fechas. La del ertzaintza quitándose el pasamontañas. Nadie de los que estaba gritando e increpando a los batasunos iba a hacerle nada ni suponía ninguna amenaza.

Sentían en su piel el miedo que antes sentimos los demás. De aquella concentración frente a la sede de HB quedó una de las imágenes de aquellas fechas. La del ertzaintza quitándose el pasamontañas

Recuerdo que ya entonces participaba en una tertulia de Radio Vitoria y que llamó un hostelero de aquellos que tenían las fotos de presos en sus garitos y pedía que por favor dejasen de aporrear su persiana. Aquel día no se atrevió a abrir. Ni los siguientes. Tenía miedo. Entonces, como ahora, no creía ni creeré nunca que la violencia se acalle con violencia. Y la sociedad vasca, aquel entonces, a pesar del dolor de la rabia, a pesar de estar harta y en duelo, mantuvo la compostura.

De los 66 muertos que ETA ejecutó después de aquello días de julio todos son igual de importantes, pero permítanme que recuerde especialmente a Isaías, a Ernest, a José Luis… y a Fernando y Jorge.

El asesinato de Jorge Díez y Fernando Buesa me marcó de forma especial. Fue el 22 de febrero de 2000. Ni siquiera se habían cumplido tres años del cruel crimen de Miguel Ángel Blanco. Entonces, tras su muerte, la sociedad vasca que nos considerábamos demócratas nos dividimos. En la manifestación de protesta por el atentado, unos reclamamos el fin de la violencia. Otros, simplemente apoyaron a Ibarretxe. Nunca estuvimos tan divididos. Nunca ETA fue tan política y socialmente fuerte. Estos días, de nuevo, la división se ha colado entre nosotros. No se lo merece Miguel Ángel. Ni Froilán, Irene, Jesús María, Alfonso, Manuel, Ascensión… y así hasta casi 900 personas asesinadas. Por ellos. Por la inmensa mayoría de vascos que, aún pensando diferente, siempre hemos querido vivir en paz entre nosotros y con los demás. Que alguien nos perdone algún día nuestra cobardía durante tantos años.

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