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Opinión

La banalidad del mal

Los exmiembros del Govern (de izda. a dcha.) Joaquín Forn, Raül Romeva, Dolors Bassa, Jordi Turull, Josep Rull y Meritxell Borrás

No sucede a menudo que veamos caer de golpe a los poderosos. Aquellos que hace una semana eran los arrogantes y soberbios dirigentes políticos en Cataluña pernoctarán esta noche en la cárcel. No han querido evitarlo. Ya lo dijo Shakespeare, no está en las estrellas contener nuestro destino sino en nosotros mismos. La pregunta, sin embargo, es ¿qué debe estar pasando ahora por sus cabezas?

Los Jordis ya no están solos

La jueza Lamela no ha dudado ni un segundo, enviando a prisión a los consellers cesados. Ellos, que creían estar por encima del bien y del mal, comienzan ahora a conocer el precio de sus acciones. Resulta casi increíble que ninguno vaticinase que esto podía pasar. ¿Tan irreal es su mundo, tan alejado del sentido común que, de verdad, pensaban que se irían de rositas? Este es, quizás, el misterio más grande del asunto. La desconexión con lo racional por parte de los impulsores del proceso será motivo de estudio para psiquiatras, no lo duden.

Cuesta imaginar que le debe estar pasando por la cabeza a personas como Oriol Junqueras. Más allá de la angustia, que hasta ahí se entiende, ¿comprenderá su error o se verá a si mismo como a un mártir? ¿Qué estará pensando acerca de Carles Puigdemont? ¿Ha valido la pena la ruina que sus actuaciones han causado en Cataluña, en su economía – no olvidemos que Junqueras era el máximo responsable en este terreno -, incluso para su persona?

Decían en una tertulia que la justicia española había hecho ya la campaña a los partidos independentistas. Podría ser, porque si al victimismo de las espurias balanzas fiscales le han sacado un jugo extraordinario, ni les cuento lo que puede llegar a ser tener en el hotel rejas al vicepresidente cesado, además de a los señores Turull, Romeva, Rull, Forn y Mundó, amén de las señoras Borrás y Bassa.

Más allá del gusto por el cargo y la prebenda, de una ideología sectaria es difícil penetrar en el perfil psicológico de los encarcelados"

No encuentro razones lógicas para esa actitud empecinada, para esa voluntad sediciosa, para la tremenda contumacia en un error monumental, histórico, en fin, para esa carrera hacia la inmolación que han mantenido estas personas. Más allá del gusto por el cargo y la prebenda, de una ideología sectaria es difícil penetrar en el perfil psicológico de los encarcelados.

Esto no puede ser una nota a pie de página en nuestra historia y, más allá de las medidas judiciales, habrá que analizar con calma como ciudadanos que han ostentado responsabilidades muy graves en un gobierno acaban traicionando todos los principios de las leyes que les han permitido acceder a estas. Recordemos que entre los recién ingresados en prisión están nada más y nada menos que un vicepresidente, un responsable de interior y uno de justicia. ¿Cómo han llegado a tener una visión tan retorcida, tan deformada, de la policía, de la ley, del orden público?

Un eminente psiquiatra íntimo amigo me dijo en una ocasión a propósito de una persona ciertamente mezquina y malvada a la que yo calificaba de loca que estaba muy equivocado. “No es un loco, es alguien malo, porque el mal existe”. Si los Jordis ya tienen compañía en lo que respecta a comenzar a expiar sus conductas, mientras el tema legal sigue su curso como no puede ser menos en un estado de derecho, queda en pie el aspecto psicológico. Ahí radica el nudo gordiano que deberíamos cortar para evitar cosas semejantes en un futuro.

Asomarse a las mentes de los protagonistas de la página más negra en la historia reciente de Cataluña es un envite apasionante, pero cargado de inquietud y desazón. No quisiera estar en la piel de los servicios psicológicos de los centros en los que están ingresados. Cuando te asomas al vacío, este siempre te devuelve la mirada.

Mientras tanto, Puigdemont toma café en Bruselas

Es la imagen más vil y vergonzante de todas, la de un ex President tomando tranquila y cómodamente café en un bar de Bruselas a la misma hora en la que sus antiguos colaboradores – y amigos, si a eso vamos – se presentaban en la Audiencia Nacional para ser encarcelados después. He ahí otro personaje al que es complicado etiquetar. Más allá de cobardía o fanatismo, el independentismo más cerril tiene un aspecto mucho más siniestro que el de vulnerar la Constitución. Ahí radica lo que Hanna Arendt calificó como la banalidad del mal. Creo firmemente que todas las personas que han detentado responsabilidades de relevancia en el proceso encajan dentro de esta banalidad. Son personas corrientes, incluso mediocres, sin especiales dones ni méritos. Su ego, sin embargo, era y es desproporcionado. Elevándose desde su condición personal tan vulgar, tan banal, incluso tan mediocre, han querido proyectar su nada en algo importante, histórico, épico. Son como la piel del tambor, que hace resonar el hueco.

El nacionalismo preñado de amenazas, ese cesaropapismo vivido en Cataluña con Jordi Pujol, los ha llevado al espejismo de la gloria. En él han chapoteado todos estos últimos años, empapándose cada vez más y más de una irrealidad solo existente en su imaginario independentista. Recuerden los fastos del Tricentenario del 1714. Ninguna verdad histórica mínimamente sustentable, ninguna idea que no fuese disgregadora, solo un puro juego de prestidigitación que costó millones de euros a los contribuyentes y, eso sí, jugosísimas prebendas para los encargados de tamaño trampantojo.

El mal venía de lejos. Nacía de un mal entendido sentimiento del romanticismo alemán del XIX, adaptándolo a la pequeñez catalana. Se ha ramificado en innumerables revistas, asociaciones, medios de comunicación, en la vida cotidiana, en los gestos más ínfimos. Cuando hemos querido darnos cuenta, sus raíces, poderosas y ponzoñosas, se habían infiltrado en todos los órdenes de nuestra sociedad. Es ese veneno el que ahora se debería purgar. No bastará con que la ley actúe. Si se pretende evitar un mal mayor, el del totalitarismo basado en el supremacismo de un pueblo frente al resto, digan lo que digan los charlatanes vendedores de crecepelo del proceso, la reflexión tendrá que ser forzosamente mucho más profunda.

No llegaremos a nada positivo si aceptamos jugar a las cartas con fulleros. El juego democrático exige una reciprocidad mutua basada en la lealtad"

Ignoro qué idea pueden estar fraguando los partidos constitucionalistas al respecto, pero deberían fijarse en los métodos de los ahora encarcelados. Sus objetivos, los de cualquiera que tenga la aspiración de hacerse con el control de una sociedad, son claros: escuelas, medios de comunicación, tejido social, vida pública. Estos son los campos en los que el nacionalismo debe ser batido, porque son los que ellos alimentan a diario con sus consignas a niños, a jóvenes, al conjunto de catalanes.

No llegaremos a nada positivo si aceptamos jugar a las cartas con fulleros. El juego democrático exige una reciprocidad mutua basada en la lealtad. Que yo sepa, ni el PDeCAT ni Esquerra ni mucho menos las CUP han hecho pública retractación alguna respecto al proceso. Pero ese es el meollo. Sin una vuelta atrás, sin ese reconocimiento de culpa, será difícil avanzar. Estando a las puertas de unas elecciones, sería menester exigirles a las fuerzas que participen en ellas los mínimos que se piden otros países de nuestro entorno.

Eso significa ilegalizar, aplicando la ley de partidos, a todas aquellas formaciones que formulen de manera más o menos abierta su deseo de romper la unidad territorial. Es lo mínimo. Dudo mucho que se haga, y será un tremendo error, porque significará continuar con las heridas abiertas. En estas y otras cosas similares cosas deberían estar meditando los ingresados en prisión. Ya que el sistema penitenciario español se fundamenta en la reinserción del reo y no en su castigo, habrá que añadir que, para que tal cosa suceda, es imprescindible el arrepentimiento del mismo. No parece que vaya a ser, tampoco, el caso.

Lo que pasa en Cataluña es difícil de entender, mucho más de enderezar y casi imposible de solucionar si continuamos con los antiguos vicios. Salvo que se arrepientan y rectifiquen o se apliquen las mínimas normas exigibles en el juego limpio de los sistemas democráticos que rigen en Europa.

Miquel Giménez

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