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Opinión

Un aniversario cutre capaz de esconder a un rey avaro

El rey Felipe VI durante el acto conmemorativo del 40 aniversario de las primeras elecciones constituyentes en el Congreso.

Por una de esas extrañas circunstancias que acontecen en la rúa española, el cuarenta aniversario del 15 de julio de 1977, primeras elecciones generales tras el final de la dictadura, se ha celebrado el 28 de julio de 2017, casi dos semanas después de lo que hubiera sido pertinente, y con una ceremonia un poco cutre para el alto fuste de la ocasión, un acto casi de tapadillo, como corresponde a un régimen que murió el 2 de junio de 2014, abdicación de Juan Carlos I, y al que nadie ha tenido el buen gusto de dar cristiana sepultura, que ahí sigue, insepulto, la huesera al sol de esta España fundida por el calor de una crisis política descomunal, atiborrada de turistas, plena de orgullo gay, ahíta de corrupción, pero con una economía que crece al 3,1%, balneario de todas las contradicciones, rada de innumerables miserias, sin que tras la empalizada de aquel junio de 2014 se adivine un horizonte de futuro capaz de garantizar otros 40 años de paz y prosperidad. De convivencia. Seguimos en la estela de un régimen muerto y mañana Dios dirá.        

Aniversario roñoso, cicatero, que en su mísera puesta en escena se ha visto obligado a esconder al que sin duda es el gran protagonista vivo de la Transición, del paso de la dictadura a la democracia, el heredero de Franco a título de Rey, cuya determinación a la hora de desmontar lo que estaba atado y bien atado tenemos que agradecer los españoles, pero de quien los españoles también tenemos que sentirnos avergonzados porque, desaparecidos los temibles “poderes fácticos” que a punto estuvieron de hacer encallar la nave, se entregó con verdadera delectación a coleccionar mujeres y, lo que es peor, a amasar dinero de todas las formas imaginables, casi ninguna lícita. “Quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciendo todo por dinero”. De aquellos polvos vinieron los lodos de una corrupción que por capilaridad se extendió de arriba abajo hasta alcanzar todas las capas sociales, anegando las instituciones y llenando de escarnio la vida pública.

Un rey, ahora le dicen emérito, que es necesario esconder para que en la ceremonia conmemorativa de ese 40 aniversario no contamine la figura de su hijo que preside el acto, no dañe los cimientos del edificio que Felipe VI está obligado a reconstruir y sobre el que debe asentarse el buen nombre de la Corona, prestigio que su irresponsable padre redujo a escombros; no manche en tan señalada ocasión el incipiente prestigio del heredero, poniendo en peligro una de las pocas sorpresas agradables que, al menos de momento y mientras no se demuestre lo contrario, nos ha deparado este final atropellado de régimen: la aparición de un rey dispuesto a predicar con el ejemplo de una vida personal y familiar sin tacha de corrupción.

Un rey, ahora le dicen emérito, que es necesario esconder para que no contamine la figura de su hijo que preside el acto, no dañe los cimientos del edificio que Felipe VI está obligado a reconstruir y sobre el que debe asentarse el buen nombre de la Corona

Y porque se trataba de una efeméride que había que celebrar de tapadillo hasta el punto de tener que esconder a Juan Carlos I, los discursos de ayer fueron pobres más que pacatos, de vuelo corto, faltos de grandeza, y muy miopes en lo que al futuro colectivo concierne. Sí, es verdad, la convivencia, claro está, que no se trata de volver al garrotazo y tente tieso de una bala en la frente tras la tapia encalada del amanecer de un cementerio, no es eso, no es eso, pero ¿no hay nada más que eso? ¿Nada con lo que soñar? ¿Nada para imaginar un país mejor, más justo, más libre, más rico, más honesto, más vivible? Puede, también, que no fuera el momento para desatar las cinchas que aprisionan el futuro colectivo, el caso es que ni en el discurso de la presidenta del Congreso ni en el del propio rey se advirtió ayer ese largo aliento de regeneración que reclaman las grandes cuestiones que el país tiene pendientes. Aplausos comedidos, frías manos huecas, sordina de abrazos, resignada voz baja.

Escenografía de país descoyuntado

Apenas 48 horas antes del acto de ayer, del Congreso se había enseñoreado un presunto delincuente como Luis Bárcenas, depositario de los secretos de la financiación del PP, y el sábado por la noche, y en prime time, un canal de televisión había exhibido la figura obscena de otro presunto, a la sazón antiguo comisario de policía, representante de esas cloacas del Estado que han terminado por contaminar a la Justicia y a buena parte de la prensa española, a esos maestros del periodismo de investigación a quienes Anacleto Agente Secreto tiene en nómina. Ante Bárcenas se rindió un PP que no sabe dónde esconderse, se creció un PSOE desnortado perdido en la niebla de la plurinacionalidad, y aulló como sabe la Pasionaria de Podemos, ese látigo de la corrupción de aquí que aspira a vendernos la miseria de allí, la miseria y la muerte de los regímenes totalitarios que en el mundo han sido, un Podemos que el sábado noche se encargó de jalear en las redes sociales la actuación de comisario cloaca.

El régimen que expiró en 2014 no encuentra recambio. No hay debate de regeneración, no hay pulso democrático. Abundan, sí, los discursos cargados de odio al que piensa distinto, discursos de rufianes plagados de narcisismo supremacista

Este es el escenario. La escenografía del país descoyuntado que vivimos, anclado en una crisis de liderazgo que hubiera sido imposible imaginar una década atrás. El régimen que expiró en 2014 no encuentra recambio. No hay debate de regeneración, no hay pulso democrático. Abundan, sí, los discursos cargados de odio al que piensa distinto, discursos de rufianes plagados de narcisismo supremacista. Y con buena parte de la sociedad española a por uvas, pensando en la playa, complacida en el engaño, bailando entretenida en la toldilla de popa al ritmo de la orquesta, mientras el barco se escora peligrosamente. Ni asomo de ese gran debate nacional obligado a reconocer el fracaso de un Estado autonómico que ha roto la unidad de mercado y amenaza con romper la otra, la más importante, la unidad de España, por no hablar de la Justicia, la financiación de los partidos, la ley electoral, y tantas otras cosas.

Es verdad que ha sido mucho lo logrado en estos años. También muchas las ilusiones perdidas en la hoguera de una corrupción capaz de laminar cualquier esperanza, al punto de que ahora mismo parecen mucho más fuertes, meten mucho más ruido, las fuerzas del mal que las del bien. Haríamos mal, sin embargo, en volver a las andadas, en permitir que los viejos demonios familiares históricos de los españoles volvieran a campar por sus respetos. Quienes estamos convencidos de que cualquier tiempo pasado fue peor, debemos esforzarnos en hacer realidad, siquiera en nuestro entorno, la posibilidad de esa regeneración capaz de construir sobre lo ya existente esa liberal España que anhelamos. Los lectores de Vozpópuli que quieran acompañarnos en esa tarea serán siempre bienvenidos.

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