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Análisis

Por qué ha muerto el PSOE

Pedro Sánchez

Podemos decir que en el PSOE se dirimen ahora dos ideas de España, o que se discute la conveniencia de echarse todavía más en brazos del populismo socialista, pero no sería verdad. Incluso se podría hacer una referencia histórica y hablar de los tiempos de Indalecio Prieto y Francisco Largo Caballero, y confundir a la gente, porque el primero fue quien ideó el Frente Popular, y el segundo el que llamó a la guerra civil desde 1933. Prieto y Caballero acordaron contar con el estalinista PCE, y a partir de ahí cualquier opción moderada o legalista era imposible. No se trata de nada de eso. Hoy es una cuestión de poder y supervivencia entre dos oligarquías del PSOE, y la consecuencia de una incoherencia: la incompatibilidad entre un Estado autonómico basado en marcar identidades diferenciadas, y la existencia de partidos nacionales fuertes.

Es cierto que Pedro Sánchez tenía casi cerrado un gobierno con Unidos Podemos y los independentistas, que contemplaría, claro está, alguna fórmula para convocar un referéndum de autodeterminación. Tan cierto como que Miquel Iceta y Carmen Armengol eran los contactos con los nacionalistas catalanes. No molestaba entonces a los ahora críticos la idea de unirse a los podemitas, porque si así hubiera sido habrían estallado cuando Pedro Sánchez decidió que era preciso un “mapa rojo” de España y pactó en ayuntamientos y comunidades autónomas con los chicos de Pablo Iglesias.

La clave de la crisis está en que el pacto con los independentistas sería letal para las aspiraciones electorales de determinados barones en sus territorios

La clave de la crisis está en que el pacto con los independentistas sería letal para las aspiraciones electorales de determinados barones en sus territorios. No es posible presentarse a unos comicios en Andalucía, Extremadura, Asturias, o Castilla-La Mancha, y defender el “derecho a decidir” de ERC y la CUP. Todo el voto moderado y constitucionalista se iría al PP, a Ciudadanos, o a la abstención, y eso lo saben los Susana Díaz, Fernández Vara, Javier Fernández, García Page y compañía.

En definitiva, lo que se ha dirimido en el Comité Federal era la supervivencia de los barones territoriales o la de Pedro Sánchez, cuya única salida era ese gobierno rupturista. El ex secretario general creía que podía liderar una resurrección del partido socialista apoyándose en Iglesias y Junqueras, con la vana esperanza de que esa apariencia de poder hiciera que volviera el votante socialista. Pero, además, pensaba que ese radicalismo copiado de los podemitas, llamando a la militancia contra la casta del partido, desarmaría a los populistas, que también viven con dos almas en su estrategia de deglución del PSOE. Sánchez vinculaba así su continuidad a la supervivencia del PSOE, al lema del “No a Rajoy” como pegamento de las izquierdas e independentistas. En su ingenuidad, o maldad, creía que el poder lo curaba todo.

Los barones territoriales, un conjunto de sargentos sin capitán, pensaban que la estrategia de Sánchez ya había fracasado. Porque ese acercamiento a Unidos Podemos y a los independentistas, como hizo la sanchista Idoia Mendía al referirse a un posible acuerdo con EH Bildu, no solo hizo que el PP se recuperase en las urnas, sino que el PSOE se desangrara. El fracaso en Galicia y el País Vasco fue la última prueba, y perdió. La responsabilidad de Sánchez en el fracaso fue tan palmaria que hizo salir a César Luena a dar explicaciones para evitar la imagen personal de perdedor.

Los independentistas quieren un régimen lo más débil posible para que sea más fácil la secesión

Los “aliados” de Sánchez vieron entonces la ocasión ideal para desatar la guerra civil en el PSOE. ERC desveló que tenían un plan de gobierno con el PSOE, y Podemos rompió el acuerdo de investidura con García Page. Los independentistas quieren un régimen lo más débil posible para que sea más fácil la secesión, y destruir al PSOE se lo hace más fácil. Los populistas socialistas ven como la posibilidad de erigirse en la alternativa de las izquierdas se puede convertir en realidad. El conjunto era demasiado peligroso para esa oligarquía territorial del PSOE que veía peligrar su poder.

Felipe González dio el pistoletazo, el golpe de autoridad, el anclaje histórico, el supuesto sentido de Estado, la referencia necesaria para unos militantes socialistas que añoran tiempos en los que creían que ellos eran la democracia, el Estado de Bienestar, el único partido con derecho a gobernar. Y los barones, aterrorizados, se decidieron a dar la batalla para sobrevivir. Había que desalojar a Pedro Sánchez, ya fuera con dimisiones en la Comisión Federal, con una moción de censura en la Ejecutiva Federal, o derrotando a Sánchez en cualquier votación. Y así ha sido.

La gestora dirigirá el partido hasta el Congreso extraordinario del PSOE, y podrá encaminar a los diputados socialistas, que no sabemos si se mantendrán unidos o si habrá disciplina de voto, hacia una abstención a un gobierno de Rajoy. Pero quizá sea esto lo menos importante visto con perspectiva. La crónica de la muerte del PSOE, porque ya nunca será lo que fue, es una muestra de la crisis del régimen, de sus instituciones, en una democracia sentimental, partitocrática, donde se premian o toleran los proyectos de subversión del orden social o de ruptura territorial, con una sociedad infantilizada de individuos dependientes del Estado.

La conclusión es que tenemos un gobierno en funciones, el partido de la oposición roto, un populismo socialista constituido en partido-movimiento que anhela tomar el poder para instaurar un régimen autoritario, un golpe de Estado a cámara lenta en Cataluña, y un Ciudadanos desgastado, que se ha quedado sin gas y no genera ilusión.

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