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Análisis

Un referéndum es otra cosa

Concentraciones frente al Parlamento de Atenas.

Una cosa está clara en Europa: nuestra enorme diversidad cultural tiene una influencia muy importante sobre la política. Las sociedades más admiradas del Viejo Continente, como la holandesa o las escandinavas, suelen tener casi siempre gobiernos de coalición que hacen imprescindible la colaboración entre fuerzas políticas rivales. Los británicos tienen un parlamento de verdad, donde los primeros ministros sudan tinta cada semana, debaten a pelo, sin privilegios ni plasmas, y no salen de la cámara sin haber satisfecho todas las cuestiones de los representantes. La sociedad civil suiza está acostumbrada a un federalismo auténtico —a cuyo lado nuestro café para todos es una pantomima, y eso explica muchas cosas—, y el país alpino está acostumbrado también a decidir mediante referéndum cuestiones muy relevantes, cantón a cantón o en todo el país.

Más al Sur o más al Este, el arraigo y la autenticidad de las instituciones democráticas y, en realidad, del debido procedimiento en general, es menor. Y precisamente más al Sur y más al Este se encuentra Grecia. Por mucho que se nos recuerde su lejano papel fundacional en esto de la democracia —palabra griega—, la Grecia actual se parece bastante poco a la de Pericles. Una cosa sí ha conservado: la propensión a dramatizarlo todo como forma de simplificación y de catarsis —otra palabra griega—. Tal parece ser el objeto del infumable referéndum convocado para este domingo por Alexis Tsipras y reconfirmado en su alocución televisada a un país al borde, no ya del desastre económico sino del fracaso como sociedad. 

Si Tsipras no fuera griego sino suizo, sabría que un referéndum es otra cosa. Como no lo sabe, le acaba de dar una lección elemental Thorbjorn Jagland, el actual presidente del Consejo de Europa. Este organismo no tiene que ver con la Unión Europea: es una especie de Naciones Unidas de ámbito continental, e incluye a más de cuarenta países desde el Atlántico a los Urales. Su misión fundamental es trabajar por la paz, la estabilidad y los Derechos Humanos. Pues bien, Jagland ha declarado desde Lisboa que el referéndum griego del próximo domingo “está por debajo de los estándares internacionales”. Este tipo de cosas suelen decirse sobre países de otras latitudes. En Europa se dicen, como mucho, respecto a los países más atormentados de la ex Unión Soviética, como la Bielorrusia del dictador Lukashenko. Puestos a deber, los griegos deben ahora un par de cosas más: le deben a su primer ministro el dudoso honor de haber entrado en la lista corta de morosos del FMI y en la lista larga, muy larga, de países cuyos procesos plebiscitarios no son siquiera homologables por la comunidad internacional. 

En el mejor de los casos, Tsipras habría convocado la consulta con menos de la mitad del tiempo internacionalmente homologable para este tipo de plebiscitos

Jagland ha sido clarísimo: la antelación de la consulta es insuficiente en cualquier país democrático para la debida organización y campaña de los partidarios de una y otra opción, lo que sin duda ofrece al gobierno del momento, dotado de la correspondiente potencia comunicacional, una ventaja injusta que pone en cuestión el proceso. En el mejor de los casos, Tsipras habría convocado la consulta con menos de la mitad del tiempo internacionalmente homologable para este tipo de plebiscitos. Por otro lado, Jagland dice que Atenas tampoco ha brindado al resto del mundo la oportunidad de organizar y enviar los observadores internacionales que en estos casos resultan esenciales, por ejemplo una misión de la OSCE. Y por último, la pregunta formulada a los griegos resulta extremadamente confusa. No lo es, en cambio, la total y absoluta falta de neutralidad del Estado, fundido en un solo cuerpo con el gabinete de Syriza. Políticamente, además, resulta impresentable que se consulte a la población respecto a una opción (la propuesta europea) que ya no existe al haber desaparecido automáticamente con el impago griego del martes por la noche. 

Un referéndum es otra cosa, sí. Generalmente sirve para que la población escoja, no para cargarle el muerto de la política suicida del gobierno de turno. Para una cosa sí sirve: para dejar meridianamente claro que, desde ahora, los procesos democráticos griegos deben someterse a la misma cuarentena que se impone a los de esas grandes democracias que constituyen la Comunidad de Estados Independientes bajo la égida del Kremlin, foro selecto al que la Grecia de Podemos (perdón, Syriza) parece cada día más cerca de incorporarse. Allí, junto a Lukashenko y compañía, seguro que Tsipras se sentirá como en casa, y sus aliados nacionalsocialistas de Amanecer Dorado, también. Entonces ya no le harán falta más urnas, o al menos ya no tendrá que pasar por el engorro de hacerlas parecer auténticas. Pablo Iglesias debe de estar siguiendo todo esto con sumo interés, y Nicolás Maduro, también.

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