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Análisis

La Sanidad y las elecciones del 20-D

El ministro de Sanidad, Alfonso Alonso

Una de las paradojas del debate político español es que tendemos a hablar sobre muchos de los problemas que afronta el país como si aún fuéramos un estado unitario. Este es el caso en política sanitaria, con los partidos hablando de copagos, privatizaciones, calidad de servicios y listas de espera durante la campaña electoral de las elecciones generales, cuando estos son las cuestiones que el futuro ministro de sanidad precisamente no podrá hacer nada para solucionar.

Empecemos por algo que no por conocido no debe ser repetido a menudo: el sistema de salud público español tiene una relación calidad/coste excelente. España, comparado con el resto de países de la OCDE, tiene un gasto sanitario modesto, tanto si lo miramos en porcentaje del PIB como en gasto por cápita. Aunque sólo dedicamos un 8,9% de nuestra economía a la sanidad (justo en la media de la OCDE, pero muy por debajo de nuestros vecinos europeos), nuestros indicadores de salud (desde esperanza de vida a supervivencia a infartos o cáncer) son comparables o mejores que otros países desarrollados. Por añadido, es un sistema igualitario, donde las diferencias entre ricos y pobres, aunque existen, son menores que en otros países. Todo esto, además, lo hacemos con una tasa de cobertura enorme y unos costes de uso muy pequeños.

El gobierno que saldrá de las urnas el 20-D no va a tener demasiado poder de decisión sobre este sistema, y desde luego, podrá hacer relativamente poco para mejorar o empeorar estos indicadores

Si bien es cierto que España tiene la suerte de tener varios factores jugando a su favor (desde dieta a horas de sol), estos resultados son consecuencia de un buen sistema de salud. La contención del gasto, dicho sea de paso, la conseguimos en gran medida a base de tener casi todo el sistema en manos públicas y pagar relativamente mal a médicos y enfermeras en comparación a otros países; nuestro modelo es ligeramente soviético, pero da resultados.

Dicho esto, el gobierno que saldrá de las urnas el 20-D no va a tener demasiado poder de decisión sobre este sistema, y desde luego, podrá hacer relativamente poco para mejorar o empeorar estos indicadores. Aunque los bloques básicos del modelo sanitario fueron definidos desde Madrid por Ernest Lluch en los años ochenta, la sanidad, como casi todos los servicios públicos del estado de bienestar en España, está en manos de las comunidades autónomas. El 92% del gasto sanitario público es gestionado por las autonomías; el gobierno central ejerce tareas de coordinación y alguna ley básica que otra, pero no mucho más.

Esto ha producido, por cierto, una variedad considerable de modelos de gestión y niveles de gasto entre comunidades, dando también resultados en términos de calidad de servicio y atención sanitaria distintos de una comunidad a otra. Eso es bueno: los habitantes de Murcia tendrán preferencias de gasto y querrán acceso a servicios distintos que los de Aragón o Galicia, y los políticos locales actuarán en consecuencia. Del mismo modo, cada comunidad es un pequeño experimento sobre qué funciona y qué no funciona en cómo organizar un sistema de salud o en políticas para contener el gasto, y con el tiempo irán aprendiendo unas de otras. Vemos por tanto diferencias de gasto sobre PIB (del 3,8% en Madrid al 9,1% de la envejecida Extremadura), en remuneración de personal (del 35,2% del gasto total en Cataluña al 52,6% en Navarra), o en hospitales (55,9% en Extremadura al 69% en Madrid), reflejando diferentes necesidades y preferencias territoriales.

Que el ministro de sanidad no tenga mucho que decir sobre estas diferencias, sin embargo, no quiere decir que las elecciones del 20-D sean irrelevantes. El gobierno central y las cortes tienen un papel clave en decidir cómo se paga la sanidad en España, tanto en lo que respecta a impuestos como lo que respecta a cómo las comunidades autónomas pueden obtener recursos para pagar por sus servicios. Dicho en otras palabras: al hablar de sanidad debemos también hablar sobre la cuestión territorial, otra vez.

El sistema de financiación autonómica debería estar en el centro del debate en estas elecciones generales, por encima de cualquier otro tema. Durante la campaña se ha hablado y se hablará sobre el sistema territorial español, federalismo, reformas constitucionales y la esencia de las naciones, en gran parte por culpa del inacabable conflicto catalán. Estos temas son vistos por algunos comentaristas y partidos políticos como distracciones respecto a lo que debería ser el tema central de la campaña, la austeridad y sus efectos sobre el estado de bienestar. Si miramos con algo de atención cómo se ha hecho el ajuste fiscal en España estos últimos años, sin embargo, podemos ver que financiación autonómica y Estado de bienestar son dos caras de la misma moneda.

La filosofía del ajuste fiscal en los años de Rajoy ha sido muy simple: que recorten otros. Al intentar cumplir los objetivos de déficit europeos en los últimos años, el gobierno central tenía un margen de maniobra casi absoluto para decidir qué administraciones debían reducir el gasto. Empezando por Salgado el 2010, pero especialmente con la llegada de Montoro al poder, desde Moncloa se ha asignado la mayor carga del ajuste fiscal a las comunidades autónomas.

Dado que la mayor parte del gasto público en España está en manos de las autonomías y municipios, con gobierno central y seguridad social cubriendo algo menos de la mitad del gasto total, parece una decisión casi razonable. Sin embargo, el disfuncional sistema de financiación autonómica hace que estos ajustes sean en la práctica mucho más complicados de lo que parecen, y han acabado por colocar a muchas comunidades en situaciones casi imposibles.

El sistema de financiación, en la práctica, hace que Moncloa decida cómo se recauda y dónde va el dinero

El núcleo del problema, en este caso, es la falta de corresponsabilidad fiscal. Ahora mismo las comunidades hacen la mayor parte del gasto público y tienen un margen de maniobra tremendo en decidir cómo gestionar sus competencias. El gobierno central, sin embargo, es quien decide cuánto y cómo paga por los servicios que las autonomías gestionan, ya que es quien define el nivel de ingresos que estas reciben. El sistema de financiación, en la práctica, hace que Moncloa decida cómo se recauda y dónde va el dinero.

Esto quiere decir que cuando desde Madrid se imponen recortes, las autonomías no tenían capacidad alguna para decidir cómo afrontar la súbita caída de recursos más allá de dónde recortar servicios. Cosa que han hecho, con dureza, una y otra vez, durante los últimos años, hasta que han llegado al punto de verse obligadas a escoger entre incumplir sus objetivos de déficit o sufrir la ira de sus votantes, y casi invariablemente han acabado abocados a hacer lo primero.

Al hablar sobre sanidad y estado de bienestar estos días, por tanto, debemos fijarnos menos en aspectos de su gestión y más en financiación. De modelos sanitarios (público, privado, copagos y demás) tocará hablar en las autonómicas; en estas elecciones nuestra atención debe centrarse en qué cambios debemos introducir en el sistema de financiación autonómica para garantizar la estabilidad de la sanidad pública a largo plazo. Se ha hablado mucho desde el gobierno estos años sobre la “irresponsabilidad fiscal” de los gobiernos autonómicos. La realidad, sin embargo, es que las comunidades tienen muy poca capacidad de maniobra ante los recortes que les han sido impuestos.

El primer paso deberá ser permitir que sean las comunidades que decidan cómo hacer sus ajustes fiscales, empezando por hacer que sean ellas quienes suban sus impuestos si así lo desean para reducir el déficit. Segundo, deberemos crear salvaguardas para que una administración no pueda imponer cambios a otra sobre materias que no son de su competencia. El gobierno central puede y debe exigir a las autonomías estabilidad presupuestaria (básicamente porque si una entrara en bancarrota les tocaría a ellos rescatarla), pero no debe poder imponer recortes específicos sobre temas que no gestiona.

La próxima legislatura “toca” afrontar la reforma del sistema de financiación autonómica, aplazada sine die por el gobierno actual

La paradoja de este debate es que los partidos que en teoría son más favorables al estado del bienestar (PSOE y Podemos) son también los que quieren dedicar menos tiempo a hablar sobre el problema territorial y el sistema financiación autonómica, ya que creen que favorece a PP y Ciudadanos. La izquierda, como de costumbre, ha sido incapaz de articular por qué una parte clave del debate político tiene efectos claros, obvios y reales en las vidas de los ciudadanos, y por qué su postura favorable a una mayor descentralización es relevante al hablar de sanidad o Estado de bienestar.

La buena noticia, sin embargo, es que la próxima legislatura “toca” afrontar la reforma del sistema de financiación autonómica, aplazada sine die por el gobierno actual (siguiendo su habitual estrategia de intentar arreglar las cosas mediante la inacción). Todos los partidos, excepto el PP, parecen entender la necesidad de una mayor corresponsabilidad fiscal. Ahora faltará ver como esto se plasma en un acuerdo, dependiendo de los equilibrios parlamentarios salidos de las elecciones.

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