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Análisis

Ciudadanos y el 26J, ¿el principio del fin?

El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en el Congreso de los Diputados

“Pedro, no me digas que no hay dinero para hacer política”, espetó José Luis Rodríguez Zapatero a Pedro Solbes en los albores de la gran tormenta económica de 2008. Ante la inminencia del cataclismo, el vicepresidente económico había osado sugerir al gran jefe cerrar un poco el grifo y guardar algo para las inminentes vacas flacas, aunque sólo fuera la calderilla. Y claro, José Luis se mosqueó. La indignación no provenía sólo de su irresponsabilidad: Zapatero sabía muy bien que gobernar y gastar son, en España, conceptos inseparables. Peor aún, la austeridad no sólo provoca sarpullidos en la finísima piel del político profesional; tampoco goza de buena reputación a pie de calle. Cierto caciquillo expresó la síntesis de este pensamiento mágico: "Es muy deprimente tener que gobernar sin dinero".

Esta semana, José Manuel García-Margallo, se lanzaba también a la piscina olímpica del gasto y afirmaba, con fingida contrición, que "nos hemos pasado cuatro pueblos con la austeridad". El gran humanista había visto la luz y se apresuró a compartir la gran revelación con los mortales: ¡en el déficit esta la solucioooooón! De Zapatero a Margallo, el círculo se ha cerrado girando sobre sí mismo. Esta es la gran manipulación de nuestros políticos: animar siempre a gastar más, no importa dónde ni porqué. Margallo no es el hombre del Renacimiento, tan solo otro flautista de Hamelín tocando la melodía del dispendio. Quizá ni llega a sospechar que de errores y manipulaciones está empedrado el camino del infierno; al fin y al cabo tiene la vida resuelta…

Lo que siempre fue virtud para nuestros abuelos, administrar con prudencia, se ha convertido por obra y gracia de los partidos en un vicio intolerable

“El mundo infinitamente benévolo del soma”

Lo que siempre fue virtud para nuestros abuelos, administrar con prudencia, se ha convertido por obra y gracia de los partidos en un vicio intolerable. Hoy lo más cool es dilapidar el dinero… de otros, por supuesto. De cara al 26J, el consenso es abrumador. Al igual que Fukuyama ejerció de sumo sacerdote para anunciar el fin de la Historia, los druidas de los partidos vaticinan solemnemente el fin de la austeridad. ¡Abajo las estrecheces, vivamos con desahogo, atemos los perros con longaniza! ¡La frugalidad, la moderación, la mesura son costumbres anacrónicas que sólo generan sufrimiento! Entretanto, la otra parte del guion, la amenaza de una mayor recaudación copa todos los programas.

Los gobernantes responsables y sensatos, con visión de largo plazo, no aprovechan el viento de popa para desplegar todo el velamen, creando estructuras administrativas innecesarias; no convierten ingresos coyunturales en gastos permanentes, inabordables cuando llega la temible depresión. Ahorran en previsión de la crisis. Desgraciadamente, la política en España no persigue el bienestar de la sociedad sino los intereses de los dirigentes: poder, votos, buenos puestos y, no pocas veces, ingresos irregulares. Y todo esto se consigue gastando lo más posible, a manos llenas. Allí donde no existen controles adecuados, el despilfarro y la corrupción se convierten en norma. Lo estamos comprobando hoy.

Lo que hoy llaman austeridad no fue sino una torpe y apresurada poda tras décadas de despilfarro. Las medidas no iban dirigidas a racionalizar el gasto sino a recortar aquellas partidas que menos dañaban los intereses partidistas. Un remedio torpe, coyuntural, que no atacaba la causa del mal: el gasto estructural excesivo destinado a sostener abominables tramas clientelares y una administración hipertrofiada, plagada de infinidad de organismos perfectamente prescindibles, muchos de ellos sin un fin concreto, salvo colocar gente, comprar apoyos, obtener votos… y desviar dinero.

En resumen, hay una distancia sideral entre recorte, una poda improvisada y transitoria que mantiene el sistema clientelar, y reforma, esa estrategia de transformar las instituciones para que ganen en limpieza, sencillez y objetividad, para que la administración preste los servicios eficientemente, con el mínimo coste posible para el contribuyente. Hemos visto recortes... pero muy pocas reformas. 

El gasto indiscriminado ha acabado corrompiendo a buena parte de la sociedad, destrozando sistemáticamente cualquier atisbo de organización espontánea capaz de impulsar cambios políticos o de ejercer control sobre los gobernantes. Las asociaciones fueron subvencionadas, compradas y, finalmente, apartadas de sus legítimos fines. No se fomentó la existencia de ciudadanos responsables sino de súbditos, cada vez más egoístas, con una sola inquietud: ¿qué hay de lo mío?

La política del todo "gratis", la avalancha de "derechos", o privilegios, frente a la ausencia de deberes y realidades ha acarreado la infantilización de la sociedad, la creación de individuos permanentemente aturdidos por el soma. El populismo es la sublimación de este proceso, la cosecha definitiva de lo que concienzudamente sembró el Régimen del 78: el reparto de prebendas elevado a la enésima potencia y la liquidación definitiva de la responsabilidad individual. En definitiva, la promesa última de una infancia interminable y feliz. 

Diríase que en Ciudadanos no buscan una mayor eficiencia sino el fortalecimiento de la burocracia

Ciudadanos, ¿reformas o favoritismo?

Frente a todas estas anomalías, Ciudadanos se presentó como un partido capaz de cambiar el statu quo. Lo que podía y debía aportar, más allá de su posicionamiento en el falaz espacio izquierda-derecha, era racionalidad, una propuesta coherente de reformas conducentes a la disolución de ese matrimonio de conveniencia entre doña Política y don Despilfarro. Sin embargo, en los últimos tiempos, han puesto el foco en “mejorar” las capacidades recaudatorias de la Agencia Tributaria, “incrementando sustancialmente sus recursos y duplicando el número de funcionarios (inspectores, técnicos y personal de apoyo)”.

No se entiende que quienes miran a Dinamarca como referencia, desconozcan que el buen rendimiento fiscal del país nórdico no se debe tanto a elevados impuestos, o al despliegue de recursos para perseguir el fraude, como a una legislación fiscal muy sencilla, comprensible para el más lego. In claris non fit interpretatio. La legislación tributaria española es, por el contrario, una maraña inescrutable repleta de recovecos, trampas y excepciones, una monstruosidad que ni los funcionarios más expertos pueden interpretar sin caer en la duda o en la discrecionalidad. Un modelo lleno de agujeros que fomenta el favoritismo, esquilma al pobre desgraciado y beneficia a quien posee recursos e influencia.

Olvidan, o quizá algunos lo saben demasiado bien, que una legislación fiscal mucho más sencilla mejoraría sustancialmente la seguridad jurídica y también la recaudación. Pero, ¡cáspita!, no haría falta ofertar más plazas para inspectores. Por demás, sin un cambio de incentivos, el mero aumento de la recaudación animará a los políticos a gastar todavía más.

Ese interés de Ciudadanos por incrementar los ingresos gastando aún más recursos, aumentando la tropa funcionarial y, de propina, ofreciendo mejores expectativas profesionales a los viejos camaradas no apunta tanto a la racionalización de la Administración como al sostenimiento del invento en lo sustancial. Diríase que no busca una mayor eficiencia sino el fortalecimiento de la burocracia. Y no se trataba de eso, ¿o tal vez sí?

Si todo ese trabajo se dilapida en favor de la mercadotecnia del voto, nada se habrá conseguido

El pacto del abrazo… de oso

Hasta ayer, el partido del Albert Rivera, aun con demasiadas concesiones a la demagogia, intentaba mantener cierto discurso de racionalidad económica y política. Pero tras el "pacto del abrazo" comenzó a vislumbrarse que sus principios eran negociables. Prefirieron dar imagen de dialogantes, de gente abierta al pacto. Cualquier cosa antes que parecer dogmáticos. No cayeron en la cuenta de que gran parte del público busca valores sólidos, no el acostumbrado pasteleo: los principios y las buenas ideas también atraen votos aunque necesiten un periodo de maduración. Pero hay quien parece tener demasiada prisa, quizá influido por cierta compañía mediática poco recomendable.

Se esperaba algo más del partido de Rivera, especialmente de aquellos que, en la sombra, han hecho un gran esfuerzo para abordar con garantías una travesía reformista no exenta de peligros. Si sus ideas son finalmente apartadas, si todo ese trabajo se dilapida en favor de la mercadotecnia del voto, nada se habrá conseguido. A lo sumo, nuevas caras podrían gestionar el tradicional despilfarro.

En 1965 la revista Time abrió su edición con el artículo estrella Ahora todos somos keynesianos. En la España de 2016, ¿habrá foto a toda plana con los cuatro líderes de partidos proclamando al unísono: Ahora todos somos populistas? Ojalá que no. Porque, en tales condiciones, mucha gente acaba prefiriendo el original a la copia.

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