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Análisis

El prusés necesita gasolina con urgencia

Homs acompañado por el expresidente catalán Artur Mas en su declaración ante el Supremo.

Una especie de fatalismo se ha apoderado del prusés. El fiasco de la última Diada, no por esperado menos llamativo, ha venido a certificar algo que es lugar común entre la gente que en Cataluña sigue levantándose todas las mañanas para ir al trabajo, pagar la hipoteca y dar a los hijos una educación decente: que el grado de excitación nacionalista ha caído muchos enteros en los últimos tiempos. Entre los 292.000 manifestantes de que habla Sociedad Civil Catalana y los 800.000 que, a ojo de buen cubero, calculó la Guardia Urbana de Barcelona, juez y parte en el asunto, media un abanico de cifras que en todo caso quedan muy lejos de los 1,4 millones que con la idéntica liberalidad estimó esa misma Guardia para la Diada de 2015. Pinchazo en toda regla, natural como la vida misma, porque no es posible mantener por mucho tiempo la altura de un suflé que, como toda cuestión de fe, se basa en el martilleo de los sentimientos con desprecio de los dictados de la razón, sobre todo cuando no hay enemigo en frente, que tal es el drama del independentismo catalán: que Madrit sigue sin abrir la boca y que don Mariano ha decidido, decidió hace tiempo, hacer la estatua y dejar que el prusés se cueza en su propia salsa como el bacalao al pil-pil.

Días después de la Diada, el gran Puigdemont echó un jarro de agua fría sobre las ardientes cabezas de quienes navegan rumbo a la Cataluña independiente capital Tirana, al enfriar la posibilidad de convocar un referéndum independentista de manera unilateral si no se llega a un acuerdo con el Gobierno central, cosa que evidentemente no se va a producir. “Si se hace el referéndum ha de superar todas las pruebas de estrés para ser reconocido por la comunidad internacional”, dijo Picodemonte, ocultando que el interés de la comunidad internacional por las ensoñaciones identitarias de la minoría dirigente catalana es comparable al que siente don Mariano, situación lógica si tenemos en cuenta que la UE, por no apuntar más lejos, no tiene ahora mismo asuntos de enjundia de los que preocuparse, porque el viejo continente es un jardín de tulipanes, una balsa de paz sin un asunto mollar del que preocuparse. El resultado se llama frustración, con los peligros que ello acarrea cuando se produce en entornos escasamente democráticos, de raíz totalitaria y/o identitaria. Porque ahora hay menos independentistas, cierto, pero los más radicales están más radicalizados y amenazan con convertirse en un peligro para la convivencia entre catalanes y entre Cataluña y el resto de España.   

Ahora hay menos independentistas, cierto, pero los más radicales están más radicalizados y amenazan con convertirse en un peligro para la convivencia entre catalanes y entre Cataluña y el resto de España

De la radicalización de la minoría que dirige el prusés vamos a tener un buen ejemplo el próximo 28 de septiembre, con ocasión de la cuestión de confianza a la que Puigdemont deberá someterse en el Parlament de acuerdo con el compromiso contraído en su día con las CUP. Anna  Gabriel, la diputada del flequillo cortado a machete, ya ha anunciado el apoyo del grupo antisistema al presidente de la Generalitat, lo que ha evaporado de golpe el miedo a nuevas elecciones autonómicas, una posibilidad que tenía en un sin vivir a esa burguesía moralmente depauperada que se abriga en torno a Convergencia, porque esas eventuales elecciones podrían servir el poder en bandeja a la coalición formada por la tropa de Ada Colau, ERC y CUP. Una solución de izquierda radical para Albania capital Barcelona. Picodemonte piensa proponer ese día a la santa compaña independentista la puesta en marcha inmediata de las llamadas “leyes de desconexión” con vistas a tener elaborado un texto constitucional para junio del año próximo, texto que sería sometido a referéndum unilateral el 11 de septiembre de 2017. “Lo importante es que en diez meses estará todo listo para culminar la secesión y entonces se verá de qué manera se hace”, contó el president en una magnífica demostración de clarividencia, seguridad y certidumbre. Frustración, desvarío y huida hacia adelante.

Una locura en la que nadie cree

Pero todos saben que el prusés está embarrancado y que no va a ir a ninguna parte, porque ni ellos saben qué hacer ni adónde ir. En las masías del Ampurdán, en las grandes mansiones de la costa de Gerona, se han podido escuchar este verano acaloradas discusiones entre la elite convergente que harían temblar a esos cientos de miles de incautos que un día compraron confiadamente la mercancía averiada de la independencia, discusiones que solían terminar en confesiones de culpa y rechazo cercanas al lagrimeo desesperado. “Esto es una locura en la que ya no creemos ninguno, esa es la pura verdad, una locura a la que nos ha arrastrado la ambición de Artur Mas, un señor que ha cambiado hasta de carácter, hasta de personalidad, cuando decidió hacerse independentista tras la Diada de 2012 y al lado del cual me he mantenido por lealtad personal, sólo por lealtad, que ya veremos lo que me cuesta con el Constitucional a mis espaldas. Esta es la verdad, la realidad de una falsa burbuja en la que vivimos y de la que no sabemos cómo salir”, manifestaba acalorada en una de esas mansiones una señora con mando en plaza en la Generalitat y en la propia Convergencia.   

El prusés mengua, pero los riesgos de una salida violenta aumentan, asunto delicado en extremo que apunta a la necesidad de encontrar una salida racional al lío en que se ha metido una burguesía acollonada que no se cree ya una palabra de lo que dice

Frustración que conduce al desistimiento, pero que también puede llevar a la radicalización. Es el gran riesgo de la pérdida de fuerza del prusés. “Nosotros proponemos la convocatoria del referéndum unilateral de independencia (RIU), sí o no, con todas las de la ley, hasta el final, como mínimo para hacer entrar en contradicción antidemocrática al Estado español y obligarle a recurrir a algún tipo de fuerza legal o incluso de fuerza bruta”. La frase pertenece a un tal Quim Arrufat, un angelito, miembro del secretariado de las CUP, y fue pronunciada el 11 de septiembre en un acto convocado en los capuchinos de Sarrià. El objetivo del dichoso RUI no es otro que el de “tensar la situación hasta el final, para provocar la reacción violenta del Estado”. La caldera del prusés necesita leña nueva, precisa con urgencia gasolina para mantener vivo el incendio. Reclama desesperadamente una provocación. En el fondo, de eso iba, eso es lo que andaba buscando la delegación de medio centenar de políticos catalanes, con el propio Mas a la cabeza, que anteayer arropó a Francesc Homs en Madrid en su declaración ante el Supremo para responder por los presuntos delitos de prevaricación, desobediencia y malversación de caudales públicos con motivo de la organización de la mascarada de referéndum del 9-N.

La comitiva independentista, cuya puesta en escena recordaba vagamente al famoso cuadro de El Cuarto Estado de Pellizza da Volpedo, popularizado por Bertolucci en Novecento, se volvió a Barcelona sin un miserable insulto callejero que llevarse a la boca y con el que enardecer a las alicaídas masas indepes desde los micrófonos de Catalunya Ràdio. El prusés mengua, pero los riesgos de una salida violenta aumentan, asunto delicado en extremo que apunta a la necesidad de encontrar una salida racional al lío en que se ha metido una burguesía acollonada que no se cree ya una palabra de lo que dice, pero que no hará nada por hacer descarrilar la ficción. Y sí, habrá que buscar que el agua de odio embalsada durante tantos años desagüe en un espacio de racionalidad y convivencia. No sería mala cosa que en Madrid hubiera un Gobierno con mando en plaza, al frente del cual figurara alguien con visión de Estado bastante para desatascar el albañal de detritus creado por estos miserables sembradores de vientos. Ya no hay generales dispuestos a sacar las castañas del fuego a los ricos barceloneses con un par de cañonazos puntuales. Será necesario echarles, aunque no se lo merezcan, algún tipo de salvavidas capaz de reintegrarles a la normalidad democrática. Porque ese ha sido siempre el problema de Cataluña: la alarmante falta de salud democrática.

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