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Análisis

Bienvenidos a la Pax Germánica, un club no apto para países poco competitivos

La canciller alemana Angela Merkel y el presidente del BCE, Mario Draghi.

La capitulación de Grecia a lo largo de un interminable fin de semana ha dejado meridianamente claro cuál es la situación en Europa. El club de los países mediterráneos aparece dividido y fatigado tras años de crisis soberana. La ampliación de la Unión al Este ha traído nuevos halcones, algunos de ellos más pobres y con una tolerancia cero hacia la indisciplina. Sin un Gobierno elegido por los europeos, casi todo se cocina en el Consejo de jefes de Estado y de Gobierno, y allí Alemania es la que más dinero pone y, por lo tanto, manda. La grandeur de Francia ha quedado reducida a un comparsa que da palmaditas en la espalda. Si la idea consistía en hacer una Alemania más europea para evitar los conflictos, el resultado de la integración ha sido el contrario, una Europa más alemana. El pasado lunes por la mañana asistimos impávidos a la claudicación de un rebelde de izquierdas que aceptaba convertirse en un tecnócrata con un memorando bajo el brazo, un hombre al que se vistió de negro y poco menos que se ajustició en plaza pública para advertencia de cualquiera que ose retar el statu quo, la Pax Germánica acuñada bajo la égida de la canciller Merkel.

Sólo que tamaña hegemonía también tiene costes en casa de los germanos. Pónganse por un momento en la piel de los teutones, que acaban de recompensar con un rescate millonario a un Gobierno populista y un electorado irresponsable que no han demostrado su voluntad de reforma. Para colmo, las probabilidades de que una parte de ese préstamo nunca se recupere se antojan muy elevadas. Tan sólo días antes de que el Bundestag aprobase el flotador griego, el FMI, la Comisión y el BCE recordaban a los germanos que ese dinero que todavía no han prestado debería recibir una quita. ¿Y ésta era la Europa en la que los tratados recogían explícitamente que no podía haber transferencias fiscales? Así no es de extrañar que el ministro de Finanzas teutón, Wolfgang Schäuble, ofrezca una quita a los griegos siempre que se salgan del euro, todo con tal de evitar seguir poniendo parches de dinero indefinidamente. Curiosamente, se trata del mismo ministro que en un vuelo hacia el G-20 de Corea en octubre de 2010 convenció a Merkel de que había que preservar el euro. Pero que lo harían a su manera. Europa tenía que aprender a ser competitiva igual que lo hicieron los alemanes, sin importar que los demás no contasen con las mismas redes industriales que tan bien aguantaron la crisis en Alemania.

De hecho, los germanos no son primerizos en esto de absorber otras economías menos competitivas. Abordaron el mayor experimento de este tipo que jamás se haya llevado a cabo cuando reunificaron las dos Alemanias en 1990. De la noche a la mañana, por pura voluntad política los dos marcos y los salarios de ambos lados se equipararon. Los alemanes del Este eran la mitad de productivos pero de repente ganaban muchísimo más. Y precisamente eso desató la inflación. El abismo era tan grande que cuentan que Olivetti rechazó una oferta para tener 12.000 empleos subsidiados en la antigua RDA porque en la parte occidental podía fabricar lo mismo con tan sólo 900 trabajadores.

Por más que se invirtiese y que algunas empresas abriesen factorías buscando costes más bajos, tamaño desnivel de productividad disparó el desempleo en una economía antes socialista, estatalizada y, en consecuencia, sin paro. Al tener que absorber desocupados de la RDA a miles, los costes del sistema del bienestar germano aumentaron drásticamente. Incluso se estableció un impuesto solidario para financiar las transferencias al Este. En total, se calcula que la Alemania Federal ha tenido que inyectar a la Oriental ingresos fiscales por valor de más de un 4 por ciento del PIB anual. Y ni siquiera así se consiguió cerrar la brecha. La lección evidente se resume en que la riqueza no se traspasa por decreto.

En términos de crecimiento, los alemanes también pagaron un peaje muy alto por la reunificación. La actividad se estancó, hasta el punto que con la creación de una moneda única en ciernes reaccionaron aplicando las reformas Hartz, unas reformas que por cierto suelen ser contractivas y que en Alemania se implementaron aprovechando que el resto de la UE crecía. En definitiva, la puesta en marcha de una unión fiscal antes de homogeneizar las diferencias en competitividad les salió carísima.

Por el contrario, esta vez parece evidente que el plan de los alemanes consiste en apuntalar primero la competitividad antes de hacer nada que se asemeje a una unión fiscal, sobre todo en tanto en cuanto los franceses siempre rechazan perder soberanía. "Nosotros nos mostramos a favor de la unión fiscal al comienzo de la crisis, pero son los galos quienes piden los eurobonos al mismo tiempo que no quieren que les controlen los presupuestos", comentan las autoridades tudescas cada vez que se les interroga sobre el asunto.

Y así las cosas, ¿en qué nos deja esta suerte de Pax Germánica basada en que Alemania fija el estándar de la competitividad? Entre los distintos estados de EEUU hay transferencias fiscales, movilidad de trabajadores y mercados flexibles que compensan las diferencias en las estructuras económicas. Pero aquí no ocurre nada de eso. Nos juntamos con Alemania fundamentalmente para entrar bajo el paraguas del marco alemán. Con un respaldo implícito de la economía germana, la financiación en marcos, perdón en euros, resultaba increíblemente barata. Los intereses de nuestras hipotecas alcanzaron niveles históricamente bajos, generando la ilusión de riqueza. Los salarios se apreciaron con celeridad, si bien hubo un momento en el que la ganancia en capacidad adquisitiva fue relativa. Por un lado, el encarecimiento de los bienes y servicios producidos en España en realidad neutralizaba esos avances en la capacidad de compra. Por otro, bajo la misma voluta se volvieron muy baratos los productos alemanes como los automóviles o los bienes de equipo, máxime cuando los germanos emprendieron una política de reformas con la intención de contener sus costes que fue facilitada por los sindicatos. "Dominaremos la unión monetaria porque controlaremos los costes salariales mejor que nadie", declaró el canciller Schröder al aprobar las reformas recomendadas por la Comisión Hartz. Normal que a los españoles les encantase comprar unos coches germanos que cada vez salían más baratos...

Por si no fuese germen suficiente, la trama se complicó todavía más. No todo fue culpa de los indisciplinados bajitos y morenos que duermen la siesta cual cigarra mientras las hormiguitas guardan provisiones para el invierno. En los años previos a la crisis, el BCE cometió el error de fijar su política monetaria de acuerdo con las necesidades de una economía alemana todavía convaleciente tras digerir a sus compatriotas del Este y que precisaba un shock liberalizador. Lo que a su vez implicó que los tipos de interés eran demasiado bajos para la periferia. Es más, una vez descontada la inflación los tipos reales eran negativos. Es decir, la inflación era mayor que el tipo de interés y por lo tanto compensaba endeudarse. ¡En la práctica estaban pagando a los del Sur por endeudarse! Y así era muy difícil que no se alimentase una burbuja que además se financió con el dinero de unas cajas alemanas que buscaban rentabilidades mayores que las que se ofrecían en Alemania.

Esa masiva inyección de crédito acabó inflando todavía más los precios de los países del Sur. De ordinario, la cotización de la moneda refleja la inflación, competitividad y necesidades de ciclo de un país. Conforme una economía sube precios por encima del resto, la moneda se devalúa reflejando esa pérdida de competitividad y por lo tanto de poder adquisitivo. Pero dentro de la misma moneda no hay forma de hacer el ajuste vía cotización de la divisa. A falta de mejoras en la productividad, de un día para otro tan sólo se puede recurrir a los costes de producción, es decir, los costes laborales, bien sea por cantidades bien sea por salarios. Y después de años acumulando desequilibrios respecto a los costes de producción en Alemania, la corrección en términos de desempleo a lo largo y ancho de la periferia fue brutal, sin contar además con margen para los estabilizadores fiscales porque los ingresos de los Estados estaban artificialmente hinchados fruto de la burbuja. Para colmo, un BCE moldeado a imagen y semejanza del Bundesbank ejerció de policía y no acudió al rescate hasta que los países empezaron a adoptar las reformas.

Incluso con esa tremenda factura social, la buena noticia para Europa es que ningún país ha querido renunciar al euro. Han aguantado lo indecible. Lo que por otra parte significa que estamos encadenados a los alemanes pedaleando en un Tourmalet constante en pos de la competitividad. Sin embargo, esta mentalidad no parece que cale ni en los españoles ni en sus políticos. Con un paro rampante, la patronal ha concertado con los sindicatos subidas de sueldo. A pesar del elevadísimo déficit, el Gobierno busca bajar impuestos y gastar más. Como los Borbones, ni aprendemos ni olvidamos. Ni nos planteamos políticas de Estado para terminar de una vez por todas con el drama del paro, ni somos conscientes de que debemos estar pendientes de cuánto repuntan los salarios en Alemania para subirlos siempre por debajo. Después de una crisis de caballo, el único mantra que se esgrime en la arena política es volver al gasto y a las políticas de demanda como si nada hubiese pasado. Permanecemos ajenos al hecho de que la Pax Germánica implica mantener la tensión competitiva, de que los beneficios de esa financiación barata acarrean unos costes. Lamentablemente, esta cuestión se encuentra completamente ausente del debate público.

Por otra parte, la Unión Europea en su formato de Pax Germánica corre el riesgo de que sea percibida como una cuestión de mera utilidad económica que beneficia más a los alemanes y que carece de unos principios rectores más allá de los pecuniarios. La propuesta europea pierde atractivo. Y eso es terreno abonado para los populismos. Desde Le Pen al Movimiento Cinco Estrellas pasando por Sinn Féin, Podemos, Pegida o Ukip, los bárbaros están a las puertas. Toc, toc... Sin embargo, el liderazgo ha recaído sobre una nación en muchos sentidos ejemplar pero que se muestra reacia a tomar las riendas. Son Alemania pero quieren ser como Suiza. Militante de una especie de tancredismo similar al de Rajoy, Merkel sigue dejando que los problemas se pudran.

En lo tocante a Grecia, el acuerdo impuesto es una patada hacia delante y condena a los helenos a dos años más de recesión sin haber colocado algún incentivo al final del camino como una reestructuración en profundidad de la deuda. La reversibilidad del euro volverá a estar sobre la mesa. El liderazgo low-cost que pretende poner en práctica la canciller puede acabar saliendo muy caro a todos. Aunque Merkel haya ganado una batalla con Tsipras, su gestión de la crisis europea deja como legado un crecimiento económico menor y unas fracturas entre los socios demasiado profundas, que bien podrían dar al traste con cualquier intento de superar la Pax Germánica y avanzar en la integración.

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